(CNN) — Parado sobre la cápsula flotante del Apollo 11, el miembro del equipo de élite SEAL, John Wolfram, tenía en cuenta que la seguridad de los primeros hombres que caminaron sobre la Luna estaba en sus manos. El mundo entero estaba mirando.

Increíbles circunstancias para un chico que apenas había salido de la preparatoria dos años atrás.

El 24 de julio de 1969, cuatro días después del histórico aterrizaje, millones de personas estaban ansiosas por saber si los astronautas habían sobrevivido a la ardiente caída hacia el océano Pacífico a aproximadamente 1,600 kilómetros de las costas de Hawai.

Minutos antes de pararse sobre la pequeña cápsula, ésta había caído desde el espacio a través de la atmósfera de la Tierra a miles de kilómetros por minuto. Algunas piezas de la coraza de la astronave se ennegrecieron, y Wolfram aún podía ver humo saliendo de ellas.

“Miré por la ventana de la escotilla para ver que los astronautas estuvieran bien”, recuerda Wolfram. “Sonrieron y me hicieron la seña de ‘pulgares arriba’. Ser el primero en verlos directamente y comprobar que estaban bien fue una gran emoción”.

Una historia no conocida del Apollo 11 es la de un equipo de cuatro personas, pertenecientes al grupo de élite de la Marina de Estados Unidos, cuidadosamente seleccionados, quienes jugaron un importante papel en lo que podría ser el logro tecnológico más importante de la historia.

“El acuatizaje del Apollo 11 representó ese momento cuando la meta nacional del presidente (John F.) Kennedy de poner al hombre en la Luna antes de que terminara la década, y regresar a esos hombres a la Tierra a salvo, finalmente se estaba cumpliendo”, dice Scott Carmichael, autor de Moon Men Return (Los Hombres de la Luna Regresan).

Debido a que la tarea era increíblemente demandante físicamente, la Marina había elegido a sus mejores nadadores, graduados de la escuela de entrenamiento élite SEAL, conocidos por ser de los hombres más rudos de su clase en el mundo.

La misión: estabilizar y asegurar la astronave, descontaminar a los astronautas y transportarlos con seguridad en un helicóptero al carguero USS Hornet.

Antes de que Wolfram pudiera siquiera poner un pie en la astronave, primero tenía que atraparla. Desde un helicóptero sobrevolando bajo sobre el lugar, brincó hacia el océano helado.

El hecho de que Wolfram fuera capaz de amarrar un paracaídas subacuático (llamado ancla de mar) para evitar que el ‘gigante flotante de 5,440 kilos’, siguiera a la deriva fue un logro casi sobrehumano, dice Carmichael. “Si esa cosa te golpea en la cabeza, estás muerto”.

La nave espacial estaba yéndosele a Wolfram. “Sólo obtienes una oportunidad con esto. La cápsula se estaba moviendo tan rápido (…) que si un nadador pierde ese agarre, jamás podrá recuperarlo”, dice Carmichael. Wolfram tenía muy poco tiempo para sujetar una pequeña manija que sobresalía de la nave, y cuando lo hizo, lo sacó del agua como si fuera un pez mordiendo el anzuelo. “Se mantuvo sujeto y logró amarrar esa ancla de mar”.

Junto con el líder, el buzo Wes Chesser, y su compañero Mike Mallory, lucharon contra las olas de 3,6 metros de altura y contra el viento a 45 km/h para atar un anillo flotante de casi 100 kilos alrededor de la nave. “Éramos los hombres forzudos con el uniforme”, bromeó Mallory, de 66 años, quien ahora trabaja con sistemas de control utilitarios.

Los oficiales de la NASA estaban impresionados por la rapidez con la que colocaron el anillo alrededor de la nave. “Wolfram y yo éramos muy buenos nadadores, así que colocamos el anillo ahí”, dice Mallory. De acuerdo con Carmichael, el poder físico de Mallory lo hacía un “caballo” cuando se trataba de nadar en las aguas abiertas del Pacífico. Y Chessner era “simplemente imperturbable”, dice Carmichael.

“Podría haberse desatado el infierno y Wes simplemente tenía la capacidad de mirar con calma algo y determinar qué se tenía que hacer”.

El equipo amarró balsas inflables a la cápsula y el líder de la misión, Clancy Hatleberg, ayudó a los astronautas Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin a salir de la cápsula, sin tener la seguridad de si iban a poder mantenerse en pie después de pasar días en gravedad cero.

Los tripulantes del Apollo 11 y los buzos usaron trajes especiales y máscaras —llamados trajes de aislamiento biológico— para protegerse de los “patógenos lunares”, posibles amenazas biológicas que los astronautas podrían haber traído de la Luna consigo sin saberlo.

Hubo problemas técnicos menores. Las máscaras dificultaron la comunicación, lo que obligó a los hombres a usar lenguaje de señas en algunos momentos. En un punto, los lentes que eran parte de las máscaras se empezaron a empañar con vapor. Durante algunos minutos tuvieron problemas para cerrar la compuerta de la cápsula.

“Se hubiera visto comprometida la integridad flotante de la nave si hubiéramos dejado la compuerta abierta”, dijo Chesser, recordando cómo una compuerta abierta llevo a la inundación y hundimiento de la cápsula espacial del astronauta Gus Grissom después de su acuatizaje en 1961.

Uno por uno, Hatleberg ayudó a los astronautas a entrar a una transportadora parecida a una cesta llamada red Billy-Pugh, antes de que fueran trasladados en un helicóptero de la Marina hasta el USS Hornet.

La carrera espacial “fue un momento sumamente emocionante para nuestro país”, dice Chesser. Ahora, con el cierre del programa de transbordadores de la NASA, la tecnología espacial y operaciones de EU están volcándose hacia las industrias privadas y empresas comerciales espaciales.

Después de hacer historia con el Apollo 11, y de ir dos veces a la guerra de Vietman, la vida de Wolfram cambió para siempre en 1971, cuando asistió a un renacimiento evangélico. Ahora es un ministro ordenado y trabaja la mayor parte del año como misionero en el sureste de Asia.

Él y Chessner han visitado el Museo Nacional Smithsoniano del Aire y del Espacio, que ahora alberga la cápsula del Apollo 11. “Me encantó haber sido buzo para la Marina”, recuerda Wolfram, de 63 años, quien detalló su aventura en sus memorias: Splashdown.

Para Chesser, el ver la astronave puso a la misión bajo una nueva perspectiva. “Lo que hicimos parecía tan sencillo en aquellos días, ya que entrenábamos muy duro y estábamos en buena forma, pero años más tarde me di cuenta qué tan físicamente demandante fue el proceso entero”, dice Chesser. “El pensar tener que llevar a cabo esa misión hoy en día, creo que me medio ahogaría”.