Nota del Editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este texto corresponden exclusivamente al autor.
(CNN Español) – Francisco no es el primer papa que alude a Cuba ante el gobierno estadounidense. Antes, en 1898, lo hizo León XIII, quien intercedió entre la administración del presidente William MacKinley y la corona española para tratar de evitar la guerra entre ambos países, que tuvo como eje la situación en la isla.
León XIII, Francisco y los hermanos Fidel y Raúl Castro tienen en común ser exalumnos jesuitas. Los pontífices estudiaron con la Compañía de Jesús en el colegio de Viterbo y en el Seminario Jesuita de Buenos Aires, mientras que los gobernantes cubanos lo hicieron en los colegios Dolores en Santiago de Cuba y de Belén en La Habana.
León XIII, un papa contemporáneo con Carlos Marx y en la Europa decimonónica, lo mismo que el fundador del socialismo científico, desde un enfoque crítico, percibió que las enormes tensiones sociales generadas por el desarrollo acelerado del capitalismo y sus costos sociales, poseían potencial para provocar rupturas sociales.
Uno respondió con El Capital, el otro con la encíclica Rerum Novarum. El socialista organizó a los trabajadores y el clérigo a los laicos católicos. Marx creó la teoría de la lucha de clases y León XIII la Doctrina Social de la Iglesia y alentó la formación de los partidos de inspiración católica. Desde entonces, superando abismos ideológicos, cristianos y marxistas, fueron aliados o compañeros de viaje, asumiendo la acción social como un credo compartido y a veces, como escenario de colaboración.
No me atrevería a afirmar que los jesuitas inculcaron a León XIII todas las ideas que en 1891 plasmó en la encíclica Rerum Novarum (Las Cosas Nuevas), ni en Fidel Castro el pensamiento expuesto en La Historia me absolverá (1953). Tampoco Francisco les debe toda su magnífica proyección ideológica.
El caso es que por su condición de jesuita, un sector avanzado de la Iglesia católica, ligado a elaboraciones teológicas de vanguardia, apegado a la ilustración, la actividad científica y la acción social, Francisco es el papa ideal para sumar su enorme autoridad moral a la convicción de mandatarios que, como Raúl Castro y Barack Obama, se mostraron dispuestos a dar pasos al encuentro.
Obviamente, Francisco ha tenido a su favor no solo la predica y la labor de los pontífices que le precedieron, Juan Pablo II y Benedicto XVI, que en 1998 y 2012, respectivamente, estuvieron en Cuba, percibieron lo injusto del bloqueo y llamaron al diálogo, la aproximación y la reconciliación, no solo entre los cubanos, la Iglesia local y el Estado, sino también con sus enconados adversarios, Estados Unidos.
Un elemento importante en la evolución de la situación que ha generado la coyuntura actual, ha sido el proceso de entendimiento y aproximación de la Iglesia con el Estado cubano, iniciado por Fidel Castro, que en 1992 promovió una reforma constitucional que introdujo el laicismo del Estado, puso fin a todo tipo de discriminación por motivos religiosos e incluso auspició el ingreso de creyentes en el Partido Comunista que, de ese modo, también renunció a la condición de ateo.
Esa gestión, continuada por el presidente Raúl Castro, encuentra en la jerarquía eclesiástica interlocutores igualmente brillantes, imbuidos de buena fe y atentos a los intereses nacionales, como el cardenal Jaime Ortega y su equipo.
Cuba vive hoy uno de aquellos momentos en la historia a los que, como en estado de gracia, por la constancia, la firmeza y la fe, maduran situaciones sociales y políticas, confluyen circunstancias y líderes que suman los elementos necesarios para producir eventos trascendentales.
La nación cubana y su liderazgo político encuentran en el papa Francisco no solo al interlocutor atento, sino al estadista y al pastor dispuesto a contribuir con sus gestiones, su talento y su predica a la solución de problemas reales, que aunque amparados en la fórmula: “Dios mediante”, necesitan de acciones terrenales, entre ellas, complejas negociaciones y buena fe.
Por su parte, Francisco ha encontrado en las autoridades cubanas, en la jerarquía católica local y en el pueblo, incluidos creyentes y no creyentes, a personas que no solo apoyan sus pronunciamientos sobre temas de capital importancia, sino que le profesan una autentica admiración.
Atrás, relegada a un pasado que, excepto lecciones, nada aporta al porvenir, han quedado desavenencias y desencuentros que condujeron a la confrontación. La Iglesia, que nunca dejó de ser parte integral de las instituciones de la nación y de la fe de las mayorías, enriquece la espiritualidad del pueblo cubano.
En La Habana y en el oriente cubano, caminos que desandará, aproximándose a los sitios por donde el cristianismo llegó a América, Francisco sentirá la calidez, la devoción y la gratitud de un pueblo que, además de apreciarlo por su jerarquía y sus obras, le agradece su contribución a la solución del más grave de los problemas del país, la nación y el pueblo.
Aunque desde hace más de 2.000 años existe el papado y el trono de San Pedro ha sido ocupado por hombres sabios y buenos, incluso beatos y santos, ahora que Jorge Mario Bergoglio, nacido argentino y latinoamericano, ocupa la sede vaticana, los pueblos sienten que tienen papa. El día de su elección, en la fumarola de la Capilla Sixtina, hubo humo blanco para los pobres. Bienvenido seas, Francisco.