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Noticias de EE.UU.

Ganar las calles y perder las instituciones

Por Jorge Gómez Barata

(CNN Español) -- La democracia garantiza la legitimidad de las instituciones de poder, aunque no puede asegurar su eficiencia. No se trata de defectos o limitaciones de la legalidad, sino de fenómenos ligados a los avances de la civilización, a la condición humana, la cultura política, y la madurez de las sociedades. A diferencia de las dictaduras, la democracia es perfectible.

El más común y decisivo de los problemas políticos en América Latina es la debilidad de las instituciones civiles, que a lo largo de doscientos años han sido desconocidas y vapuleadas por las oligarquías que entronizaron los golpes de estado, las izquierdas que abusan de las rebeliones y de las acciones de calle, y las potencias prestas a intervenir para poner o quitar gobiernos, y sofocar disturbios.

Ninguna fuerza política latinoamericana, salvo alguna que otra excepción, ha sido verdaderamente consecuente en la defensa de la democracia, en los esfuerzos por fortalecer las instituciones, ni las ha respetado escrupulosamente. La actuación extra institucional da lugar al más funesto de los corolarios políticos conocidos: el uso de la violencia, la fuerza, y la represión para alcanzar el poder o conservarlo. Las corrientes, líderes, o proyectos políticos, que de algún modo contribuyen a la debilidad de las instituciones, a la larga son perjudicadas por ese fenómeno.

Aunque es difícil establecer si el caudillismo generó el raquitismo de las instituciones civiles en América Latina o fue a la inversa, lo cierto es que desde la constitución de las primeras repúblicas hasta hoy, los procederes irregulares figuran entre los recursos políticos más socorridos, asumiendo formas diversas pero siempre el mismo contenido, alcanzar o preservar el poder de modo ilegítimo.

Abundan ejemplos de jefes militares, líderes, o fuerzas políticas que en América Latina han llegado al poder por vía electoral, y han sido desplazados por golpes de Estado, pero es frecuente también que gobernantes de facto llamen a elecciones, se postulen, y de alguna manera asuman la legitimidad que antes traicionaron. No faltan casos en que los derrocados retornan al poder de la misma manera violenta como fueron desbancados.

En algún momento se inventó el autogolpe. En 1992, por ejemplo, Alberto Fujimori, presidente electo de Perú, disolvió el Congreso de la República y prescindió del legislativo, años atrás varios presidentes fueron derrocados u obligados a renunciar por acciones de calle, y más recientemente se habla de golpes de estado parlamentarios o judiciales.

Existen precedentes en los cuales los parlamentos o tribunales avalan alteraciones de los procedimientos institucionales, lo cual da lugar a paradojas en las cuales dichas instituciones conspiran contra ellas mismas.

En estos momentos en Venezuela y Brasil se despliegan eventos políticos en los cuales los desacuerdos institucionales, principalmente entre los parlamentos y los gobiernos, y en ocasiones los altos tribunales, tratan de ser saldados con manifestaciones, mítines, y otras acciones callejeras que no aportan soluciones, porque debido a su entidad, los asuntos en curso no pueden ser resueltos de ese modo.

La idea de que la movilización de sus partidarios, la ocupación de plazas y calles, las acampadas, toma de locales u otras acciones, presiona para cambiar resultados electorales, reforzar la autoridad del presidente, o influir en fallos judiciales, entraña la contradicción de pretender gobernar debilitando a las instituciones que garantizan la gobernabilidad y la estabilidad política.

La idea de “tomar las calles” suele ser un artificio propagandístico poco eficaz y, a la larga, cualquier demanda obtenida a cuenta de desautorizar las instituciones legítimas, es una victoria pírrica. En las sociedades avanzadas y estables, las acciones políticas al margen de las instituciones son recursos cada vez menos utilizados. En cualquier caso, abusar de ellas no suele ser una buena idea.