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Tecnología

OPINIÓN: Una cosa que le debemos a Steve Jobs

Por Juan Andrés Muñoz

Por Simon Garfield

Nota del editor: Simon Garfield es el autor del libro JUST MY TYPE: A Book About Fonts, publicado por Gotham Books, parte de Penguin Group USA.

La noticia de la muerte de Steve Jobs llega un día después del anuncio del nuevo iPhone, un anuncio que se realizó sin su presencia. Y sin embargo, Steve Jobs dominó la ceremonia. Estos últimos meses, alejado de su trabajo por enfermedad, han demostrado que le debemos algo más que un teléfono con una cámara de más resolución o un procesador más rápido.

Incluso los que no usan Mac —o las personas que están en contra de Mac— reconocerán a regañadientes que Jobs es una invencible inspiración en la tecnología en los últimos años. Tan simple como esto: la mayor parte del tiempo él dirigió y después otros lo siguieron. Pero hay algo más fundamental que se le tiene que agradecer a Jobs: el texto que lees en la pantalla en este momento, el hecho de que podemos expresarnos digitalmente con emociones, con claridad y con variedad.

Steve Jobs fue el primero en darnos una elección real de fuentes, y nos convirtió a todos en dioses de la escritura.

Por supuesto, Steve Jobs no inventó los tipos de letra. Creo que a Johannes Gutenberg se le puede dar el crédito de eso, cuando en Alemania utilizó sus primeros moldes de letras en 1440. No obstante, Jobs se dio cuenta de su valor como ningún otro en el mundo de las computadoras personales a principios de la década de los 80, y de repente dejamos de depender de impresores profesionales y diseñadores gráficos.

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¿Y a quién le agradece Jobs este avance? Él le da crédito a las personas que hicieron insostenible su vida académica en Reed College en Portland, Oregón. Sin ellos, tal vez no habría abandonado la escuela. Si no lo hubiera hecho, tal vez no habría descubierto la caligrafía.

“En todo el campus”, recordó ante los estudiantes de Stanford en 2005, “cada póster, cada etiqueta de cada cajón, estaban bellamente caligrafiados”. Así que después de abandonar la escuela y estar como agente libre, decidió asistir a una clase de ese arte. “Aprendí sobre losserif (los remates en los extremos de los caracteres tipográficos) y los tipos de letra sans serif (sin esos adornos), sobre la variación en la cantidad de espacio entre las diferentes combinaciones de letras, acerca de lo que hace que una tipografía sea grandiosa. Era algo artística, histórica y artísticamente sutil de una manera que la ciencia no podía capturar, y lo encontré fascinante”.

En ese momento, el exestudiante creyó que lo poco que había aprendido tendría una aplicación práctica en su vida. Pero las cosas cambiaron. Diez años después de la universidad, Jobs diseñó su primera Mac, y venía con algo sin precedentes —una amplia variedad de fuentes—. Originalmente esperaba hacer esto como algo barato, y con el apoyo de la diseñadora Susan Kare, creó un nuevo diseño de mapas de bits disponible en una amplia variedad de estilos y tamaños. La idea original era darles el nombre de las paradas de la ruta del tren local de Filadelfia cercana al lugar en donde Karen creció, pero Jobs entonces apostó por la noción de las más conocidas ciudades que amaba: Londres, Chicago, Génova, Toronto, Venecia, Los Ángeles y San Francisco.

Estos nombre le dieron una ventaja adicional para reflejar el carácter tipográfico de las ciudades en cuestión, así que Londres tenía la sensación de una antigua letra gótica con un serif que tal vez le habría gustado a Dickens. Venecia tenía una sensación de escritura artesanal, y Génova tenía un aspecto suizo más limpio. Por alguna razón, todavía sin mucha explicación, la fuente San Francisco tenía la apariencia de estar hecha con extrañas letras sacadas de un periódico, una nota digital de rescate. Pronto se agregarían a la mezcla otros nombres más familiares, entre ellos Times New Roman y Helvetica.

Así que este fue el inicio de algo —un cambio radical en nuestra relación cotidiana con las letras y con la escritura—. Una innovación que al paso de una década, más o menos, le daría un lugar a la palabra font (fuente) —anteriormente utilizada en el lenguaje técnico limitado a los negocios de diseño e impresión— en el vocabulario de todos los usuarios de computadoras.

En estos días ya no puedes encontrar fácilmente las tipografías originales de Jobs, algo que tal vez sea bueno ya que son muy pixelados y engorrosos para manipular (principalmente, la tipografía que utilizó Apple en sus primeras campañas publicitarias  —¿recuerdanPiensa diferente?— estaba en una versión moderna del antiguo Garamond, un estilo francés del siglo XVI). Pero la capacidad de cambiar las fuentes en nuestras computadoras parecía una tecnología de otro mundo. Antes de la Macintosh de 1984, la mayor parte de los procesadores de texto primitivos ofrecía un rostro aburrido, comunmente sobre una pantalla verde, y con fortuna se podía cambiar a cursiva.

Ahora puedes elegir entre diferentes alfabetos que hacen todo lo posible para recrear algo a lo que estábamos acostumbrados en el mundo real. IBM y Microsoft no tardaron en copiar el ejemplo de Apple, mientras que las impresoras domésticas (un concepto nuevo en ese tiempo) comenzaron a venderse no solo por su velocidad, sino por su variedad de fuentes.

Y aquí está el asunto. Al igual que celebramos el nuevo iPhone o el nuevo Kindle, también observamos lo primitivo que es la elección de fuentes en esos dispositivos, y todo lo que tienen que recorrer para alcanzar al pasado.

La aplicación Notes en el teléfono tiene tres opciones, y una de ellas es Marker Felt. El Kindle tiene algunas más, pero menos de 10. ¿Podría ser que lo que Jobs reconoció hace casi 30 años —el placer por la forma de las letras— se haya olvidado en la carrera por hacer las cosas más pequeñas, más veloces y la incesante búsqueda de la novedad en los gadgets?

(Las opiniones expresadas en este comentario solamente corresponden a Simon Garfield)