Por Erika Bachiochi
Nota del editor: Erika Bachiochi es abogada y autora de un artículo en el Harvard Journal of Law & Public Policy: Embodied Equality: Debunking Equality Arguments for Abortion Rights. Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a la autora.
(CNN) – Las encuestas realizadas que se realizan rutinariamente tras el fallo de la Corte Suprema en el caso Roe v Wade indican que hay mujeres a favor de restringir al aborto, y en mayor proporción que los hombres. ¿Cómo puede ser? ¿Por qué una mujer querría limitar la licencia que le dio la Corte hace 42 años?
Como alguien que apoyó en su día el derecho al aborto, conozco bien la tentación de considerar el derecho al aborto como un símbolo de la igualdad de la mujer. Después de todo, tener un hijo inesperado parecería interrumpir la capacidad de una mujer para diseñar su propio futuro de acuerdo con sus propias metas y ambiciones. Más conmovedor aún: llevar a un niño cuando se vive en la pobreza o cuando ya se está abrumado por cuidar a otros pequeños, o quizá cuando hay riesgos para la salud, huele a una injusticia solo es conocida por las mujeres.
El aborto parecería ofrecer a las mujeres una respuesta práctica a la responsabilidad desproporcionada que las relaciones sexuales nos dejan.
Pero el aborto, a menudo considerado la supuesta solución al embarazo inesperado en nuestra cultura, intenta remediar esa asimetría sexual: el hecho biológico de que las mujeres quedan embarazadas y los hombres no. Lo hace al atribuirle solo a las mujeres la responsabilidad de cuidar a —o prescindir de— un ser humano en desarrollo y por nacer.
El aborto no espera nada más de los hombres, nada más de la medicina y nada más de la sociedad en general. El aborto traiciona a las mujeres al hacernos creer que debemos ser como los hombres —es decir, no quedar embarazadas— para lograr la paridad con ellos, tanto de forma profesional, como social y educativa. Además, si somos pobres, estamos abrumadas o fuimos abandonadas por el padre del niño, o si los gastos médicos serían demasiado grandes para nosotros o para nuestro hijo, la “responsabilidad” social nos obliga a liberarnos de nuestra propia descendencia.
Las feministas de hoy nos animan. ¿Es esta realmente la igualdad que buscábamos hace 42 años?
Creo que la mayoría de las mujeres quiere ver una cultura que respete y honre a las mujeres no solo por los talentos innumerables que como individuos aportamos a nuestras profesiones, comunidades y país. Las mujeres también quieren vivir en una sociedad que, al mismo tiempo, valore nuestra capacidad compartida, y ciertamente maravillosa de llevar a un nuevo ser vivo. Queremos ser respetadas por el trabajo que hacemos como madres.
¿Qué tal si hubiera una cultura donde se reconociera que la capacidad de procrear de la mujer no es un impedimento para nuestro estatus social y ciertamente no es como el alfa y omega de las capacidades de las mujeres como alguna vez lo fue, sino como algo por lo que la sociedad muestre algo de gratitud? En lugar de estructurar la sociedad en torno a los hombres que no tienen matriz y son libres de responsabilidades, ¿acaso no es necesario que la sociedad se estructure en torno a aquellas que además de poder hacer todo lo que los hombres hacen también llevan una nueva vida en su vientre?
Dicha reestructuración cultural en apoyo al cuidado de la mujer –la cual buscan las feministas pro-vida– también beneficiaría a los padres de esta generación. Muchos hombres preferirían dedicar mucho más tiempo y atención a sus hijos que lo que hicieron o pudieron hacer los padres de las generaciones anteriores. Las políticas a favor de la mujer, el niño y la familia permitirían precisamente eso.
No todas las mujeres se convierten en madres, pero las que lo hacen dependen del aprecio que la cultura tenga por el embarazo y la maternidad por su apoyo social y profesional. Cuando menospreciamos al niño que se desarrolla en el útero, una realidad científica que la mayoría de los defensores pro-elección han llegado a admitir, menospreciamos y distorsionamos a la madre de ese niño. Les hacemos creer que tienen los derechos de propiedad sobre su hijo en desarrollo y que está por nacer (de la misma forma que los esposos alguna vez tenían derechos de propiedad sobre sus esposas).
Le otorgamos el derecho inhumano (pero desde hace 42 años, protegido por la Constitución) para decidir el destino de otro ser humano, de un niño vulnerable –su hijo– a quien le debe como es debido la tarea afirmativa de su cuidado. Hacemos todo esto en lugar de ofrecerle el apoyo familiar y social que necesita, sea cual sea su situación, y apreciando el papel que desempeña en el milagro de la vida humana.
Pero vivimos en una época en que hablar de ese milagro o de las diferencias biológicas entre los sexos parece pintoresco, como si ahora hubiéramos llegado más allá del sexo en el nuevo mundo de la “fluidez del género”. Parece un esfuerzo por borrar la noción de las mamás y los papás, como si hacer eso ayudara al progreso, como si la sociedad finalmente podría ser libre de esas viejas categorías deterministas de hombre y mujer.
Pero aquí está el problema: podemos fingir que no existen diferencias entre los sexos, pero son las mujeres las que soportan la carga cuando lo hacemos. Tanto los hombres como las mujeres tienen sexo, pero es la mujer quien queda embarazada, la mujer es quien debe encontrar formas de cuidar y nutrir al niño que se desarrolla en su útero con valentía y sacrificio, o quien tiene que hacer lo impensable y poner fin a la vida de su propio hijo. Los hombres pueden tener sexo y alejarse, y con el derecho que Roe les dio, lo hacen cada vez más.
Es momento de admitir la verdad acerca de la diferencia sexual –esta hermosa y maravillosa verdad– y moldear a la sociedad para que le den prioridad a quienes cuidan a los más vulnerables. Y es hora de exigir más, mucho más, de parte de los hombres.