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Terremoto en Ecuador

¿De qué está hecho el pueblo ecuatoriano? Crónica entre escombros

Por Andrés López

(CNN Español) -- Corría tan de prisa como podía, jadeaba y las gotas de sudor empapaban mi rostro. Faltaban dos cuadras para llegar. Junto a mí, centenares de personas se precipitaban y gritaban: “¡Encontraron uno vivo! ¡está atrapado en los escombros!”.

Cuando llegamos, una voz exigía silencio. Los rescatistas parecían sabuesos hurgando entre los fierros y los desechos de un edificio de seis pisos, del cual sólo quedaba la planta baja.

Era domingo 17, un día después del terremoto que ha dejado cientos de muertos y miles de heridos. Estábamos en Portoviejo. El sismo había desbaratado las estructuras de la mayoría de los edificios del centro de la ciudad. No había agua, ni luz, ni comunicación telefónica.

Ahora que lo pienso, no sé qué fue más impactante, si caminar en medio de una población devastada, o ver las expresiones de la gente. Gestos de terror, de angustia, de descontrol.

Por primera vez sentí que el periodismo era insuficiente, porque la situación lo desbordaba todo. Supe que no habría texto capaz de reflejar el dolor que vi en los ojos de una señora que llorando se acercó a pedirme ayuda porque no encontraba a su nieta. ¡Ayuda! ¡Cómo podía ayudar?! Sólo atiné a decir que el auxilio estaba en camino, (aunque sólo era una presunción). Frustrado, la abracé y le dije que tuviera paciencia. Me sentí estúpido.

Regresé la mirada sobre las tareas de rescate y no había noticias. Los socorristas deliberaban y trabajaban con cautela, como en una cirugía mayor. Entre la vida y la muerte solo media un movimiento brusco. La tensión era insoportable al imaginar, debajo del concreto, vidas luchando por vivir, gente atrapada y sin moverse, como en un ataúd.

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Al cabo de unas horas, los rescatistas anunciaron que el quejido humano había desaparecido y que ya no había esperanzas de supervivencia. Claro, era el día de la muerte, y su presencia macabra dejaba en los barrios una estela de desolación.

Nunca antes Ecuador derramó tantas lágrimas, nunca, un dolor semejante.

Tal vez por eso, tres días después del terremoto, la ayuda solidaria de Ecuador y el mundo fue desbordante. Miles de voluntarios, sin distingo de clases sociales, edad o género, se volcaron a los centros de acopio para clasificar y preparar kits de ayuda.

Viajé a la zona del desastre, esta vez a Tarqui, la parroquia más destruida de la ciudad de Manta para constatar cómo llegaba la ayuda a los damnificados.

La temperatura por la mañana era de 30 grados centígrados y a las 12:00 del día subió a 35.

Más de seis mil personas hacían fila apelotonados, esperando a la intemperie que llegaran los camiones con comida. Bebés de pecho, niños llorando y fastidiados, mujeres embarazadas, adultos mayores resistían el maltrato con estoicismo. Seguramente el hambre era más fuerte.

La distancia entre el centro de acopio y el lugar de distribución era poco más de un kilómetro. La gente lo sabía y por eso reclamaban a gritos: ¡¿Por qué no llegan los camiones?!

Resultaba inexplicable. Unas horas antes, yo estuve en las bodegas y estaban repletas.

El tiempo, sofocante, pasaba lentamente. Eran las 10:00 de la mañana y el calor se tornaba intenso. Una anciana se desmayó y no había una unidad médica. Uno de los vecinos derramó un poco de agua en su cabeza y otros la ventilaban con cartones.

A las 11:30 finalmente llegó un camión militar con agua y comida. Vi a un oficial que lideraba el operativo y le pregunté: ¿Por qué la distribución de los víveres empieza a esta hora y no a las 6:00? Fuera de cámara me dijo que la ayuda fluía sin novedad, pero los mandos políticos que "buscan protagonismo" estancaban la distribución y entonces el reparto se hacía “lento”.

Desde muy temprano una unidad móvil del gobierno se ubicó en el lugar exacto dónde se entregarían las fundas con víveres. Las cámaras permanecieron apagadas e indiferentes mientras el caos reinaba alrededor; se encendieron sólo para registrar la entrega de la comida.

Más allá de ciertas miserias humanas, el pueblo tiene un espíritu inagotable de solidaridad. Los ecuatorianos lloramos a nuestro muertos, pero tenemos la convicción de que la sangre derramada será inspiración para el futuro inmediato. La tragedia no terminará en un mes o dos. La reconstrucción de las ciudades devastadas es una tarea de largo aliento y el Ecuador lo tiene claro.

Escuché decir que una catástrofe revela de qué estamos hechos. Pues entonces con orgullo puedo decir que de templanza, coraje, fe y optimismo. De eso está hecho el pueblo ecuatoriano.