Por Rafael Domingo Oslé
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Nota del editor: Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y Profesor Visitante de la Emory University.
Toda sociedad, política o religiosa, sea local, nacional, supranacional, o global, tiene su pecado, su miseria, su desventura. También su leyenda negra.
A toda sociedad le gustaría borrar parte de su historia. Pero la historia ni olvida ni perdona: queda grabada a fuego en la memoria de los pueblos. Hoy en día, nos avergonzamos de la esclavitud, las guerras, la tortura, las dictaduras totalitarias, el terrorismo, la persecución religiosa, el holocausto, el racismo, la discriminación de la mujer, el desprecio social a la persona homosexual y de tantas cosas más que antaño fueron aplaudidas y respaldadas política, social, cultural e intelectualmente como si nada pasara. Incluso con argumentos religiosos. Piénsese, por ejemplo, en el Ku Klux Klan.
Casi todos los escándalos históricos han gozado de una aceptación social suficiente para hacerlos posibles. Sin apoyo popular, probablemente Hitler no hubiera pasado de Checoslovaquia, ni la esclavitud hubiera campado a sus anchas en tantas regiones de nuestro planeta, ni, a un nivel más local, el terrorismo nos hubiera martirizado salvajemente durante tantos lustros.
Casi todas las pesadillas históricas, con contadas excepciones, han sido construidas ladrillo a ladrillo, paso a paso, minuto a minuto, ante la mirada insensible de una sociedad pasiva que no supo, o no quiso, reaccionar a tiempo hasta convertirse en víctima de su propia mezquindad.
Algún día, éste es mi argumento de hoy, la historia se avergonzará, se escandalizará, abominará de la sociedad abortista que hemos creado a nivel global en la que ya se practican más de cuarenta millones de abortos anuales.
No creo que la historia acuse a ninguna mujer inmigrante que, abandonada por su pareja y desprotegida por la sociedad, provoca un aborto. Ni a aquella joven que abrumada por el nacimiento de un hijo con problemas mentales, interrumpe su embarazo. Ni a la que lo hizo para no perder su puesto de trabajo, con el que alimenta a su familia. No, la historia no se escandalizará de la mujer que se somete al aborto ahogada por la coyuntura.
La historia, en cambio, si lo hará y acusará severamente a una sociedad como la nuestra que se ha tragado el aborto como una máquina tragaperras se come una moneda. La historia acusará a nuestra sociedad por haber hecho del aborto una de las industrias más lucrativas y menos controladas regulatoriamente (se producen cada año en el mundo unas 45.000 muertes maternas a causa de aborto). La historia nos acusará de haber convertido el aborto en un derecho constitucional, como sucedió en Estados Unidos en 1973 y ocurre ya en tantos países. La historia nos acusará también de connivencia con la agenda racista que existe detrás de la promoción del aborto. Y de tantas falsedades y mentiras que se han creado en torno a esta industria para imponer el feticidio a toda costa y a cualquier precio.
Se me puede reprochar que cuanto afirmo es una exageración, y que comparar el aborto con el terrorismo, la tortura o la guerra es insultante. Pero no lo es. Detrás de casi todos los errores históricos de la humanidad pueden hallarse dos elementos comunes que se encuentran también en la cuestión del aborto y que, por tanto, validan mi comparación: primero, un acto de dominación de un ser humano frente a otro, totalmente contrario al principio de igualdad propia de seres dignos; y, segundo, mucha mentira para justificar racionalmente lo injustificable.
El acto de dominación puede perseguir la victoria sobre un enemigo (guerra), la desaparición de una religión (persecución religiosa), la imposición de una ideología mediante la lucha armada (terrorismo), la promoción de la economía del trabajo (esclavitud), la supresión de una ser humano en fase embrionaria (aborto), el castigo (pena de muerte), el acceso a la información (tortura), pero en todo caso se trata de un acto en el que se usa la fuerza ilegítimamente para anular, completa o parcialmente, a un ser humano vulnerando intrínsecamente su dignidad. El ser dominado deja de ser considerado una persona para convertirse en una cosa, en un objeto, en una masa, en un número, en una “percosa”, con la consecuencia de que ya no se le debe aplicar la lógica de la igualdad.
En las sociedades abortistas, sin un motivo jurídico suficiente, el derecho discrimina al ser humano por el mero hecho de hallarse en el seno materno permitiendo un acto de dominación sobre él que es ilegitimo. Mientras no se alcanza esa independencia física, la persona de la que se depende adquiere pleno derecho sobre el feto. Así, el primer requisito para nacer es que otros quieran que uno nazca, como, en el caso de la esclavitud, el primer requisito para ser libre es que otros decidan que lo sea, o en el caso de la pena de muerte, el único requisito para seguir viviendo es que así lo desee la sociedad.
En tantos países, se llega incluso a realizar abortos por nacimiento parcial, en el tercer trimestre de la gestación, cuando el desarrollo fetal está ya más avanzado. En estos casos, el cirujano induce parcialmente el parto sacando primero el piececito de la víctima y –con la cabeza y la mayor parte del cuerpo todavía en la matriz- le perfora el cráneo con unas tijeras y le succiona el cerebro. Así de sencillo, así de triste, así de cruel.
Se me dirá que cada persona, y particularmente cada mujer, es propietaria de su cuerpo y que con él puede hacer lo que quiera. Este argumento aplica la teoría de la dominación al propio cuerpo, convirtiendo éste en una cosa, en un objeto ajeno a la persona. Y esto no es así. Para que exista propiedad, debe existir alteridad, y esta no se da en la persona humana. El cuerpo humano no es un qué, un objeto, sino una parte constitutiva del quién, del propio yo. Yo soy mi cuerpo, o, mejor dicho, mi cuerpo es constitutivo de mi yo. Mi cuerpo no es una cosa sobre la que exista propiedad. Por eso, no se puede poner en venta, ni alquilar, sino tan solo administrar.
Segundo elemento común a todos los grandes errores culturales: la mentira. Detrás de la cuestión del aborto hay, desde sus inicios, mucha mentira. Es más, el aborto entró en Occidente por los Estados Unidos con una gran mentira. Hoy sabemos que Norma Leah McCorvey, mundialmente conocida por el seudónimo Jane Roe con el que interpuso la demanda que originó el famoso caso Roe v. Wade en 1973 que introdujo el aborto en los Estados Unidos, mintió.
Así lo ha manifestado ella misma, abrumada por el peso de su responsabilidad y convertida hoy en una activista a favor de la vida del nonato. Jane Roe afirmó entonces haber sido objeto de una violación, lo que no fue cierto. Y, todo hay que decirlo, no abortó, pues dio a luz y en posterior adopción a la criatura antes de que el tribunal de Texas decidiera en su contra en 1970, lo que le abrió las puertas de la Corte Suprema estadounidense.
Mintió también el famoso doctor abortista Dr. Bernard Nathanson hasta que, cansado de tanta patraña, y con más de 5.000 abortos entre sus manos de cirujano, incluso uno a su propia pareja, decidió cambiar el rumbo de su vida. En cierta ocasión, al término de una conferencia en la Universidad de Princeton, un conocido profesor le preguntó si, de la misma manera que justificó la mentira para defender la causa del aborto, justificaría la mentira para defender la causa de la vida. En definitiva, le vino a decir, ¿estaría usted dispuesto a mentir para salvar vidas?, a lo que Nathanson respondió: “yo me he convertido en un defensor de la vida porque me he convertido en un defensor de la verdad. Por eso, no mentiría ahora ni siquiera por una buena causa”.
Por defender la industria del aborto se han manipulado cifras, se han creado argumentos falaces, se ha engañado a millones de jóvenes, se ha presionado a gobiernos e instituciones.. Y eso lo saben, mejor que nadie, quienes han estado involucrados en ello. Sobran testimonios. Urge un cambio radical de actitud colectiva, un cambio de paradigma social.
Urge el paso de una sociedad abortista a una sociedad no abortista, como se pasó de una sociedad esclavista a una sociedad no esclavista, de una sociedad racista a una sociedad multirracial, de una sociedad estamental a una sociedad democrática, de una sociedad analfabeta a una sociedad educada, de una sociedad clerical a una sociedad secular, o se está pasando de una sociedad machista a una sociedad igualitaria o de una sociedad estatista a una sociedad global.
(Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a Rafael Domingo Oslé)