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Por Thomas Cahill

Nota del editor: Thomas Cahill es autor de la serie Hinges of History, que comienza con How the Irish Saved Civilization. El volumen VI de la serie, Heretics and Heroes: How Renaissance Artists and Reformation Priests Created Our World que se publicará a finales de octubre. También escribió A Saint on Death Row, sobre su amiga Dominique Green, quien fue ejecutada por el estado de Texas.

(CNN)— Ejecutar a una persona mediante una inyección letal pronto será un recuerdo tan distante como quemar herejes en la hoguera o apedrear adúlteros, por lo menos en el mundo civilizado. Ningún país que aplique la pena de muerte es admitido a la Unión Europea y esta práctica disminuye día con día.

Sin embargo, a pesar de la creciente repulsión mundial contra esta forma de castigo, Texas y otros estados mantienen una posición importante en comparación con lugares como Corea del Norte, China, Yemen e Irán, que pertenecen al grupo de los que intentan aplicar la pena de muerte como una forma de “justicia”.

De hecho, Texas va a la cabeza de los estados que imparten dicho tipo de justicia. Para final de este mes, bajo el liderazgo del gobernador Rick Perry, se espera que si todas los apelaciones fallan, el estado celebrará su ejecución judicial número 500 desde que la suprema corte reinstalara la pena de muerte en 1976 como una forma legítima de “justicia”, a pesar de que previamente un tribunal había determinado que este era un castigo “cruel e inusual”.

Nadie duda de la culpabilidad de la mujer cuya ejecución está programada para el miércoles, Kimberly McCarthy, quien es acusada de asesinar a su vecina en 1997, una profesora universitaria retirada de 71 años. Aunque sabemos que más del 10% de los prisioneros sentenciados a pena de muerte son exonerados posteriormente de los crímenes que han cometido, Kimberly McCarthy no será uno de ellos.

Entonces, ¿por qué no deberíamos matarla?

Por la misma razón que el director de la prisión, R.F. Coleman dio a los reporteros el 8 de febrero de 1924, el día en que se inauguró la Casa oficial de la muerte en Texas con la ejecución de cinco hombres afroamericanos en la silla eléctrica. En ese momento, Coleman dijo “simplemente no podía hacerse, chicos. Un director de prisión no puede ser director y asesino también. La penitenciaría es un lugar para reformar a los hombres, no para matarlos”.

Coleman renunció en lugar de apretar el interruptor. Desde entonces y tristemente, muchos han fallado tras este ejemplo heroico.

Y no nos equivoquemos, frecuentemente y en cada época hacer lo correcto requiere ser heroico.

Kimberly McCarthy es una mujer de raza negra. Los negros son mayoría en el pabellón de la muerte y también representan a una desproporcionada población carcelaria en EU. Muchos dirían (por lo menos en voz baja) que tienen una mayor inclinación al crimen y a la violencia que los blancos.

Pero como historiador, sé que había una época hace mucho tiempo en la que mi pueblo, los americanos de origen irlandés, eran considerados más propensos a cometer un delito. Esto sucedió en los años de la famosa hambruna de la papa durante el siglo XIX, cuando muchos irlandeses pobres llegaron a las costas.

La policía de la ciudad de Nueva York estaba tan acostumbrada a arrestar irlandeses que comenzaron a llamar al vehículo en el que transportaban a los prisioneros paddy wagon, nombre que ha estado asociado a ese vehículo desde entonces.

Sin embargo, ¿hoy a quién le importaría (o quién se atrevería) a justificar la criminalidad irlandesa? Los inmigrantes irlandeses cometían crímenes, no por herencia genética, sino por ser pobres, olvidados y abandonados. Ahora, cuando veo a un vagabundo roncando en una banca del parque con ropa rasgadas y oliendo mal, pienso: independientemente de lo que le haya sucedido a esta persona, de la historia que lo trajo hasta aquí, nadie lo quiso lo suficiente cuando era niño.

Sus padres (si los tuvo) estaban demasiado ocupados con el dolor de la vida, con la lucha por sobrevivir, con sus propios miedos, como para atenderlo de manera adecuada, si es que lo atendían. Nadie vino a salvar a este niño, a darle suficiente comida, un refugio adecuado y un ambiente cariñoso: el amor que todos necesitamos para crecer.

Nosotros, la sociedad en general, tenemos una profunda obligación con estas personas que en gran medida hemos ignorado. Muchas otras comunidades del mundo occidental dedican recursos considerables a evitar el sufrimiento a los niños pobres y a sus padres. Como dice un amigo mío estadounidense que vive en Dinamarca: “en Dinamarca pagan impuestos los ricos, pero todo mundo está cómodo”.

No todos están como en Estados Unidos. Muchos niños viven por debajo de la línea de pobreza, millones de ellos sin comida suficiente o refugio adecuado y casi sin atención a sus necesidades educativas. Y ni que decir de las emocionales.

Si Texas pusiera atención a las necesidades de estos niños, si todos hiciéramos lo mismo por los nuestros, si solo admitiéramos que cada uno necesita ser amado y que debemos comprometernos a ayudar para asegurar un buen resultado, así nuestro mundo podría evolucionar más rápido.

Con toda seguridad digo que no necesitaríamos sillas eléctricas, horcas e inyecciones letales. Entonces podríamos repetir las palabras que pronunció el poeta y clérigo John Donne en 1623: “la muerte de cualquier hombre minimiza lo que soy porque todos somos parte de la humanidad”.

La muerte de cualquier hombre, de cualquier mujer y el sufrimiento de los niños.

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente aThomas Cahill.