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Literatura

OPINIÓN | Los libros que me hicieron quien soy

Por Carlos A. Montaner

Nota del editor: Carlos Alberto Montaner es escritor, periodista y colaborador de CNN. Sus columnas se publican en decenas de diarios de España, Estados Unidos y América Latina. Montaner es, además, vicepresidente de la Internacional Liberal. Las opiniones aquí expresadas son exclusivamente suyas.

(CNN Español) -- Nací en 1943, en una casa con muy pocos libros. Sospecho que mis padres apenas tenían dinero para vivir como los grupos sociales medios, así que gastar dinero en libros les resultaría superfluo.

Había una colección de Montaner y Simón porque me figuro que a mi padre le hacía gracia la coincidencia de apellidos, pero desapareció después de que Ernesto, mi hermano mayor, y yo les pintáramos bigotes, barbas y gafas a una serie de personajes que aparecían en sus páginas. No se me olvidan los gritos que nos dieron cuando descubrieron la irresponsable travesura.

En nuestra niñez y adolescencia, cuando la situación económica mejoró –mi madre era maestra y mi padre, periodista– los Reyes Magos nos trajeron El tesoro de la juventud, una colección de libros empastados en verde con los que pudimos conocer los clásicos infantiles y juveniles. Fue un gran regalo que nos aficionó a la lectura.

El primer gran relato que leí fue Sinuhé, el egipcio, del autor finlandés Mika Waltari, entonces muy famoso porque se había estrenado una película sobre este personaje de ficción. Alguna influencia tuvo en mí porque la mayor parte de mis novelas tienen un trasfondo histórico.

OPINIÓN | La encantadora compañía de un libro…

En esos años, leía todo lo que me caía en la mano de los humoristas españoles Enrique Jardiel Poncela (Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?) y Álvaro de Laiglesia (Un náufrago en la sopa). Me parecían –y me siguen pareciendo– extraordinarios. Cuando comencé a escribir ficciones lo hice con un libro de cuentos, Póker de Brujas, que en inglés me presentaba como, más o menos, “el rey del sarcasmo”. Era una exageración.

En la Universidad de Miami descubrí la gran literatura española contemporánea: el canario Benito Pérez Galdós (Fortunata y Jacinta), los relatos cortos de la gallega Emilia Pardo Bazán –amante en la vida real de D. Benito– y el asturiano Leopoldo Alas, alias “Clarín”, autor de La Regenta, una gran novela, aunque el feroz crítico puertorriqueño Luis Bonafoux –radicado en París– lo acusara de haber plagiado la Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Bonafoux llegó al extremo de titular el obituario de su adversario con unas palabras que han quedado en la historia del periodismo más inclemente: “Se murió Clarín: me alegro”.

Durante algunos años, como casi todo joven escritor, estuve en la búsqueda de mi propia voz, de mi estilo. Aunque ya sabía que detestaba el barroquismo, la primera novela que escribí fue Perromundo, en 1971, una época de experimentación en las formas. Había leído La región más transparente, de Carlos Fuentes, y me había encantado. (Sus novelas posteriores me gustaron mucho menos).

En la segunda, Trama, finalmente di con mi fórmula predilecta: una historia real a la que le agrego personajes de ficción. En este caso, me refiero a la voladura del acorazado Maine en la bahía de La Habana. Sabía que unos anarquistas firmaron en Cuba una declaración jurada, a principios del siglo XX, diciendo que ellos habían volado el acorazado estadounidense que dio origen a la guerra hispano-estadounidense, de manera que muchos personajes reales –José Martí, Teddy Roosevelt, William McKinley, entre otros–, se mezclan con personajes literarios. En esa época ya leía, claro, a Mario Vargas Llosa, el maestro del relato histórico-realista.

Como tuve la inmensa suerte de vivir en Madrid la transición española, me vinculé a los grupos liberales. Fue la época de leer al padre de todos, a Adam Smith, a Ludwig von Mises y a Friedrich Hayek, a Joseph Alois Schumpeter y a Douglass North. Tuve una buena biblioteca liberal en la que comparecían, claro, la obra completa de José Ortega y Gasset y algunos libros clave de Salvador de Madariaga, fundador en Londres de la Internacional Liberal, de la que fui 20 años vicepresidente y de la que hoy soy patrono.

De esa época luminosa, solo me quedan buenos recuerdos que suelo repasar frecuentemente. Supongo que la vejez es eso.