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Colombia

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Los asesinatos deben terminar

Por Victoria Tauli-Corpuz

Nota del editor: Victoria Tauli-Corpuz es la Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. Ella es una líder indígena del pueblo Kankana-ey Igorot de la Región de la Cordillera en Filipinas.

(CNN Español) -- Poco a poco se fueron filtrando las noticias de un sangriento asesinato en la reserva indígena de Tacueyó en Cauca, Colombia, un centro de cultura, gobernanza y resistencia indígena. Dentro de un automóvil acribillado estaban los cuerpos de Cristina Bautista, la gobernadora del territorio indígena Nasa Tacueyó, a quien conocía personalmente, y cuatro personas pertenecientes a la guardia indígena, un grupo voluntario y desarmado que patrulla los territorios de la comunidad y sirve de mediador.

El conflicto sobre la tierra en Colombia ha producido muchas escenas de este tipo, pero los medios de comunicación cubren pocas de ellas. Los periodistas que se adentran en la violencia descubren que sigue un patrón trágico.

En un lado de estos conflictos, los pueblos indígenas, afrodescendientes y comunidades campesinas de Colombia tratan de mantener el control sobre sus territorios, conservando intactas sus culturas y bosques a pesar de décadas de presión externa. Sus grupos autónomos y no violentos de mantenimiento de la paz se encuentran constantemente en el extremo equivocado de un arma.

En el otro lado, una amplia gama de fuerzas se enfrenta sin tener en cuenta a los guardianes tradicionales de la tierra, mientras Colombia lucha por recuperarse tras décadas de guerra civil. Aunque se firmó un acuerdo de paz entre el Gobierno y el mayor grupo militar rebelde, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el fracaso del Gobierno en la implementación del acuerdo está creando caos y conflicto. Algunos disidentes de las FARC se han escindido, mientras que nuevos grupos armados ilegales llenan vacíos que han dejado las FARC. Los carteles de la droga siguen teniendo el poder en algunos lugares, y a menudo se utilizan como chivos expiatorios para la violencia y la ilegalidad perpetradas por otros actores. Y si bien existe una fuerte necesidad de fuerzas de mantenimiento de la paz en las zonas rurales del país, el militarismo gubernamental puede convertirse en otra amenaza para las comunidades indígenas.

Cuando los líderes indígenas se interponen en el camino de aquellos que codician su tierra para otros propósitos, por lo general el resultado es la violencia. Un aumento de los trágicos asesinatos de líderes indígenas y sociales señala otra ola de conflicto. En lo que va de este año, la ONU ha registrado 52 asesinatos de indígenas en el Cauca solamente. La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) ha documentado este año 120 asesinatos de este tipo en toda Colombia.

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La narrativa global sostiene que el tráfico de drogas está detrás de estos asesinatos, pero esto no cuenta la historia completa. La Defensoría del Pueblo de Colombia documentó al menos 486 asesinatos de defensores de los derechos humanos desde que se firmó el acuerdo de paz en 2016, lo que sugiere que esta violencia es un ataque sistemático contra activistas sociales, entre ellos los pueblos indígenas, los afrodescendientes y las comunidades locales. Este fenómeno se ve exacerbado por la incapacidad del Gobierno de aplicar adecuadamente el acuerdo de paz. Desde que fuera elegido en junio de 2018, la administración de Duque ha desfinanciado importantes disposiciones del acuerdo, entre ellas programas para reintegrar a excombatientes de las FARC y el reconocimiento de los derechos a la tierra de los indígenas, los afrodescendientes y las comunidades.

Resolver las verdaderas causas del conflicto es la única manera de construir una paz duradera. La propiedad de la tierra en Colombia –una larga historia de desigualdad– fue uno de los primeros temas que se trataron en las negociaciones de paz entre las FARC y el Gobierno. Cuando los esfuerzos anteriores en materia de propiedad de la tierra no lograron satisfacer las necesidades de las comunidades indígenas y afrodescendientes, el acuerdo de paz firmado hace tres años incluyó un programa completo para atender los reclamos históricos y fortalecer la forma en que estos grupos administran sus tierras.

El acuerdo de paz también incluye todo un “Capítulo Étnico” –un logro histórico– para aplicar los derechos indígenas y de las comunidades en todos los aspectos del acuerdo. Pero este aspecto del acuerdo apenas ha avanzado, según la Comisión Étnica para la Paz y la Defensa de los Derechos Territoriales, el órgano autónomo creado para promover la representación de las comunidades étnicas en el proceso de paz. Esta falta de implementación deja vulnerables a los pueblos indígenas y a las comunidades afrodescendientes frente a las amenazas externas, y no aprovecha las numerosas contribuciones de los pueblos indígenas al desarrollo sostenible y a la conservación del medio ambiente. El no reconocimiento de los derechos de los indígenas, de los afrodescendientes y de las comunidades es una causa fundamental de la violencia.

He visto de primera mano que Colombia no está sola en su brutal tratamiento de los pueblos indígenas. Al otro lado de la selva amazónica, otro líder indígena desarmado, Paulo Paulino Guajajara, fue asesinado mientras patrullaba la reserva indígena Araribóia en el estado brasileño de Maranhão. En Brasil, el Gobierno nacional no tiene la excusa de un pasado de guerra civil para justificar su incapacidad de mantener la paz. En cambio, el presidente ha sido abiertamente desdeñoso de los derechos indígenas, no sólo de sus derechos a la tierra, sino de su derecho a existir. Sus declaraciones fomentan abiertamente la violencia contra los pueblos indígenas.

Y esta historia –de líderes indígenas y activistas asesinados– se puede encontrar en todas partes del mundo. En 2018, 321 defensores de los derechos humanos en 27 países fueron asesinados, y es probable que muchos más asesinatos sigan sin registrarse. Detrás de estos asesinatos hay una larga historia de campañas de desprestigio que deshumanizan y desacreditan a los pueblos indígenas, y una injusta persecución legal que trata a los defensores de la tierra como criminales. Al no reconocer los derechos de los pueblos indígenas a las tierras en las que han vivido y que han protegido durante siglos –y tratarlos en cambio como criminales u obstáculos al desarrollo–, los gobiernos legitiman la violencia contra ellos.

Enfrentar esta crisis humanitaria en Colombia significa asegurar que las autoridades indígenas y afrodescendientes y los representantes del Gobierno puedan trabajar directamente juntos para implementar el acuerdo de paz, de manera que respeten la autodeterminación de las comunidades. En todo el mundo, los que están en el poder deben levantarse y exigir el fin de la violencia. Los marginados ya están hablando, y están pagando por ello con sus vidas.

Aquellos de nosotros que trabajamos para proteger los derechos de los pueblos indígenas y de las comunidades, que hemos aparecido en las listas de la muerte y aun así nos hemos librado de las balas, todavía tenemos la esperanza de que toda vida humana se valore por igual.

Sin embargo, más que nada, deseamos desesperadamente que se detengan los asesinatos. En Colombia, en Brasil y en todas partes.