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OPINIÓN: Tras el 11-S, Estados Unidos abandonó a América Latina "en el altar"

Por Juan Andrés Muñoz

Nota del editor: Gerry Hadden reporteó en México, Centro América y el Caribe para la redacción central de National Public Radio (NPR), del 2000 al 2004, y ahora cubre España y Europa para 'El Mundo', de Public Radio International. Es autor de "Never the Hope Itself: Love and Ghost in Latin America and Haiti".

Estaba muy lejos de mi natal Nueva York cuando los aviones impactaron en la ciudad, un 11 de septiembre, hace diez años. Pero tenía asientos de primera fila para ver cómo esos ataques descarrilaron las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.

El 11 de septiembre de 2001, estaba en Bogotá, Colombia, para cubrir ese día la visita del entonces secretario de Estado, Colin Powell. Powell estaba en un lujoso viaje para apuntalar el nuevo Plan Colombia, entonces naciente, con miles de millones de dólares financiados por Estados Unidos en una arremetida contra las mafias andinas de coca. Powell nunca apareció.

Los colombianos lo perdonaron; la oficina de Powell había sido, después de todo, parcialmente destruida por un avión de pasajeros. Sin embargo, los colombianos estaban nerviosos. Habían esperado esta ayuda desde años atrás, me comentaban mientras recorría las calles después de los ataques. ¿Y si Estados Unidos se lanza a capturar a los terroristas y se olvida de nosotros?

Resulta que tenían razón de preocuparse. Mientras Estados Unidos volcó su vista a Osama bin Laden y, más tarde, en la búsqueda de armas de destrucción masiva en Iraq, América Latina cayó en su lista de prioridades. Las consecuencias han sido negativas.

En la época de los ataques, tenía como base de trabajo la Ciudad de México, en donde laboraba para National Public Radio (NPR). Había llegado en la primavera del 2000, entre el gran barullo proveniente de un cambio en la relación histórica entre Estados Unidos y América Latina, especialmente con lo que respecta a México. Lo creí todo. La mayoría de la gente lo hizo. Las cosas parecían muy prometedoras.

En julio del 2000, el empresario conservador Vicente Fox Quesada fue electo presidente de México, poniéndole fin a 71 años de gobierno de un solo partido. Cuando candidato, había ya ganado popularidad en Estados Unidos, en cierta medida porque había dejado a un lado una añeja tradición política mexicana: culpar a EU de todos o la mayoría de los problemas de México.

Una de las primeras personas en ponerse al frente para felicitar a Fox fue el gobernador de Texas y candidato a la presidencia de Estados Unidos, George W. Bush. Meses después, claro está, Bush se convirtió en presidente.

Con los dos ya en el puesto presidencial, ambos países pusieron en marcha una comisión bilateral de alto nivel para abordar los temas grandes y persistentes: frenar la inmigración ilegal a través de un programa de trabajadores invitados, mejorar los lazos comerciales, una cooperación más sólida en la lucha contra el narcotráfico. A la cabeza de la delegación de Estados Unidos estaba ni más ni menos que Condoleezza Rice. Del otro lado de la mesa estaba el canciller mexicano, Jorge G. Castañeda. Se reunieron dos veces, en abril y en junio de 2001.

Bush rompió entonces con una de nuestras tradiciones presidenciales, al invitar a Fox, el mexicano, a ser su primer invitado en una visita de Estado. En el césped de la Casa Blanca, el 6 de septiembre de 2001, Bush denominó al siglo 21 como el “Siglo de las Américas”. Aseguró que Estados Unidos no tenían un amigo más importante que México.

El día siguiente, el 7 de septiembre, Fox habló antes de una sesión conjunta del Congreso de Estados Unidos sobre una nueva era en la relación. Recibió una ovación de pie.

Menos de una semana después, Estados Unidos dejó a México, y al resto de América Latina, parados en el altar. Rice y su equipo nunca regresaron a negociar en la mesa. La idea de un programa de trabajadores temporales fue archivada. Castañeda, finalmente, dejó el gobierno enojado. Regresó a la academia, donde soñar no sólo es posible, sino que es fomentado.

Fox se quedó sin el as de su gabinete –y teniendo que explicarle a sus 100 millones de connacionales lo que exactamente quiso decir George W. Bush por “Siglo de las Américas”.

Fox fracasaría en tal tarea porque resultó que la frase no contenía ningún significado. Bush había hecho a México, y por extensión a América Latina, su máxima prioridad por defecto. Cuando se aclaró el humo de los ataques del 11-S, la camaradería ranchera también se evaporó. La atención de Estados Unidos viró radicalmente al otro lado del mundo.

Para los próximos tres años, esto se convirtió en un desalentador motivo de mucho de mi trabajo con la radio nacional pública: el cómo América Latina estaba siendo ignorada en tanto que Estados Unidos emprendía una, después dos, guerras en el otro lado del planeta. Para los reporteros en el terreno, pareciera como si América Latina hubiera sido arrojada a un permanente crepúsculo, semiolvidada incluso si hechos extraordinarios sucedieran. Las agencias de noticias empezaron a cerrar las cortinas.

México fue dejado cocinarse en una olla de presión de creciente desempleo y corrupción institucional. En Centroamérica, los proyectos de asistencia y desarrollo encabezados por Estados Unidos bajaron su intensidad, mientras que ingresaban los cárteles cocaleros, relativamente desapercibidos. Y en Haití, un presidente democráticamente electo fue abandonado para que se las arreglara por sí mismo en su lucha contra una gran cantidad de enemigos más poderosos que él.

México es donde perdimos nuestra más grande oportunidad, porque ahí es donde reside el reto más grande.

Bush debería haberse involucrado muy de cerca con Fox desde el primer día, y permanecer así. Fox tenía un reto colosal delante de él: dirigir a un país en su primera transición democrática en 500 años de historia. Esto no sucedió. Y las inequidades políticas, económicas y sociales que llevan a los mexicanos a la frontera norte no han sido significativamente abordadas por ninguno de los dos países y, ciertamente, tampoco por ambas naciones de manera conjunta.

Fox solía decir que mientras que un mexicano percibiera 6 dólares al día en México, y 60 dólares al día en Estados Unidos, no se detendría la inmigración ilegal. Durante un lapso, cuando Fox era el querido de Estados Unidos, parecía que los líderes estadounidenses atendían tal lógica. Y aunque nunca fue claro si Bush pudo logar el apoyo del Congreso para el programa de trabajadores temporales, nunca estuvo más cerca el gran experimento de frenar la inmigración masiva ilegal.

Después las puertas se cerraron. Estados Unidos, especialmente nuestros estados fronterizos del sur, viró hacia otra estrategia tras el 11-S, la misma que hasta hoy en día vemos: más muros.