Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Camilo. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Todos los periódicos hablan de la muerte del Che Guevara en Bolivia. Es que es el Che y, además, es un aniversario redondo: cincuenta años. Y eso a la prensa le encanta. Y también a los políticos. Pero en ninguno de los artículos se dice que al Che lo mató, además, de aquel soldadito boliviano, el culto norcoreano que lo convirtió en mito. Ese fue el tiro de gracia: la marmolización. Curioso que los revolucionarios más ateos canonicen a los hombres según su conveniencia.
Félix Rodríguez, el agente cubano de la CIA que capturó a Guevara recuerda cómo el guerrillero mantuvo la hidalguía hasta el último aliento. Pero eso tampoco nos lo contaron a los de mi generación. La primera vez que vi la foto del Che muerto fue en La Habana en la mansión venida a menos de un capitán del Ejército también venido a menos. El hombre había “decorado” el elevador de la casa con aquella foto que a los de mi generación también nos escatimaron. Como la Iglesia esconde o disimula la mácula de sus santos.
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Con igual meticulosidad, la izquierda más cerril jamás ha querido admitir que el Che Guevara, el hombre que intentó como Pigmalión crear el ‘hombre nuevo”, terminó inventándose el hombre más viejo del mundo.
El “hombre nuevo”, esa criatura de laboratorio, esa idea aspiracional que querían los comunistas, nunca pasó de ser un ser que recelaba de propios y extraños; que fue capaz de represaliar al que no pensaba y vivía como él; que sostenía que leer libros extranjeros y oír música rock era hacerle el juego al enemigo; un hombre nuevo que jamás apostó por lo nuevo. Y que terminó perpetuando el pasado envuelto en el celofán de la retórica más extraña de todos los tiempos: un batiburrillo que mezclaba el cristianismo con el neofascismo, andamiaje ideológico capaz de propiciar una frase como esta: “El hombre muere, el partido (comunista) es inmortal”. Y de matar y anular en nombre de una justicia social que emulaba sin decirlo al paraíso terrenal de sus “enemigos”.
La mitología exacerbada ha puesto al Che Guevara casi al mismo nivel de cualquier idolillo de la cultura pop. Y por eso, cincuenta años después de su muerte, a algunos de los niños cubanos —que nos exigían cada mañana antes de entrar a clases ser como él— nos reaparece como el reflujo gástrico, un doble sabor amargo: el de la derrota y el de lo inexorable. Contra eso, ni la más bella de las utopías.