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Mujer

La diferencia enriquecedora

Por Javier García-Manglano

Nota del editor: Javier García-Manglano es Investigador del Instituto Cultura y Sociedad. Universidad de Navarra

(CNN Español) -- "La razón más fuerte que tiene la mujer para hablar es que el mundo necesita escuchar su voz. Sería catastrófico para todos que quedara ahogado el grito de la mitad de la familia humana. La verdad tiene un lado femenino y otro masculino; estos se relacionan no como inferior y superior, no como peor y mejor, no como débil y fuerte, sino como complementos de un todo necesario y simétrico. Aunque vemos mujeres que razonan como el más frío de los hombres, y hombres que se conmueven ante el indefenso como la más tierna de las mujeres, prevalece el acuerdo de que existen rasgos más propiamente masculinos y otros femeninos. Ambos son necesarios".

La primera vez que leí estas palabras quedé desconcertado, molesto: cómodo con unas frases, receloso de otras. De acuerdo, la voz de la mujer debe sonar tan alto como la del hombre, pero ¿porque son diferentes? Inquieta pensar que la igualdad se construya desde la complementariedad; o que la maravillosa riqueza del ser humano se manifieste en rasgos masculinos y femeninos. Incomoda la propuesta de fundamentar la igualdad en la diferencia, sin negarla ni exagerarla.

La historia demuestra que la diferencia puede generar abusos. Nos da miedo que el pasado se repita y gritamos: ¡no más injusticias! Por eso, nos cuesta entender la palabra diferente como fuente de riqueza. Suena peligrosa, preludio de discriminación. Por miedo al pasado oscuro, eliminamos los grises: preferimos un mundo de blanco o negro, igual o diferente, conmigo o contra mí. Desaparece así el terreno común, el diálogo moderado, el argumento matizado. Cuando se trata de igualdad, todo gris es negro: no afirmarla radicalmente se considera traición. Por eso me inquietó la cita inicial; será obra (pensé) de un autor muy privilegiado, que nunca sufrió las terribles consecuencias de la discriminación injusta. Nada más lejos de la realidad.

Carolina del Norte, 1858. Una sociedad dividida por la cuestión racial, a punto de estallar en guerra fratricida. Una sociedad que subrayaba las diferencias con leyes y con sangre: en las que estadounidenses negros y mujeres tenían limitado el acceso a propiedad y educación. Ese año, en lo más bajo de ese mundo injusto, nació Anna Julia Cooper, esclava, hija ilegítima del "dueño" de su madre. En su vida experimentó, de modos difícilmente imaginables, la injusticia y la opresión. Mujer, negra y pobre: en términos de interseccionalidad, el nodo más oprimido de la matriz social. Ella escribió el texto que nos ocupa.

Pionera: accedió a un mundo reservado para los blancos (la educación) y dominó actividades reservadas para los hombres (las matemáticas y la escritura). Obtuvo un doctorado por La Sorbona y publicó Una Voz del Sur, llamando a la igualdad de derechos para las mujeres y los negros. Su argumento: el mundo necesita las aportaciones de todos, pues en la complementariedad de nuestras diferencias está nuestra riqueza, como seres humanos y como sociedad.

Sigo sorprendido por el descubrimiento de Cooper, representante de un feminismo que algunos llaman de la complementariedad. Hay algo en su modo de integrar la diferencia que me resulta atractivo: parece facilitar el diálogo, la comprensión mutua, la valoración de lo que cada uno (individualmente y en grupo) puede aportar al bien común. Nos inocula del miedo a fundamentar la igualdad (de derechos, de anhelos, de dignidad) en las diferencias, sin negarlas ni exagerarlas.

Buscar la humanidad común: ahí se encuentra el genio del feminismo originario. Habla de nuevo Cooper: "No se trata de enfrentar a la mujer inteligente contra la mujer ignorante; ni a la mujer blanca contra la negra(...); ni siquiera es la nuestra la causa de la mujer contra el hombre. No; la reivindicación más fuerte de la mujer es simplemente esta: que el mundo necesita escuchar su voz". ¿Por qué? Porque es suya. Porque es femenina. Porque diferente no es lo mismo que desigual.

Existió una generación capaz de mirar la diferencia sin miedo: sin negarla ni exagerarla. En equilibrio admirable, evitaron dos tipos de extremismo: el de quienes, por miedo a perder privilegios, condenan a cada mujer (y a cada hombre) a unos roles fijos, monolíticos; y el de quienes, por miedo a la injusticia, niegan y anulan la posibilidad de una aportación genuinamente femenina (o masculina) a la sociedad. Desde esa herencia, el Día Internacional de la Mujer puede constituir una celebración de lo femenino en sí mismo, evitando esa velada comparación con lo masculino que termina en la negación de ambos. Lejos de un igualitarismo empobrecedor, aspiremos a una igualdad en la que hombres y mujeres, cada hombre y cada mujer, puedan aportar a la sociedad su diferencia enriquecedora.