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¿Se eliminará iniciativa contra el cambio climático en EE.UU.?
05:18 - Fuente: CNN

Nota del editor: John D. Sutter es columnista de CNN Opinión y se enfoca en cambio climático y justicia social.

Shishmaref, Alaska (CNN) – Hay un cementerio en el corazón de este pueblo del Ártico, con cruces blancas que se mezclan en un fondo de nieve. En el cementerio están dos hombres por los cuales vine a Alaska. Voy a escribir sobre ellos. Se llaman Esau y Norman.

Sus cuerpos están enterrados en el cementerio. Estoy seguro de eso. Vi los obituarios.

Pero ninguno de los dos está muerto.

Nadie muere en Shishmaref, me dicen. No realmente.

Son casi las 9 de la mañana. El cielo está congelado en una penumbra. El sol no saldrá en muchas horas. Un anciano me recibe en una casa vecina al cementerio y me invita a pasar a una sala que huele a pan agrio y a café. En los estantes, arriba de un televisor inmenso, hay docenas de figuritas talladas en marfil de morsa, una tradición en este pueblo inuit de 560 habitantes. Marfil de morsa, tallado en la forma de una morsa, como si el animal hubiera reencarnado.

Hasta las morsas tienen una segunda vida aquí, parece.

El hombre me pide que me siente y me ofrece café. He venido a preguntarle por Esau.

Sí, uno de los hombres en el cementerio.

Pero también un joven de 19 años que nació con el mismo nombre, que se viste con una sudadera gastada y tiene un bigote poco poblado. Ese que está tratando de imaginar un futuro distinto para este pueblo. Un futuro lejos de esta isla.

La casa azul

Shelton y Clara Kokeok viven en una casa azul, en el límite de la costa, que también es el límite de la Tierra.

Todo el mundo sabe que Shishmaref no va a durar mucho.

Los residentes de esta isla de barrera, localizada justo al sur del círculo ártico, a unos 965 kilómetros de Anchorage y a solo 160 kilómetros de Rusia, lo han dicho por años.

Para entenderlo, hay que visitar una diminuta casa azul, en el límite de la isla. Es el límite de la Tierra, realmente. Y también es la casa donde creció Norman.

Norman, el segundo hombre en el cementerio.

Adentro, una anciana se sienta en una silla de ruedas y un anciano observa el mar de Chukchi desde la ventana de la cocina. Shelton Kokeok tiene 72 años. Es el padre de Norman. Hoy, está concentrado en el océano. Tiene el ceño fruncido. Lo mira con inquietud.

Shelton, que alguna vez fue un hombre festivo y a veces todavía sonríe, estará nervioso hasta que el agua se haya congelado. Hoy, mediados de diciembre, la textura es como de granizo.

“Todavía no está sólido”, me dice, desesperado. “Es hielo joven, fresco”.

No son preocupaciones de un hombre viejo. El hielo está desapareciendo.

Y luego está lo que le sucedió a su hijo, Norman.

Primero, el hielo.

Aquí, y a lo largo de todo el Ártico, el hielo marino se está formando cada vez más tarde y se está derritiendo cada vez más temprano.

Ese hielo protege a la costa de Shishmaref de la erosión. Sin el hielo, fuertes tormentas podrían arrojar pedazos de tierra al mar, lo que encogería y desestabilizaría a la isla. Basta mirar dónde estaba la costa en el 2004… y dónde se espera que esté en el 2053.

Sin el hielo, grandes tormentas podrían arrojar pedazos de tierra al mar, lo que encogería y desestabilizaría a la isla. Basta mirar dónde estaba la costa en el 2004... y dónde se espera que esté en el 2053.

La casa azul de Shelton está justo en el borde de la costa que retrocede. Le preocupa que el mar pueda tragársela. Eso le pasó a uno de sus vecinos.

A medida que la tierra se calienta, en buena medida gracias a las 1.200 toneladas métricas de dióxido de carbono que los humanos estamos bombeando a la atmósfera cada segundo, el hielo está desapareciendo. El planeta se ha calentado cerca de un grado centígrado desde la Revolución Industrial, cuando los humanos comenzaron a quemar combustibles fósiles para obtener calor y electricidad, creando un manto de gases que atrapan el calor en la atmósfera.

Pero los científicos dicen que el Ártico, en el extremo norte, se está calentando dos veces más rápido que el resto de la Tierra.

“Extraño ese clima frío”, dice Hazel Fernández. Me encuentro con ella en un salón comunitario. Preferiría estar pescando en el hielo, pero dice que todavía está muy delgado. “Es muy extraño. Está demasiado caliente”.

Afuera, los termómetros muestran temperaturas sobre 25 grados Fahrenheit, unos -4 grados centígrados. Es insólitamente caliente para diciembre, me dice todo el mundo. Visto dos abrigos y tengo pantalones de esquí. Los habitantes de Shishmaref se divierten al verme. No hace frío, me dicen. Sus sombreros de piel de foca y sus guantes, sus parkas con capuchas completamente forradas de piel… todo eso lo han dejado en casa.

Fernández, de un poco más de 60 años, recuerda con cariño temperaturas de -30 y -40 grados Fahrenheit, casi lo mismo en grados centígrados. Pero la temperatura promedio ha aumentado más de 2 grados centígrados (3,6 grados Fahrenheit) en la región del Ártico entre 1960 y el 2011, según el Centro Nacional de Datos de Nieve y Hielo de Estados Unidos. El hielo del océano Ártico, que se mide desde 1979, tuvo su récord mensual más bajo en enero pasado. Se está reduciendo a un ritmo de 13,3% por década.

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El consenso científico es que la contaminación humana es la causante de esos cambios.

Pero a Shelton no le preocupan la ciencia o los gráficos. Tampoco le preocupa su casa azul, encaramada precariamente en la orilla de la costa.

Es su hijo, Norman.

Es ese día: 2 de junio del 2007. El día en que Norman se cayó en el hielo y murió.

Esau

Como la mayoría de la gente aquí, Esau nunca murió realmente.

¿Cómo era Esau?, le pregunto al anciano cuya casa está al lado de las cruces blancas y del cementerio, en el centro de este pueblo de casas de madera y edificios de metal, un lugar donde el paisaje de invierno es una infinidad de blanco, donde no hay suministro de agua y tampoco servicio de alcantarillado, donde una ducha cuesta 3,50 dólares con tarifa de vacaciones. La mayoría de sus habitantes viven de la tierra, de cazar focas, morsas y perdices y de pescar, como hacían sus ancestros.

El anciano me responde en tono liviano y paciente. Esau Weyiouanna era una especie de renegado en Shishmaref, me dice. Era un individuo en un lugar que se enorgullece de ser una comunidad, un tipo terco, sin pelos en la lengua, en un pueblo donde muchos prefieren mimetizarse en el entorno.

Hace décadas, la iglesia cristiana decidió prohibir algunas de las tradiciones inuit, que habían pasado de generación en generación durante siglos. Prohibieron bailar, por ejemplo. Los niños de Shishmaref ya no pueden reunirse alrededor de sus tambores para mover sus cuerpos como sus padres, abuelos y bisabuelos siempre lo hicieron.

Esau fue un tipo extraño que pudo ver los dos lados de esa batalla, que mezclaba palabras modernas con palabras antiguas. Trabajó en la junta de la iglesia, me dice el anciano. Pero también amaba las tradiciones inuit y, sobre todo, el baile. Así que tomó una posición. Esau bailaba enérgicamente y en público, para recordarle a la comunidad el valor de la cultura.

Hoy, según el anciano, los niños aprenden esa danza en la escuela local. Esa puerta al pasado sigue abierta gracias a Esau.

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Décadas después, cerca del momento de su muerte, Esau trató de asegurarse de que su legado continuara. Se acercó a una mujer embarazada y le tocó la barriga. ¿Cómo voy ahí adentro?, le preguntó.

Era un pregunta sorprendente, pero aquí, en un mundo de hielo, donde realmente nadie muere, o no por mucho tiempo, el significado fue claro para la madre. Ella supo que el cuerpo de Esau pronto estaría en el cementerio y que reencarnaría en el niño que todavía crecía en su interior.

Esau Weyiouanna fue declarado muerto el 29 de octubre de 1997. El 16 de noviembre, la mujer dio a luz un niño. La familia, siguiendo la tradición, lo llamó Esau. Esau Sinnok. Un renegado, un hombre que había renacido.

Norman

Los ancianos dicen que el hielo debía ser seguro ese día del 2007. Norman estaba en un viaje de caza y regresaba al pueblo esa mañana del final de la primavera, temporada en la que es posible cazar de noche.

Shelton y Clara Kokeok, con la foto de su hijo Norman, que murió por caer en el hielo.

Los habitantes más viejos del pueblo y miembros de su familia me cuentan que cruzaba una parte angosta de la laguna que separa a Shishmaref y su isla de barrera de Alaska continental. Puede parecer raro que manejara una moto de nieve para atravesar el agua cubierta de hielo en junio. Pero los ancianos me explican que el hielo debería haberse congelado sólidamente en ese momento del año, que no había ninguna señal de que Norman pudiera estar en en peligro.

Ahora, todos confían menos.

Muchos no han vuelto a cazar en el hielo desde entonces.

La muerte de Norman fue especialmente dura para su padre, Shelton, quien mantiene una foto del hombre, rapado y con bigote, en su mesa de centro. Norman enseñó a cazar focas y a seguir tradiciones inuits que los habitantes habían tenido durante siglos, si no más tiempo. Pero desde que nació tenía un aire de tragedia, aunque nadie en su familia se atreviera a decirlo en voz alta.

Era su nombre: Norman.

Norman fue bautizado con el nombre del hermano de Shelton, que murió en un accidente de avión. La tragedia unió a Shelton y a Clara, que estaba casada con su hermano.

‘Como un alma vieja’

El niño siempre pareció tener conocimientos de otra vida. De bebé, Esau Sinnok balbuceaba frases en inupiag, el idioma local, aunque nadie se lo hubiera enseñado. Luego, siendo adolescente, viajaba con su madre biológica por un terreno desierto que rodea a Shishmaref. “Aquí era donde solía acampar”, le dijo a su madre. Ese era el lugar en el que su homónimo, Esau Weyiouanna, solía quedarse.

Era como si el renegado mayor hablara a través del joven. Como si el viento llevara su voz de generación en generación. Así lo creen los habitantes del pueblo. Para muchos, Esau es su homónimo, que volvió de la tumba y ahora camina en medio de ellos. Esau heredó, incluso, su posición respetable.

“Es como un alma vieja”, dice su madre adoptiva, Bessi Sinnok. “No tiene pelos en la lengua, como su homónimo”. Bessi Sinnok me explica que el pueblo le ocultó la historia a Esau, siendo niño, porque ella quería que él mismo formara su propia identidad.

Pero luego vio que la personalidad del otro Esau parecía emerger del niño. Y dos eventos motivaron ese cambio.

Uno fue una tormenta en el 2006. Esau recuerda cómo las olas golpeaban el techo de la casa de sus abuelos. La pequeña casa azul, al final de la tierra, alguna vez pareció que estaría allí por siempre. Pero después de la tormenta, me cuenta Esau, pensaron que colapsaría.

El otro suceso fue la muerte de su tío, Norman, el hombre que se cayó en el hielo. Esau tenía 9 años. “Duele, realmente”, dice. Ahora tiene 19 años y estudia en la universidad. “Me hizo llorar y preguntarme por qué se fue tan pronto. No hay un día en que no piense en él. Siempre está en mi mente. Siempre está en mi corazón”.

Esau Sinnok, de 19 años, es sobrino de Norman, el hombre que murió por caer en el hielo. Lidera la lucha para que Shishmaref, su pueblo, se traslade pronto. En la foto con su tía y madre adoptiva, Bessi Sinnok.

‘El cambio climático está sucediendo muy rápido’

Pocos años después de la muerte de Norman, Esau se fue vivir a la casa azul de Shelton y Clara Kokeok, en el límite de la Tierra. Quería ayudar a sus abuelos con tareas que hubiera realizado su tío, que incluían sacar hielo del lago para tener agua que beber, lavar la ropa y vaciar la basura del baño.

Shelton recuerda haberle dicho a su nieto lo mucho que había cambiado el pueblo a lo largo de los años, cómo el clima ya no era tan frío como antes, cómo ahora las tormentas parecían más fuertes, cómo habían desaparecido muchas cosas, incluyendo la casa de su vecino. Y cómo tal vez ellos serían los próximos.

“Cuando construí esta casa, todavía había más tierra allí afuera”, dice Shelton. “Ahora estamos justo en la orilla de la playa. El cambio climático está sucediendo realmente rápido”.

Pero nada de eso tuvo sentido para Esau, sino hasta que llegó al último año de bachillerato, cuando tomó la clase de ciencias de Ken Stenek.

Stenek, un hombre afable y sonriente, les habló a los estudiantes sobre el efecto invernadero y les dijo cómo la contaminación, producida sobre todo por combustibles fósiles, cuelga arriba en la atmósfera y crea una especie de manto que calienta el planeta. Vieron “An Inconvenient Truth”, el famoso documental del exvicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, y el gráfico del “palo de hockey”. Ese gráfico que hoy es famoso muestra que los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera nunca habían sido tan altos en cientos de miles de años.

Esau aprendió que un consenso de científicos del clima -al menos el 97%- concuerda en que los humanos están causando un rápido calentamiento de la Tierra y que siguen contaminando a una velocidad catastrófica, contribuyendo a la extinción masiva de fauna y flora, produciendo sequías intensas y letales olas de calor, entre otras cosas.

También hablaron de las consecuencias para Shishmaref. ¿La “erosión” de la que todos en el pueblo están hablando?

Eso tiene que ver con el derretimiento del hielo marino, la descongelación de los hielos perennes, la frecuencia de las tormentas perjudiciales. En resumen: al quemar combustibles fósiles, la gente está ayudando a destruir su pueblo.

Si le hubieran preguntado un año antes qué quería hacer con su vida profesional, Esau seguramente hubiera dicho que sería ingeniero de petróleos, como su hermano. Ganaría buen dinero, sin ser consciente de que extraer y quemar combustibles fósiles como el petróleo contribuiría a agrandar el problema.

Ahora, aprende ciencia. Piensa en la casa de su abuelo. En la muerte de su tío. Cree que el cambio climático ha dejado su impronta.

Amenazas ‘inminentes’

Su educación lo llevó a París. Gracias a la clase de ciencias de Ken Stenek, conoció a investigadores que estudian el cambio climático y sus consecuencias. Y por esas conexiones se convirtió en Embajador Joven del Ártico, figura que hace parte de un programa de dos agencias federales y de la ONG Alaska Geographic.

Supo que Shishmaref no es el único pueblo en esa situación. Otros 31 pueblos de Alaska enfrentan amenazas “inminentes” por la erosión y otros problemas relacionados con el cambio climático, según un informe de la Oficina de Responsabilidad del Gobierno. Doce pueblos más están explorando opciones para trasladarse a otra parte, por el calentamiento.

Esau hoy se pregunta si Shishmaref podrá sobrevivir al derretimiento del Ártico. Si está cerca del final o más bien de un nuevo comienzo.

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La Casa Blanca nombró a Esau como Campeón para la Igualdad Climática. Viajó a Washington. Luego, con ayuda de la ONG ambientalista Sierra Group, viajó a las negociaciones internacionales sobre cambio climático en París, en diciembre del 2015, en las que los líderes mundiales acordaron, tras décadas de fracaso en la materia, que trabajarían de manera conjunta para ponerle fin a la era de los combustibles fósiles.

El objetivo es limitar a no más de 2 grados centígrados el aumento de la temperatura global. Básicamente, eso significa eliminar los combustibles fósiles este siglo.

En París, la esperanza estaba en el aire. La esperanza en un futuro mejor. Pero Esau llegó a esa ciudad aterrorizado. Era tan diferente a Shishmaref. Sintió miedo de París, se sintió claustrofóbico. Todo era abrumador. Pero en medio del caos, tenía algo por aprender. Alguien a quien conocer.

‘Antes de que se erosione por completo’

Rae Bainteiti viene de Kiribati, una isla que no podría ser más diferente geográficamente a Shishmaref. El sol y la arena versus el hielo y la nieve. Están a miles de kilómetros de distancia, separadas por el inmenso océano Pacífico. Shishmaref está cerca del círculo ártico y Kiribati cerca de la línea del ecuador. Pero cuando se juntaron en París, Rae y Esau hablaron de una amenaza común.

Ambos podrían tener que trasladarse a otro lugar por el cambio climático.

“La siguiente generación será la última que pueda estar en la isla de Shishmaref antes de que se erosione por completo”, le dijo Esau a Rae en un encuentro que tuvieron en París, y que está en YouTube. 

“Es muy triste saber que tendrás que trasladarte y migrar”, dijo Esau.

“Tu país debe detener el derretimiento para que no siga creciendo el nivel de las aguas”, le replicó Rae.

Los dos rieron por la ironía de la situación: a medida que el hielo del Ártico se derrite y los océanos se calientan, los niveles del mar aumentan en todo el mundo. Un gran número de lugares, desde islas del Pacífico como Kiribati hasta países de baja altitud como Bangladesh y ciudades como Nueva York y Shanghái se verán amenazadas por inundaciones costeras y, posiblemente, también con un traslado. Todo eso, mientras la gente sigue bombeando gases de efecto invernadero a la atmósfera.

Los expertos dicen que no hay programas –ni en Estados Unidos ni internacionalmente– diseñados específicamente para planificar y financiar traslados y reubicaciones debidas al clima. Solo unas pocas acciones han sido financiadas por proyectos de adaptación climática, dice Elizabeth Ferris, profesora investigadora del Instituto para el Estudio de la Migración Internacional de la Universidad de Georgetown.

“Los gobiernos son reacios a planear traslados de ese tipo porque todo el mundo quiere quedarse donde está”, me explica la experta. “Pero si no se planean bien, simplemente no funcionan. Dejan a mucha gente en una situación peor”.

“No existe una ley federal o estatal, ni una institución en Estados Unidos, con un mandato que diga cómo vamos a manejar esos traslados internamente”, dice Alice Thomas, gerente del programa de desplazamiento climático de la ONU, Refugees International. “Será enormemente caro. Afectará a personas muy vulnerables. ¿Qué van a hacer todas esas personas?”.

En Shishmaref, todavía no hay una respuesta para esa pregunta.

Traslado

Agosto del 2016. Globalmente, fue el mes más caliente del año más caliente del que se tenga registro. En Shishmaref, la gente fue a las urnas para decidir si debían trasladarse por el calentamiento.

Ganó el sí, por un margen de 89 a 78, según las autoridades locales. Pero las elecciones del 16 de agosto no resolvieron el problema de Shishmaref. Estuvieron lejos de hacerlo.

Annie Weyiouanna, coordinadora local para el Pueblo Nativo de Shishmaref, me explica que la gente no tiene dinero para financiar el traslado. Y no es la primera vez que el pueblo vota para ser trasladado. Lo hicieron en el 2002. Pero nada cambió. Hoy, nadie está empacando.

Y Weyiouanna trata de no usar mucho la palabra “traslado”, porque le preocupa que les haga creer a las agencias de financiamiento en el Gobierno estatal y federal que el pueblo pronto se irá de donde está y que no necesita ayuda de ningún tipo, subvenciones o infraestructura.

En agosto del 2016, los habitantes de Shishmaref fueron a las urnas para decidir si debían trasladarse por el calentamiento. Ganó el sí, pero según las autoridades, el pueblo no tiene dinero para financiar el traslado.

Shishmaref ha identificado dos potenciales lugares para instaurar el nuevo pueblo. Los dos están tierra adentro, lo que significa que los cazadores y pescadores no podrían acceder al mar fácilmente. Algunos en la comunidad, sobre todo los mayores, creen que eso amenaza la identidad de la tribu inuit.

¿Lejos de la costa, seguirán siendo las mismas personas?

¿Por qué tienen que trasladarse ellos, cuando son otras personas las están produciendo el cambio climático?

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Esau también ha tenido que lidiar con esas preguntas. Sus abuelos, Shelton y Clara, la pareja que vive en la pequeña casa azul que está en el borde de la Tierra y perdió a su hijo por el hielo, no quieren irse. Quieren quedarse en su casa, en el lugar que conocen tan bien, a pesar de los riesgos.

“Respeto su decisión, pero creo que tenemos que trasladarnos para que las futuras generaciones puedan seguir con vida”.

Norman, 7 años

En mi último día en Shishmaref, Esau y yo visitamos a su viejo profesor de ciencias. Ken Stenek vive en una parte de la isla donde las casas son más nuevas. Algunos han sido trasladados de donde viven los abuelos de Esau, donde la erosión es más amenazante.

Estando allí, en su casa, no podía dejar de pensar en el cementerio. En los dos hombres enterrados allí: Esau y Norman. En dos jóvenes que llevan sus nombres y que ahora están en esta sala conmigo: Esau Sinnok y Norman Stenek, de solo 7 años.

Norman fue bautizado así por el tío de Esau, el hombre que cayó al hielo. Cuando lo visité, el niño parecía más interesado en su tableta que en una conversación con un reportero cualquiera, y no lo culpo. Pero siempre recordaré ese día. Me hace pensar qué será de su vida.

Su nombre, Norman, trae consigo un legado trágico. La muerte en un accidente de avión. La caída en el hielo. ¿Podrá este niño de 7 años vivir para ver cómo se hunde lo que queda de su pueblo?

Esau carga el peso de una tragedia en sus hombros. Habla fuerte. Llama la atención. Sorprendió a un pueblo en el que pocos piensan distinto. Está en contra de los combustibles fósiles y dice que el mundo debe buscar un futuro con energías 100% limpias y renovables. Puede que sea tarde para Shishmaref, dice, ¿pero qué pasa con las otras comunidades que están en situaciones similares? ¿Cuántas personas deberán abandonar su hogar por culpa de la contaminación?

“No culpo a una persona ni a un grupo de personas. Es culpa de todos nosotros”, me dice. “Ya no estamos en 1940. No podemos seguir usando combustibles fósiles para calentar nuestras casas y tener energía. Debemos hacer la transición a energías renovables”.

Pero, ¿cuánto peso puede cargar un joven de 19 años?

Todos nosotros debemos darnos cuenta del papel que jugamos en esta tragedia.

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La culpa por la desaparición de Shishmaref recae en los que siguen contaminando la atmósfera con carbono, aunque saben que calienta el planeta, derrite el hielo y hace que cada vez sea más difícil que pueblos como este sobrevivan. Recae en el Gobierno de Donald Trump, que ha reducido los fondos a las iniciativas contra el cambio climático, en lugar de planear una transición hacia fuentes de energía limpia, como la eólica y la solar. Recae en políticos que saben bien que los traslados causados por el clima son inminentes, pero no han hecho nada para adecuar planes o asegurarles financiación.

Shishmaref es parte de Estados Unidos, aunque pocas veces sea tratado como tal. Es un lugar donde la gente realmente nunca muere, donde el cementerio está lleno de personas como Norman y Esau, que siguen vivas tanto en su nombre como en sus historias.

La pregunta ahora es si las ciudades, como las personas, pueden reencarnar.

¿Puede renacer Shishmaref?

Tristemente, es una pregunta que este pueblo no podrá contestar solo.