Por Paula Hancocks
(CNN) — Una docena de niños pequeños se junta a mi alrededor, toma mi libreta y un bolígrafo para anotar sus direcciones muy cuidadosamente. De esta manera, me dicen, sabré dónde enviarles ayuda.
Pero cómo decirle a un niño de seis años de edad que una dirección ya no significa nada cuando las casas y caminos han desaparecido en la mayoría de los casos. Incluso las familias.
No era solo el niño que no podía comprender cómo su mundo cambió el 26 de diciembre de 2004.
En Hambantota, en la costa sur de Sri Lanka, un padre tropezó a través de los restos destrozados en el área que asumió estuvo su casa alguna vez, en busca de los niños perdidos. Hermanos, hijos, primos, todos en busca de una señal de los familiares que perdieron en una fracción de segundo cuando llegó el agua.
De pie, en medio de lo que fue el mercado de esta ciudad costera, miré a mi alrededor en un paisaje que era casi plano. No había edificios, dando una visión clara del mar engañosamente tranquilo y sereno.
Solo un templo quedó en pie, una estructura construida de hormigón. Las casas fueron arrastradas con sus residentes todavía en el interior, puestos de mercado y miles de compradores que no tuvieron oportunidad contra la fuerza de la madre naturaleza.
Es imposible captar el alcance de la devastación en la cámara y solo aquellos que vivieron ese día saben su verdadero horror. Pero una memoria abrumadora para los que llegaron después es la expresión de los ojos de los sobrevivientes.
Acompañé a un médico estadounidense que trabaja para Americares, Jonathan Fine, que se ofreció para ayudar y entregar suministros que se necesitaban desesperadamente. Me dijo que nunca olvidaría “las víctimas, los ojos muertos en sus camas de hospital, tumbados allí, mirándonos fijamente, preguntándose cuáles eran sus historias, lo que han visto, lo que que han perdido”.
Y sin embargo, en medio de la miseria que he visto en Sri Lanka había una increíble generosidad. Los residentes que habían perdido todo, que habían visto el horror más allá de la imaginación, corrían hacia nosotros para ofrecernos una mascarilla para hacer frente con el hedor inconfundible de la muerte, tratando de darnos una botella de agua.
Un hombre incluso se disculpó porque, dijo, no estábamos viendo a su país en su mejor momento, me rogó volver cuando todo hubiese terminado, para que pudiera experimentar la verdadera belleza y la hospitalidad de la isla y su gente. Luego reanudó la búsqueda de su hermano, hermana y sus padres.
La magnitud del desastre es difícil de exagerar.
Un hospital en Hambantota que podía tomar 300 pacientes recibió a más de 1.000 heridos graves tan solo en los dos primeros días. Medicamentos básicos que muchos de nosotros damos por sentado se agotaron rápidamente.
Y sin embargo, rara vez vi frustraciones que se desbordaran. Los residentes se ayudaron y consolaron mutuamente.
Una fábrica textil había sido gravemente dañada, algunos de los trabajadores estaban muertos o desaparecidos. Pero en lugar de esperar ayuda externa para llegar, los trabajadores despejaron el edificio de lodo, escombros y cuerpos para que pudieran volver a trabajar.
Muchas de las mujeres estaban casadas con los pescadores que habían perdido sus barcos o estaban demasiado asustados para salir de nuevo al mar. Sin la fábrica, sus familias no tenían ingresos.
Los desastres naturales son crueles y brutales. No hay nadie a quien culpar y poca comprensión.
Y sin embargo, nunca dejan de restaurar mi fe en la naturaleza humana. Extraños trabajan juntos para reconstruir sus vidas destrozadas. Muchos piensan en los demás antes que a sí mismos.
Lo que vi en Sri Lanka fue desgarrador e inspirador al mismo tiempo.