Nota del editor: Pedro Brieger es un periodista y sociólogo argentino, autor de varios libros y colaborador en publicaciones sobre temas internacionales. Actualmente se desempeña como director de Nodal, un portal dedicado a noticias de América Latina y el Caribe. También es columnista de televisión en C5N de Argentina y en el programa “En la frontera” de PúblicoTV (España), y en la radio argentina en Radio10, La Red, La Tribu y LT9-Santa Fe. A lo largo de su trayectoria, Brieger ha recibido importantes premios por su labor informativa en la radio y la televisión de Argentina. Las opiniones aquí expresadas son exclusivas del autor.
(CNN Español) – Los ojos del mundo se posan sobre cada proceso electoral en Venezuela desde que Hugo Chávez logró la presidencia en 1998 como si fueran los más importantes del planeta. Numerosos gobiernos y organismos internacionales analizan cada detalle técnico con lupa, así como la metodología utilizada, y se debate sobre su legitimidad a favor y en contra.
Las elecciones de este 6 de diciembre para renovar la Asamblea Nacional de Venezuela no fueron la excepción, con la particularidad de que esta vez participaron partidos afines al gobierno y varias agrupaciones opositoras. Por otra parte, un sector importante de la oposición llamó a boicotearlas y denunció fraude, aunque sin aportar pruebas. Según los datos del Consejo Nacional Electoral participó poco más del 30 por ciento de la población habilitada para votar.
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Para el gobierno, que quedó en minoría en las parlamentarias de 2015 frente a la oposición unificada, era muy importante demostrar que podía encauzar institucionalmente la crisis política que vive el país desde su derrota hace 5 años cuando el veterano político Henry Ramos Allup, al asumir la presidencia de la Asamblea, dijo que en seis meses cambiarían el gobierno; en otras palabras, que sacarían del poder al presidente Nicolás Maduro.
La batalla institucional incluyó la convocatoria a elecciones de una Asamblea Constituyente en 2017, presidenciales en mayo de 2018 -donde Maduro fue reelegido- la autoproclamación del presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó como presidente encargado y el reconocimiento de numerosos gobiernos -convencidos de que pronto Maduro dejaría el poder- pero sin ningún tipo de control territorial. El fracaso de la estrategia opositora radical -que incluyó llamados abiertos a las Fuerzas Armadas a derrocar a Maduro- además, provocó su fragmentación. A esto hay que agregarle una profunda crisis económica y una pandemia que, según datos del Gobierno que han sido cuestionados, aunque no ha provocado miles de muertes como en otros países, está muy presente. En este contexto de un panorama tan complejo sin lugar a dudas la ciudadanía tiene poca motivación para participar de un proceso electoral, más cuando en definitiva es la elección presidencial la que define quién controla el aparato del Estado.
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El gobierno puede plantear que en numerosos países la votación es baja y los ejemplos abundan: este año en las elecciones municipales francesas participó el 44 por ciento, en las elecciones intermedias en Estados Unidos, en 2014, votó apenas el 36 por ciento de las personas registradas y en las elecciones presidencial de Chile en 2017 votó menos del 50 por ciento. Desde ya que en ningún país las elecciones se legitiman solamente por la tasa de participación, pero en este caso le permite al sector más radical deslegitimar el proceso electoral y continuar captando la atención de quienes rechazan al gobierno de Maduro.
Desde que Hugo Chávez ganó la presidencia en 1998 sus detractores han intentado derrocar al chavismo por la fuerza, por las urnas, boicoteando la institucionalidad e incluso nombrando un presidente encargado reconocido por numerosos países.
Pero lo que no pueden aceptar es que el chavismo es un nuevo fenómeno político en la historia de Venezuela que tiene arraigo popular. Y si no logran ofrecer algo superador, difícilmente logren sacarlo del Palacio de Miraflores.