Por Perri Klass
Nota del editor: Este es el décimo artículo de una serie sobre los legados de la Primera Guerra Mundial que se publica en CNN Opinión por el centenario del inicio de la guerra. Ruth Ben-Ghiat es la editora invitada de esta serie. Perri Klass es profesora de Periodismo y Pediatría en la Universidad de Nueva York y directora del Instituto de Periodismo Arthur L. Carter.
(CNN) — Antes del ébola, existió la gripe: la gripe española de 1918, que dejó sentir sus devastadores efectos en los cuarteles militares, en los campamentos de refugiados, en los barcos que transportaban a los soldados y en todas las zonas atestadas y de alto riesgo que surgieron a causa de la Primera Guerra Mundial.
Algunas personas creen que salió de Kansas. Los primeros casos en Estados Unidos se desarrollaron allí. Los soldados de los campamentos del ejército, tales como Fort Riley, en el este de Kansas, llevaron el virus a otros campamentos en todo el país y al otro lado del Atlántico hacia Francia.
La gripe de 1918-1919 brotó a finales de la Primera Guerra Mundial (cuyo centenario de su inicio se cumple en 2014) y mató a más personas de las que murieron en esa conflagración, más personas de las que murieron por la peste bubónica, en el siglo XIV. De hecho, nadie sabe exactamente cuántas personas murieron en todo el mundo; se calcula que murieron hasta 100 millones de personas, lo que equivaldría al 5% de la población mundial.
En 1918, era igualmente probable que uno de tus hijos soldados muriera a causa de la gripe que a causa de una bala enemiga; la mitad de los soldados estadounidenses murieron a causa de la enfermedad.
Una vez que el virus empezó a propagarse en Europa y a infectar y a matar gente en varios países, la prensa española lo describió en detalle… porque el rey de España enfermó y porque España no participaba en la guerra, por lo que no se censuraban las noticias a diferencia de lo que ocurría con los diarios de Francia, Gran Bretaña y Alemania, que suprimían cualquier cosa que pudiera afectar la moral de la guerra o insinuar vulnerabilidad. Así fue como España, en premio a la paz, quedó ligada para siempre con la pandemia más letal de todos los tiempos.
La influenza es una enfermedad estacional. Cada año surge un virus de influenza que usualmente se origina en algún lugar de Asia y se mueve por todo el mundo; causa fiebre y escalofríos, dolor muscular y de cabeza, tos y flujo nasal y cierta cantidad de muertes. Por eso es necesario que te vacunes cada año en el otoño. La vacuna ya está disponible y deberías asegurarte de que te la apliquen, especialmente en el caso de tus hijos porque el virus de la gripe es particularmente mutable y cada año presenta una combinación genética ligeramente diferente. La vacuna tiene que estar preparada a la medida para protegerte.
La mayoría de los años hay una cepa de influenza particularmente letal para la gente muy joven y para los muy ancianos. En mi clínica de pediatría vacunamos a todos los niños de seis meses en adelante, pero nos empeñamos especialmente en asegurarnos de que los niños que tienen enfermedades como asma o enfermedades cardíacas congénitas reciban la vacuna contra la gripe cada año.
El virus de la gripe de 1918 fue diferente. Era letal para los adultos jóvenes. A los ancianos, quienes a menudo son las víctimas en la temporada de gripe, les fue relativamente bien, tal vez porque habían sobrevivido a una cepa parecida hacía 30 años y por lo tanto tenían cierta inmunidad. Sin embargo, la gente de entre 20 y treinta y tantos años, gente sana, enfermaba en cantidades récord… y muchos no lograron recuperarse.
Esa misma gripe de 1918 fue particularmente infecciosa, así que un elevado porcentaje de los que enfermaban moría. Murieron porque sus pulmones se llenaron de fluido. Se decía que se ahogaban dentro de sus propios pulmones inservibles. Hay relatos sobre lo rápido que esta influenza mataba; la gente enfermaba y moría en 12 horas.
Sin embargo, la gripe española se parecía más a una fiebre hemorrágica, es decir, la gente moría porque la infección afectaba su capacidad de coagulación (dejar de sangrar), así que la gente tosía sangre o sangraba por la nariz o por los ojos. Los pies de algunas de las víctimas se ennegrecían a causa de las hemorragias internas.
En otras palabras, el virus de 1918 se comportaba un poco como el virus del Ébola, un virus que actualmente ha acaparado las noticias. Esta gripe arrasó en las aulas, las escuelas, los teatros… y las ciudades. En Filadelfia, en octubre de 1918, cada cama de hospital estaba ocupada y cientos de personas morían a diario. Los ataúdes se agotaron en la ciudad.
“El aspecto más aterrador de la epidemia era que los cadáveres se acumulaban”, escribió John Barry en su libro The Great Influenza (la gran influenza). “Los enterradores estaban enfermos y abrumados. No tenían en dónde poner los cadáveres. Los que cavaban las tumbas estaban enfermos o se negaban a enterrar a las víctimas de la influenza”.
Se intentó toda clase de medidas de salud pública y cuarentenas mientras la epidemia cobraba fuerza. Las campañas promovían el uso de máscaras y combatían con leyes y multas la costumbre de escupir en lugares públicos. La ciudad de St. Louis, en Missouri, cerró sus escuelas, teatros, salones de billar, iglesias y bares, en una estrategia de “distanciamiento social”.
La ciudad de Nueva York exigió a los negocios que escalonaran sus horarios para que la gente no estuviera toda en el mismo lugar durante la hora pico. Cuando cerraron las escuelas en Boston, reclutaron a las maestras como enfermeras.
En algunas ciudades se intentó no permitir la entrada del virus: Barry cuenta que en Gunnison, Colorado, se bloquearon todos los caminos y se advirtió a todos los pasajeros del tren que si bajaban en la estación de la ciudad los arrestarían.
Las ciudades también construyeron su infraestructura de salud pública: se abrieron clínicas de emergencias y se fortalecieron las redes de información con las que se rastreaban las enfermedades infecciosas. De hecho, se considera que la influenza de 1918 fue el sangriento inicio del triunfo de la medicina moderna, la salud pública y la microbiología.
Pero ni todo eso ni el desarrollo de la vacuna fue lo que nos salvó. Nos salvamos porque, como cada año, la epidemia cedió. Tal vez esa cepa intensamente infecciosa del virus se reemplazó, con el tiempo, con una menos infecciosa. La historia de la influenza anual se volvió formalmente una historia de salud pública: se identificó la cepa del virus, se fabricó la vacuna y ¡a toda velocidad, a vacunarse contra la gripe!
En 1918 llegó un virus inusualmente devastador entre los jóvenes y la gente sana a un mundo que, paradójicamente, había reclutado a sus ciudadanos jóvenes y sanos con fines militares. Así, la epidemia moldeó a la Primera Guerra Mundial y afectó a la guerra. Fue muy sabido que el entonces presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, enfermó de influenza mientras estaba en la Conferencia de Paz de París y se perdió varios días de las negociaciones que desembocaron en el Tratado de Versalles.
Toda epidemia es producto de la microbiología y la sociedad: vemos el ébola y nos preocupa que la epidemia se propague por medio de los viajes aéreos masivos en un mundo interconectado y que sobrepase a nuestras precauciones médicas modernas.
Sin embargo, las importantes lecciones médicas que dejó la epidemia de 1918 probablemente no sean específicamente sobre el virus, sino que versen sobre el análisis detallado de cualquier enfermedad contagiosa y sobre la valoración cuidadosa del riesgo verdadero y del beneficio verdadero. ¿Cómo se transmite el virus, cuándo tiene sentido distanciarse socialmente, implementar cuarentenas, cerras las escuelas, los salones de billar y las iglesias?
Contamos con conocimientos microbiológicos que la gente no tenía en 1918; tenemos fármacos antivirales y equipo protector personal desechable para que los usen todos los que trabajan con pacientes de riesgo. Eso debería provocar que seamos al mismo tiempo temerosos porque en efecto, el mundo como lo conocemos podría terminar a causa de algún nuevo y aterrador agente infeccioso, y más confiados porque en efecto, vivimos en un mundo de microbios. Ellos viven sobre nosotros y dentro de nosotros y a veces viajamos juntos hacia la oscuridad.
Nada acabará con la amenaza de un nuevo microbio virulento. Pero hemos aprendido mucho sobre cómo construir instituciones que nos ayuden a protegernos y a nuestros seres queridos, sobre la salud pública y sobre el sentido común.
En otras palabras, dejen de preocuparse por el ébola, piensen en 1918, lávense las manos y vayan a vacunarse contra la gripe.