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Por Carrie McGee

Nota del editor: Carrie McGee es una madre de tres. Ella se graduó en la Universidad de Cornell con una licenciatura en psicología y una maestría en administración de servicios de salud. Dejó su carrera como ejecutiva de un hospital en 1996 cuando le dijeron que su primogénito, Alex, tenía el síndrome de Williams. Ocho años después, Carrie fundó Whole Children junto a otros padres. La organización sin ánimo de lucro proporciona apoyo y programas para niños con discapacidades. Las opiniones expresadas en este artículo están basadas únicamente en la autora.

Hadley, Massachusetts (CNN) — Cuando mi hijo nació, escogí el nombre de Alexander porque el libro de nombres de bebés decía que significaba “Líder de hombres” y yo estaba segura de que él estaba destinado a la grandeza. Así es como me lo imaginaba: él sería muy inteligente, ganaría premios, iría a una universidad prestigiosa y tal vez incluso sería famoso.

A los cinco meses de edad, él todavía lloraba constantemente, no podía comer o dormir y realmente no se estaba desarrollando. Y le detectaron una enfermedad cardíaca. Su pediatra nos sugirió que lo llevaramos a consulta con un especialista en genética. Podría ser el síndrome de Williams, dijo.

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No sabía lo suficiente como para asustarme, hasta que fui a la biblioteca del hospital donde trabajaba y busqué la definición. De las 25 cosas que podían acompañar al síndrome de Williams, ver las palabras “retraso mental” me destrozó al máximo.

Me imaginé a alguien en un pequeño bus escolar que se mecía de atrás hacia adelante en su asiento y veía el mundo a través de la ventana pero no podía ser parte de él.

No. Ese no sería nuestro destino. Íbamos a vencer el síndrome de Williams, solo nosotros dos si era necesario.

Renuncié a mi empleo y llevaba a Alex a terapia dos veces al día. Su hermanastro mayor, Kush, y yo trabajábamos con él en casa mientras no estaba en terapia.

En el transcurso de los años, Alex avanzó, pero ¿cuál fue el costo? Me convertí en una persona aislada y deprimida. Los otros padres en nuestro vecindario hacían amigos mientras sus hijos jugaban juntos en el parque, pero Alex no podía caminar o trepar sin ayuda. Yo no tenía la intención de dejarlo sentado solo en área de la viruta. Teníamos trabajo por hacer.

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Cada evaluación revelaba más deficiencias. En cada ocasión, yo preguntaba qué podía hacer por mi hijo. Los profesionales me daban palmaditas en la cabeza y me decían que aceptara sus limitaciones.

Yo soñaba con un lugar para Alex y para mí donde hubiera risa y felicidad, donde otros padres que compartieran experiencias similares pudieran reunirse. No quería elegir entre tener amigos y ayudar a mi hijo. Yo necesitaba ambas cosas.

Para cuando Alex cumplió los 4 años, yo era una madre soltera. Con mis tres hijos, me mudé de Filadelfia a Amherst, Massachusetts, donde las escuelas incluían a niños con necesidades especiales en sus clases regulares.

Uno a uno, conocí a padres que eran como yo. Uno de esos padres se convertiría en mi futuro esposo.

Nos dimos cuenta de que aunque nuestros hijos técnicamente eran parte de la escuela, no era una verdadera inclusión. Los tomaban en cuenta, pero no tenían las habilidades para participar. A menudo se hacían a un lado y veían lo que sucedía porque no podían mantenerse al tanto o no entendían las reglas.

Yo compartí mi sueño con mis amigos, y juntos nos embarcamos en un viaje para crear un lugar acogedor donde nuestros hijos pudieran ser comprendidos y celebrados. En 2004 inauguramos Whole Children, una organización sin ánimo de lucro donde los niños, adolescentes y adultos con discapacidades pueden aprender valiosas habilidades para ayudarlos a participar por completo en el mundo que los rodea. En lugar de asumir que todos los individuos que nos visitan pueden seguir instrucciones complejas, los apoyamos por quienes son y les enseñamos las habilidades que necesitan para que los incluyan de manera significativa en sus escuelas y comunidades.

El primer año, tuvimos ocho clases y atendimos a 26 familias. Diez años después, tenemos unas 75 clases al año y hemos crecido hasta una comunidad de 800 familias. Nos reímos… mucho. Nuestros chicos nos han enseñado a no tenerle miedo a los errores, así que nos hemos vuelto intrépidos en nuestra voluntad de hacer el intento.

Fallamos con frecuencia, y este es el secreto de nuestro éxito. Entendemos y estamos ayudando a que nuestras comunidades entiendan el grado en el que estos niños únicos e increíbles crecerán y enriquecerán a nuestra comunidad.

No nos debilita hacer el esfuerzo de entender e incluir a aquellos que son diferentes. Nos fortalece a todos.

Alex ahora tiene 18 años. Efectivamente se va en un bus más pequeño a la escuela y se mece. No vencimos al síndrome de Williams porque todavía lo tiene, pero en algún punto, esa meta se volvió irrelevante.

Alex es Alex. Él es un músico talentoso que aspira a convertirse en D.J. Es parte del musical de su escuela secundaria, ha protagonizado obras con las producciones teatrales de Whole Children (todos los que aspiran a un papel protagónico lo obtienen) y estudia voz a través de un programa en la Universidad de Massachusetts.

Recientemente le dio una charla a un grupo de delegados de Azerbaiyán que vinieron a Estados Unidos a aprender formas de mejorar sus servicios educativos para las personas con discapacidades. Dejó tal impresión en ellos que cuando viajé a Azerbaiyán con un grupo de profesionales para apoyar su trabajo, un delegado dijo: “Alex es conocido en todas partes de Azerbaiyán”.

Así que en cierta forma, él sí se ha hecho famoso.