Nota del editor: Ander Izagirre es autor del libro Plomo en los bolsillos, que cuenta dieciséis historias del Tour de Francia.
(CNN Español) – Los ciclistas llegan jadeando al alto, se paran, apoyan la bicicleta en la pared del santuario, se quitan el casco y entran caminando con la torpeza de sus zapatillas con calas. Entran a la ermita de la Madonna del Ghisallo, construida quinientos metros por encima del lago de Como, en un paso legendario del Giro de Lombardía y del Giro de Italia, que este sábado tuvo su primera etapa.
Sobre el altar está la Virgen, una talla del siglo XVI, y en las paredes laterales cuelgan las bicis que usaron los campeonísimos Fausto Coppi y Gino Bartali en 1949, la de Eddy Merckx cuando ganó su séptima Milán-San Remo en 1976, la bici pesadísima de los soldados italianos de la Primera Guerra Mundial, la bici galáctica de ruedas lenticulares con la que Francesco Moser batió el récord de la hora en 1984. Hay maillots enmarcados de Marco Pantani, Gianni Bugno, Miguel Induráin, Bernard Hinault y varias docenas más.
También hay hileras de medallones con fotografías de ciclistas difuntos, un pelotón fúnebre y sin jerarquías en el que un niño apellidado Buzzanca, pobre, sonríe orgulloso con su maillot justo entre el viejo Bartali con chaqueta y corbata y el joven Coppi con la maglia albiceleste del equipo Bianchi; en otra hilera, un Rolando Milanesi, que murió a los 24 años, gana un esprint en blanco y negro, una Marisa Bertacchini corre un campeonato del mundo, un anciano llamado Angelo L. pedalea con su bicicleta del siglo XXI y saluda alzando la mano a un oscuro campeón regional de la posguerra que le mira con desconcierto.
Los aficionados -los devotos- conocen de memoria las fotos más famosas de los corredores coronando el Ghisallo durante un siglo: los tres ciclistas de la década de 1920, todavía sin cambio de marchas, que se apean de la bici para sacar la rueda trasera y meterla del otro lado con el piñón pequeño para el descenso; Jean Robic esprintando cuesta arriba, volcado sobre el manillar, con la cabeza cerca de la rueda; Bartali chillando furioso a un aficionado que también le chilla… Hay una de Felice Gimondi en 1966, coronando bajo la lluvia mientras se lleva comida a la boca.
Gimondi, la pasión del niño hambriento
Es curiosa esta foto, la de Gimondi comiendo en el Ghisallo.
Él escaló esta montaña las dos veces que ganó el Giro de Lombardía (1966 y 1973) y las otras tres en las que subió al podio. También lo hizo vestido con la maglia rosa en dos de sus tres Giros de Italia triunfales (en 1967 y 1976). Pero esas siete escaladas gloriosas solo fueron repeticiones de una aventura infantil.
“Cuando yo era niño, en los años 50, llegaba septiembre y en mi pueblo no había otro tema de conversación: el Giro de Lombardía”, cuenta Gimondi. “Los hombres se sentaban en los bancos delante de la iglesia y contaban siempre las mismas historias de Bartali y Coppi, el momento en que les vieron pasar por el Ghisallo, qué cara ponían, qué gestos hacían. Era la carrera que se disputaba más cerca, a unos sesenta kilómetros de nuestro pueblo, y los niños tachábamos los días que faltaban. En nuestra fantasía, el Ghisallo era una montaña misteriosa, fascinante, inaccesible. Mi padre y mi tío tenían un camión con el que transportaban gravilla. La víspera del Giro de Lombardía limpiaban la caja trasera, le ponían dos filas de bancos, lo cubrían con una carpa y allí nos sentábamos un montón de gente. Salíamos a las cuatro de la mañana y nos íbamos al Ghisallo, a ver cómo sufrían los ciclistas en esa carretera sin asfaltar, atascados en el barro o ahogados en el polvo. Allí nació mi pasión por el ciclismo.
“Y fue el primer puerto que subí en bicicleta. Un día de verano salí con un amigo del pueblo y nos fuimos hasta el Ghisallo, una expedición extraordinaria. Fue una de las subidas más terribles de mi vida, ese día sufrí más que cuando me atacaba Eddy Merckx. De vuelta a casa, desfallecimos. Íbamos muertos, hambrientos, y en la entrada de un pueblo tiramos la bicicleta y saqueamos una higuera. Nos tumbamos en la hierba y nos hartamos a comer higos”.
Una década más tarde, cuando coronó el Ghisallo en primera posición y volaba hacia la victoria, Gimondi debió de recordar el desfallecimiento infantil y se llevó la comida a la boca.
Coppi, el dios ciclista
Tal y como hizo el pequeño Gimondi, los italianos renuevan la devoción por el ciclismo en los escenarios más sagrados de este deporte. Es la ventaja de los aficionados a la bicicleta: subir pedaleando al Ghisallo, especialmente el primer domingo de octubre, poco antes de que pase el Giro de Lombardía, equivale a que te dejen pelotear en la pista central de Roland Garros antes de que jueguen Federer y Nadal o a que te dejen echar un partido con los amigos en el césped de Anfield antes de una final europea. Los cicloturistas suben empapados en el mito. Pedalean en la curva exacta en la que demarró Coppi, coronan el collado con el mismo golpe de riñón que Bartali y así alcanzan el santuario ciclista del Ghisallo.
Es una ermita del siglo XVII, apenas una pequeña nave con campanario y un pórtico de tres arcos, asomada al lago de Como y con vistas a los Alpes Centrales. En la explanada del santuario levantaron un Monumento al Ciclismo -con un ciclista vencedor y otro caído- y bustos de Binda, Bartali y Coppi.
A Fausto Coppi, el campionissimo, lo veneraron con una devoción religiosa. La bicicleta y el maillot amarillo con los que ganó su primer Tour de Francia, el de 1949, se exponen en el santuario y son dos de las reliquias más admiradas y fotografiadas.
Hay una foto que muestra muy bien el aura mística con la que los italianos veían a Coppi. La imagen es del 4 de julio de 1952. El italiano Andrea Carrea, superviviente del campo de concentración nazi de Buchenwald, viste el maillot amarillo del Tour de Francia por primera y última vez en su vida. Agacha la cabeza, avergonzado, mientras el campionissimo Coppi le acaricia el mentón y sonríe tratando de consolarlo.
Carrea, uno de los gregarios más fuertes y más fieles de Coppi, se había sumado la víspera al ataque de siete ciclistas secundarios. Una tarea de equipo habitual: colarse en las fugas, adelantar un peón en el tablero. Pero el pelotón se lo tomó con calma y los escapados llegaron con muchos minutos de ventaja a la meta de Lausana. Ganó el suizo Diggelmann. Carrea se marchó al hotel y cuando estaba a punto de ducharse apareció la policía para darle un disgusto: le comunicaron que era el nuevo líder del Tour y que debía subir al podio. Carrera llegó al podio acompañado por policías y temblando.
“Cuando le pusieron el maillot amarillo, lloró”, escribió el periodista Jean-Paul Ollivier. “Pensó que el cielo había caído sobre su cabeza. Cuando apareció Coppi, Carrea se dirigió hacia él sollozando como un niño y se deshizo en disculpas. ‘No quería el maillot, Fausto, perdóname, qué hace un pobre hombre como yo con el maillot amarillo…’”. Coppi lo abrazó y lo felicitó.
En la salida del día siguiente, Carrea se presentó de amarillo y no sabía dónde esconderse. Cuando se acercaron los fotógrafos, se arrodilló delante de Coppi y se puso a lustrarle las zapatillas. Por suerte para él, ese día subieron al Alpe d’Huez por primera vez en la historia, Coppi ganó la etapa y se vistió el maillot amarillo ya hasta París. Carrea terminó el Tour en novena posición: era un ciclista notable.
Pero los gregarios de Coppi no formaban solo un equipo de ciclistas, no eran una familia, “constituían una especie de secta en la que todos se entregaban al líder, 365 días al año, y permanecieron unidos con el paso de las temporadas”, escribe el historiador John Foot en su libro Pedalare. Valerio Bonini, otro de los gregarios de Coppi, habló así: “Estar junto a él era como estar junto a Jesucristo. No quiero blasfemar pero Fausto era un poco como él: un ser fuera de la norma, un santo en carne y hueso”. El sociólogo Roger Bastide escribió que la figura de Coppi parecía sacada “de la vidriera de una iglesia, con su cuerpo tan largo y delgado, con las líneas del rostro marcadas por el sufrimiento como las de un monje en éxtasis. Cuando se le ve sufrir, viene a la mente el camino al Calvario”. El periodista Gianpaolo Ormezzano habló de Coppi como “el campeón con una cruz a la espalda”.
Si los gregarios eran sus apóstoles, Coppi también tenía evangelistas que propagaban la buena nueva en los periódicos. Como su aparición en el túnel del Turchino en 1946. Veamos: el 9 de junio de 1940, con la guerra mundial recién estallada, Coppi era un chico de veinte años que acababa de ganar el Giro por delante de su jefe Bartali. Dos días después lo llamaron al cuartel. En 1942, siendo soldado, batió el récord de la hora en el velódromo Vigorelli de Milán en una pausa entre bombardeos. En 1943 lo enviaron a los campos de batalla del norte de África. Cayó preso de los ingleses, pasó dos años en el campamento de prisioneros, fue liberado en el sur de Italia, un diario de Nápoles pidió “una bicicleta para Coppi” y el ciclista cruzó pedaleando el país destrozado para volver a su casa en el norte. El 19 de marzo de 1946 se presentó en la salida de la primera gran competición tras la guerra: la Milán-San Remo. En las afueras de Milán, cuando faltaban 250 kilómetros, Coppi se escapó.
El cronista Pierre Chany esperaba el paso de los corredores en el túnel del alto del Turchino, a 150 kilómetros de meta. “El túnel era de modestas dimensiones, apenas cincuenta metros de longitud, pero el 19 de marzo de 1946 alcanzó proporciones excepcionales a los ojos del mundo. En ese momento el túnel se extendía seis años y venía desde las oscuridades de la guerra. De pronto llegó un estruendo creciente desde la profundidad y apareció a la luz un auto verde oliva, que levantó una nube de polvo. Arriva Coppi!, anunció el mensajero, una revelación que solo los iniciados habían previsto”.
Coppi salió de ese túnel de seis años y llegó a San Remo con catorce minutos de ventaja sobre Teisseire, segundo, y veinticuatro sobre Bartali. La radio italiana hizo un anuncio que pasó a la historia: “Después de Coppi, les dejamos con unos minutos de música hasta la llegada del siguiente corredor”.
Arriva Coppi, “llega Coppi”, se convirtió en la jaculatoria que repetían los devotos en las montañas de Italia, los adoradores de aquel campionissimo que ganó dos Tours, cinco Giros, docenas de clásicas y vueltas, que corría con un lema inscrito en los muslos: “La gesta más loca es la gesta más bella”. Solo en sus participaciones en el Giro, pasó más de tres mil kilómetros fugado en solitario. Se lanzaba a escapadas absurdas cuando ya tenía las vueltas ganadas, para martirizar a sus rivales y para martirizarse. Coppi ofrecía todo su dolor para culminar una obra bella.
“¿Y usted también toma la bomba?”, le preguntaron en la televisión italiana, a propósito del consumo de anfetaminas en una época sin normas contra el dopaje. “Sí, cada vez que es necesario”. “¿Y cuándo es necesario?”. “Casi siempre”. Entonces el consumo estaba permitido y generalizado. Así que la palabra “anfetamina”, un chirrido de uñas sobre la pizarra, desaparece fácil de la retórica sagrada del ciclismo italiano.
La fascinación perdura. En 2009 colocaron una placa en el pueblo de Argentera, para marcar el punto en el que Coppi se fugó sesenta años antes, en la etapa Cuneo-Pinerolo del Giro de 1949. Fue su obra maestra, labrada durante siete horas de cabalgada solitaria a través de cinco puertos alpinos. Aquel día el locutor Mauro Ferretti comenzó la retransmisión en la radio con una frase que los italianos cincelaron en mármol: “Un uomo solo è al comando; la sua maglia è bianco-celeste; il suo nome è Fausto Coppi”. Atacó en Argentera, a 192 kilómetros de meta, y nadie pudo seguirle. Cuentan que ese día, el 10 de junio de 1949, se suspendió la ley de la gravedad. Las crónicas hablan de aficionados que se santiguaban a su paso por el Izoard, que se arrodillaban y besaban el asfalto. En meta sacó doce minutos a Bartali, segundo clasificado, y una o dos horas a casi todos los supervivientes de la jornada, pero el 10 de junio de 1949 Coppi no luchaba contra otros ciclistas: fue el día en el que derrotó a las montañas, el día en que los espectadores del Izoard juraron que flotaba.
Coppi, sobre la bicicleta, flotaba. Coppi, sin bicicleta, era un hombre contrahecho. Rostro afilado, nariz larga, un cuerpo magro que se abombaba con un tórax cóncavo como el de un gorrión, una piernas larguísimas, frágiles y venosas. Escalaba los puertos con elegancia, bien sentado en el sillín, con los codos flexionados en ángulo recto y las manos firmes en el manillar, exprimiendo la contundencia de los muslos para hacer girar como émbolos sus zancas de cigüeña. Subía montañas con su pedaleo de talón recto, como un estilista de velódromo. En el gesto voraz de su boca abierta se adivinaba el sufrimiento, la asfixia, el corazón a punto de partirse, pero Coppi resistía los dolores y volaba cuesta arriba con un empeño de dignidad. De divinidad, según los devotos.
Al bajarse de la bici, el ser sobrenatural se convertía en una criatura desgarbada. Coppi nunca se retiró del ciclismo, se arrastró de mala manera varios años y circuló el cuento de que seguía compitiendo porque solo podía vivir sobre la bicicleta. Decían que al dejarla moriría. A finales de 1959 anunció que la siguiente temporada sería la última, ya con 40 años. Luego viajó a África, a participar en carreras de exhibición, a cazar, y enfermó de malaria. Murió el 2 de enero de 1960.
Cincuenta mil personas acudieron al entierro en Castellania, el pueblo del campionissmo, ocuparon las calles y los campos embarrados, y abrieron un pasillo como antes hacían en las montañas del Giro y del Tour, también se santiguaban, también se arrodillaban, esta vez para que pasara el ataúd, y decían en voz baja: arriva Coppi.
Girardengo, primer profeta
En 1947, en la época más esplendorosa de Coppi y Bartali, en una Italia destruida por la guerra y necesitada de pasiones y estímulos, surgió la idea de convertir la ermita del Ghisallo en un santuario de la bicicleta.
La veneración ciclista por el Ghisallo tiene su origen en 1919, cuando el Giro de Lombardía introdujo esta subida para endurecer el recorrido. Desde la orilla del lago de Como, son nueve kilómetros con tramos duros y un descanso largo a mitad de ascensión, nada extraordinario hoy en día, pero entonces era un camino de tierra, empinadísimo para subirlo con aquellas bicicletas tan pesadas. La primera gloria fue para el terrible Girardengo, ídolo temprano de la Italia ciclista. “Desde que atacó a sus rivales, no dio la impresión de sentir cansancio”, contó la crónica de La Gazzeta dello Sport. “En la subida fue enérgico, a veces violento, pero siempre constante, poderoso, desatado”. La carrera se disputaba en noviembre y Girardengo llevaba guantes gruesos, rodilleras de lana y guardabarros. Después de bajar el Ghisallo, paró en un pueblo para lavarse y entrar en calor a base de café y huevos. En la meta de Milán, Girardengo sacó ocho minutos a Belloni y veintitrés a Suter. Solo terminaron ocho ciclistas: el último, De Michiel, llegó a tres horas y treinta y tres minutos.
El Ghisallo fue escenario de batallas memorables, en el Giro de Lombardía y pronto en el Giro de Italia. Los ciclistas de la comarca peregrinaban a esta montaña, pedaleaban su camino del calvario, le rezaban a la Virgen y le dejaban ofrendas. El 17 de agosto de 1947, en un domingo de romería, subieron tantos ciclistas, ofrecieron tantas maglias, tantas gorras, tantas flores y tantos trofeos a la Virgen, que al rector se le ocurrió una idea: pedirle al papa Pío XII que nombrara patrona de los ciclistas a la Madonna del Ghisallo. Un año más tarde, el papa encendió una antorcha de bronce y se la entregó a Gino Bartali. La transportaron en coche a Milán y desde allí varios ciclistas la llevaron a relevos hasta el santuario, incluidos Belloni, Girardengo, Binda, Bartali y Coppi. La Iglesia veía en los campeones ciclistas “el contacto entre el triunfo profano y la afirmación de lo sagrado. Las escaladas en bicicleta conducen a muy altos sentimientos”.
Ante la acumulación de reliquias, en el año 2000 construyeron junto al santuario un museo de ciclismo amplio y moderno, con una extraordinaria colección de bicicletas, maglias y otros fetiches, y un relato histórico con joyas documentales.
Bartali y la Virgen salvan a Italia de la guerra civil
El 7 de julio de 1948, Gino Bartali ganó la etapa del Tour de Francia que terminaba en Lourdes. Luego pidió que le dejaran solo y se acercó a la gruta de Bernadette, la pastora a la que se la apareció la Virgen, dejó como ofrenda el ramo de flores que le acababan de entregar y se quedó un rato rezando. Unos días después, la prensa católica recordó este gesto, esta alianza entre el campeón y la divinidad, para explicar el milagro que salvó a Italia de una guerra civil.
Bartali flojeó en varias etapas y llegó al pie de los Alpes en séptima posición, a 21 minutos del líder Bobet, casi sin opciones. El 14 de julio, víspera de la primera etapa alpina, un anticomunista se presentó en la salida del parlamento en Roma y le pegó cuatro tiros a Togliatti, secretario general del Partido Comunista Italiano. Togliatti sobrevivió, pero mientras lo operaban a vida o muerte, estallaron manifestaciones masivas por todo el país, hubo ocupaciones de fábricas, secuestros de directivos, bloqueos de trenes y carreteras, llamamientos a la revolución, prohibiciones de celebrar manifestaciones, enfrentamientos que dejaron 16 muertos y 600 heridos. Esa noche Bartali recibió una llamada en el hotel: era el democristiano De Gasperi, presidente del Consejo de Ministros, quien le preguntó si podría ganar la etapa siguiente para llevar alguna buena noticia a Italia y calmar los ánimos.
A partir de esa llamada, Bartali ganó tres etapas consecutivas en los Alpes. Atravesó tormentas de nieve, maratones de cinco puertos, trituró a sus rivales en jornadas de diez horas cada una, emergió con el maillot amarillo y llegó a París con una ventaja al segundo clasificado que nunca se ha vuelto a superar: 26 minutos a Schotte.
Cuenta la leyenda que las noticias extraordinarias del Tour transformaron los enfrentamientos italianos en celebraciones, que la hazaña milagrosa de Bartali evitó la guerra civil. No hay fundamento para creer tanto. Pero la idea se convirtió en un lugar común. Carlo Trabucco, director del diario democristiano Popolo, recordó la visita de Bartali a la gruta de Lourdes y escribió que “su carrera en el Tour fue una carrera protegida por la Virgen”. En Lourdes quedó bendecido, destinado a vencer, y pedaleó en los Alpes “transportado por los ángeles”. Esta narración la elaboró la prensa católica, pero el “mito Bartali” cuajó como un mito nacional. Las naciones no pueden existir sin imaginarse. Y, parafraseando a Foot en Pedalare!, el mito Bartali es parte de un mapa conceptual del mundo, subraya la presencia de los otros –los franceses, sus ciclistas, su público, su carrera- y de uno de los nuestros que los derrota. Bartali se convirtió en una especie de pararrayos de las tensiones políticas. Su triunfo ofreció una alegría común a todos los italianos, por encima de las ideologías, y así, con esa historia que se repite mil veces, aunque no tenga fundamento histórico, se construye un sentido de identidad nacional.
En la estación de Milán, antes de subir al tren que le llevaba a ese Tour, Bartali hizo unas declaraciones: “Sé que Dios me va ayudar. Por eso acepto el sufrimiento”. Curzio Malaparte escribió: “Bartali pertenece a esa clase de hombres que acepta el dogma. Es un hombre metafísico protegido por los santos”.
Y unos meses antes, en septiembre de 1947, el papa Pío XII salió al balcón de San Pedro para alertar a los miembros de Acción Católica de los peligros de la expansión comunista: “La dura prueba de la que habla San Pablo ya está en marcha. Es la hora del esfuerzo intenso. Mirad a vuestro Gino Bartali, que ha ganado tantas veces la ansiada maglia. Corred como él en este campeonato ideal”.
Alfonsina Strada, la mujer nueva
Las ideas eclesiásticas sobre la bicicleta tuvieron una evolución peculiar. En los primeros tiempos los obispos italianos la vieron con recelo, durante un tiempo incluso prohibieron a los sacerdotes que las utilizaran. Porque era el vehículo emblemático de los socialistas, comunistas y sindicalistas, que pedaleaban en grupos para recorrer las zonas industriales proclamando huelgas. El 24 de agosto de 1913 se celebró en Imola el primer Congreso Nacional de Ciclistas Rojos. Aprobaron unos estatutos que decían lo siguiente: “En los periodos especiales (elecciones, agitaciones, huelgas), los ciclistas rojos asegurarán los medios rápidos para la comunicación y la correspondencia (…). Las bicicletas rojas serán la vanguardia de nuestra propaganda y nuestro movimiento, el medio por el que nuestros afiliados de todas las comarcas permanecerán en contacto, en tiempo de paz y de guerra”. Consideraban la bicicleta como “el vehículo del pueblo” para la lucha de clases y denostaban el ciclismo de competición: “El deporte es un problema gravísimo, que desvía la atención de los obreros y especialmente de los jóvenes. Los distrae del estudio de los problemas sociales y los aleja de las asociaciones políticas”. Y condenaban a “esos jóvenes más deseosos de leer La Gazetta dello Sport que el Avanti! [el diario socialista], esos jóvenes preocupados solo por hacer el amor y correr en bicicleta”.
La bicicleta también inquietaba al criminólogo Cesare Lombroso, aquel que dictaminaba si alguien era un delincuente por la forma de su cráneo, sus mandíbulas o sus orejas. En 1900 escribió que la bici “es el vehículo más rápido en el camino a la delincuencia, porque la pasión por el pedal arrastra al robo, la estafa y el atraco (…). Es un instrumento frecuentísimo para el robo, también para la gente relativamente adinerada, que se siente atraída por la facilidad de la ocasión”
En ese cambio de siglo, “la velocidad se había convertido en una experiencia psíquica”, explica Philipp Blom en su libro Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914. “Cuatro veces más rápida que un peatón, la bicicleta sacaba al ciclista fuera de los límites de su propia vida y lo llevaba al campo, lejos de los salones y hacia una vida libre del peso de las convenciones sociales. Los moralistas reaccionaron escandalizados por los efectos que esos vehículos anárquicos tendrían en la moral pública, sobre todo en las mujeres, que ya pedaleaban alegremente tras tirar a la basura el corsé y decantarse por una ropa más práctica, pantalones incluidos. Los científicos advertían muy seriamente de que la velocidad y también la posición -a horcajadas en el sillín, con descaro- estimularían a las mujeres más de lo que eran capaces de resistir y las reduciría a la infertilidad, a la histeria, hasta dejarlas hechas unas criaturas licenciosas sin compostura ni moderación”.
La ciclista Alfonsina Strada compitió con los hombres en dos Giros de Lombardía (terminó ambos, cosa que no hicieron la mitad de los participantes) y en el Giro de Italia de 1924. Los periódicos le dedicaron artículos y viñetas entre la admiración y la burla, el escándalo y la condescendencia, y muchos espectadores se arremolinaban para ver -y a veces insultar- a una mujer que pedaleaba con las piernas al descubierto. En el Giro de Italia, Strada llegó fuera del tiempo máximo en una de las últimas etapas, fue descalificada, pero los organizadores le permitieron continuar hasta el final, ya sin registrar sus tiempos. El campeón Alfredo Binda tronó en un congreso internacional de ciclismo contra quienes permitían carreras femeninas y remató con un “los hombres en bicicleta, las mujeres en la cocina”. A Strada no le permitieron participar en los siguientes Giros. Siguió compitiendo y venció en 36 carreras, a menudo contra hombres.
“El ciclismo femenino nació con el impulso del sufragismo y el límite feroz del voyeurismo machista”, escribió Ormezzano. “La imagen de una mujer que escala una montaña en bicicleta es la imagen de una mujer nueva, que rompe con los límites de la vida que le han diseñado los hombres”.
En la explanada del Ghisallo se levanta un busto de Binda, como un guardián del templo con cara de anciano bondadoso. No sabe que Alfonsina Strada se le coló, que su bicicleta cuelga en el interior del santuario y que es una de las más comentadas y fotografiadas por los visitantes.