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Venezuela

Este es el sello de las dictaduras del siglo XXI

Por Frida Ghitis

Nota del editor: Frida Ghitis es columnista de temas internacionales para The Miami Herald y World Politics Review. Es una exproductora y excorresponsal de CNN. Las opiniones expresadas en este artículo son de su propia responsabilidad.

(CNN) -- No hace mucho tiempo que la puesta en escena de un golpe de Estado significaba sacar tanques a las calles o lanzar una masiva revuelta popular para derrocar a un gobierno y reemplazarlo por otro. Pero eso es muy del siglo XX.

Lo que sucede ahora es mucho más gradual, pero no menos eficaz. La complacencia es costosa. Los movimientos tempranos exigen una respuesta firme.

Los dictadores modernos no derrocarán a otro gobierno. Lo que hacen es hacerse cargo del sistema de gobierno. Como hemos visto en los autócratas, desde Nicolás Maduro, en Venezuela, hasta Vladimir Putin, en Rusia; Recep Tayyip Erdogan, en Turquía; Daniel Ortega, en Nicaragua, y otros en diferentes etapas de este proceso, el secreto está en manipular las normas democráticas, usándolas hasta dejarlas como una delgada cáscara, un escudo cosmético que contiene sólo los restos destruidos de la democracia.

(Crédito: FEDERICO PARRA/AFP/Getty Images)

Sus historias ofrecen una antología de cuentos cautelosos llenos de información útil para las personas que quieren salvar a sus Estados de un destino similar.

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Los autócratas se mueven y comienzan lentamente a desmontar el sistema. En primer lugar, ganan una elección, luego comienzan a desacreditar a la oposición, manchando y socavando a la prensa libre, inventando "enemigos del pueblo" en casa para socavar las críticas de los críticos. Las amenazas extranjeras también son útiles, especialmente si los autócratas pueden afirmar que tienen aliados al acecho en la patria.

Acusar a la oposición o a los medios de comunicación de ser parte de una "élite" o de ser un "Estado profundo", le permite a un autócrata señalar a aquellos que denuncian los problemas como portadores de segundas intenciones. Esto impide que el público preste atención a sus argumentos y sus advertencias. Entonces, el autócrata y su equipo sistemáticamente desmantelan la independencia del poder judicial y, en última instancia, el estado de derecho.

En poco tiempo, el líder democráticamente o pseudo democráticamente elegido es indistinguible de un dictador. Cuando la mayoría de la gente se da cuenta de lo que ha sucedido, es demasiado tarde para echar para atrás. De hecho, para entonces, el líder, en pleno control de una narrativa falsa, también puede ser enormemente popular. Un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo se convierte en un aparato de protección del gobierno de un individuo o partido, más sus compinches.

Es decir, a menos que la gente note las señales de advertencia temprano y actúe para prevenirlo.

Mantener el apoyo popular no siempre es posible, especialmente cuando la mala gestión económica es tan desastrosa como lo que ha sufrido el pueblo venezolano. Bajo el gobierno del presidente Nicolás Maduro, la catástrofe económica ha alcanzado profundidades inimaginables. Es mucho peor que la Gran Depresión, amplificada por una criminalidad fuera de control. Sin embargo, Maduro, que fue ungido por el fallecido presidente Hugo Chávez, está haciendo lo que sea necesario para mantenerse a sí mismo y a su Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) en el poder.

La reciente elección de una Asamblea Constituyente, claramente fraudulenta, está destinada a perpetuar el control del partido. Los líderes de la oposición están en prisión, los medios de comunicación independientes han sido paralizados por una ley que prohíbe noticias de que "fomenten la ansiedad de los ciudadanos" o "que irrespete la autoridad".

Y el Tribunal Supremo, como prácticamente todas las demás instituciones, trabaja a instancias del presidente.

El proceso en Venezuela tiene sus propios rasgos locales, pero se parece mucho a lo que hemos visto en otros países donde los autócratas han surgido de un capullo democrático, sólo para aplastarlo.

Vladimir Putin, presidente de Rusia. (Crédito: NATALIA KOLESNIKOVA/AFP/Getty Images)

Consideremos a Rusia, donde el presidente Vladimir Putin ha mantenido el poder desde la víspera de Año Nuevo de 1999. Él asumió sistemáticamente todas las palancas del poder. Aquellos que se atrevieron a desafiarlo enfrentaron horribles destinos, desde el encarcelamiento en Siberia, como sufrió su crítico Mikhail Khodorkovsky, hasta muertes misteriosas, como la de la periodista Anna Politkovskaya, quien en 2006 fue asesinada en su apartamento en el cumpleaños de Putin tras informar sobre actos de corrupción.

Putin, como Erdogan y Chávez, se benefició de grandes mejoras en las condiciones económicas anteriores en su gobierno. Eso ayudó a consolidar un núcleo de seguidores leales.

El presidente de Turquía Recep Tayyip Erdogan. (Crédito: Stringer/Getty Images)

Pero los votantes rusos no querían ver su democracia robada. Cuando las fraudulentas elecciones parlamentarias de 2011 dieron el control del Parlamento al partido Rusia Unida, de Putin, se dieron las protestas más grandes desde la caída de la Unión Soviética. Tres meses después, Putin ganó su tercera elección presidencial.

Para entonces, Rusia estaba bien encaminada hacia la completa dominación por parte de Putin. Desde sus primeros días se movió a tomar el control de los medios de comunicación y el mensaje.

La televisión estatal, la principal fuente de noticias del 90% de la población, se convirtió en una fuente de propaganda del Gobierno. Los medios de comunicación independientes fueron desapareciendo gradualmente. La oposición ha sido en gran medida amordazada, el poder judicial ya no es independiente, y la verdadera democracia es un sueño que se desvanece.