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Fidel Castro: entre el mito y la realidad
01:37 - Fuente: CNN

Nota del editor: Cristina García es la autora de siete novelas, entre ellas “Soñar en Cubano”, “Los Hermanos Agüero”, “The Lady Matador’s Hotel” y “El Rey de Cuba”. También editó “Cubanísimo: The Vintage Book of Contemporary Cuban Literature”. Las opiniones expresadas aquí son de su propia responsabilidad.

(CNN) – Trata de imaginar la excitación del pueblo cubano en 1959 cuando el joven y carismático barbudo de Fidel Castro y su banda de soldadescos rebeldes hicieron lo imposible: deshacerse del dictador Fulgencio Batista, marcando el inicio (como todo el mundo lo esperaba) de una nueva era en Cuba, una Cuba libre de corrupción, de violencia y del amiguismo que saturó su historia desde antes de las guerras de independencia.

Es imposible exagerar el entusiasmo y la esperanza que Castro engendró en esos primeros meses en el poder antes de que la realpolitik de la revolución llegara a surtir efecto. ¿Quién no querría soberanía, salud gratis o educación universal?

No obstante, algunos quienes fueron testigos de los juicios sumarios y ejecuciones de enemigos, reales y percibidos, vieron cómo se construía el muro sangriento (el notorio paredón de los pelotones de fusilamiento) y se fueron del país. A otros les tomó más tiempo enfocar el panorama más amplio de la revolución, pues estaba en una constante ebullición en la que se combatía a los destructores, a los disidentes internos y al coloso yankee del norte, inquieto por el hecho de que un régimen socialista haya surgido a cien millas de su costa.

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En el clímax de la Guerra Fría, todos los países, especialmente aquellos en vía de desarrollo, fueron obligados a escoger a una superpotencia como camisa de fuerza o a la otra. Como resultado, Castro figuró de forma prominente en dos vertientes de esta era: el humillante fiasco de Bahía de Cochinos, seguido 17 meses después por el casi cataclismo de la Crisis de los Misiles.

Y aunque El Comandante quería jugar con los ‘Chicos Grandes’ (de hecho él quería ser el más grande y malo de ellos), su categoría fue rebajada cuando llegó el enfrentamiento. Kennedy y Kruschev decidirían el destino del mundo sin él.

Este golpe al ego de Castro fue redireccionado hacia una lucha sin cuartel por encontrar otras vías a nivel internacional (en Sudamérica, Asia y África) para desarrollar el papel que Castro concibió para sí mismo y su revolución.

En esos tiempos, cada año de la revolución era nombrado por una causa: El Año de la Solidaridad (1966), El Año de la Guerrilla Heroica (1968), El Año de los 10 Millones (1970), con su firme propósito de alcanzar una poco realista meta de una cosecha de caña de azúcar que por poco llevó a la bancarrota al país. Y, a pesar de sus errores, El Comandante encontró aún vías para inspirar a sus seguidores a nivel nacional e internacional, seguidores que dedicaron sus vidas a la visión idealista de la revolución de justicia e igualdad para todos.

La verdad, infortunadamente, estaba muy lejos de esta utopía. En 1961, Castro lanzó el guante en un famoso discurso a los escritores e intelectuales de la isla: en el marco de la revolución, todo. Contra la revolución, nada. Esto significaba que el disenso de cualquier naturaleza (artística, política o de otra clase), era castigado, lo que resultó en una siempre creciente intolerancia (pienso en los campos de internamiento para homosexuales y otros así llamados anormales sociales en los sesenta) contra todo lo que significara o fuera percibido como desviado de la línea del partido.

¿Cuál era la línea del partido? Cualquiera que El Comandante decidiera que fuera (por conveniencia, oportunidad o las crecientes y barrocas racionalizaciones egoístas para mantenerse en el poder. ¿Puede una revolución que ha durado más de medio siglo en el poder seguirse llamando revolución?

¿Realmente Castro creyó que él era el único capacitado para gobernar el país entre más de casi once millones de personas educadas y alguna vez laboriosas? (a pesar de que su hermano Raúl tomó el timón en el 2008, todo el mundo sabía que que Fidel movía los hilos tras bambalinas). Por años, Castro culpó al embargo estadounidense (una política sin sentido como ninguna) de los problemas de la economía cubana, sin aceptar nunca la responsabilidad por las decisiones erráticas y mal concebidas que han llevado al país al fracaso.

Esto se evidenció dolorosamente tras la caída del Muro de Berlín en 1989, lo que presagió el colapso de la Unión Soviética y el drástico agotamiento de los enormes subsidios de la revolución. El resultado fue un terrible periodo (eufemísticamente llamado Periodo Especial), en el que muchos cubanos sufrieron literalmente de hambre. En una desesperada apuesta por conseguir moneda extranjera, Castro le abrió las puertas al turismo y a sus problemas adyacentes, entre ellos las evidentes disparidades socioeconómicas que trajeron consigo una rampante prostitución, la competencia por el mercado negro y más corrupción.

Unos pocos años atrás, cuando regresé a Cuba tras una larga ausencia, oí muchas veces la frase “cerraron la bolsa”, que significaba que el gobierno había entrado en bancarrota (no sólo en materia financiera sino también moralmente y espiritualmente). El faro que alguna vez fue la Revolución cubana para el mundo, hoy no es nada más que una mugrienta luz nocturna, con el pueblo cubano que detesta al mismo Fidel (alguna vez una vaca sagrada) y a su interminable gerontocracia.

“Los viejos no nos dejan vivir”. Este es un aún muy popular refrán que se escucha en la isla. Sólo puedo esperar que con la muerte de El Comandante el pueblo cubano a ambos lados del Estrecho de Florida (y más allá) pueda finalmente vivir plenamente y libre en búsqueda de sus sueños, y empezar a sanar de su errado y costoso experimento.