Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Encuentro. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – En junio de 2012, una madre argentina conseguía la victoria más amarga de su vida: que por fin desconectaran a su hija de la máquina que la mantenía con vida.
Camila Sánchez, de tres años de edad, había nacido en estado vegetativo. Murió dos horas después de la desconexión. Una parada cardiorrespiratoria no traumática, dijeron los médicos entonces. La madre movió cielo y tierra, se dirigió incluso a la presidenta Cristina Fernández para que Argentina reconociera el derecho a la muerte digna, al tiempo que denunciaba que su hija era víctima de una “clara obstinación terapéutica”. A raíz de ese suceso, Argentina aprobó la Ley de Muerte Digna.
Nadie merece enterrar a un hijo. Mucho menos rogar ante los jueces, los curas y los políticos que se deje morir a un hijo. Esquilo jamás imaginó algo tan trágico, ni Sófocles ni Eurípides. Hay que ser muy sádico o muy insensible para hacer oídos sordos a un debate insoslayable sobre todo en las sociedades laicas. Es hora de que asumamos el tema como Dios manda. Es un decir claro, porque acaso la reticencia mayor venga de las religiones que sostienen con todo derecho por cierto, que la vida es un don divino y que el ser humano es intocable.
Cuesta hablar del tema porque nadie nos enseña en Occidente a bregar con la muerte y porque cada quien se encarga del suicidio asistido desde las respectivas trincheras ideológicas y muy pocos se atreven a saltar el muro de los prejuicios, la desinformación y una falsa compasión judeocristiana que nada tiene que ver realmente con el cristianismo primigenio. Los hay que sencillamente se niegan a hablar del tema sin cruzar los dedos o tocar madera. Supongo que temen que sus neuronas sufran un golpe de lucidez y audacia.
Cuesta encajar el paternalismo de los poderes públicos en el mundo de hoy ante un tema como el de la muerte digna y la displicente actitud con que tales poderes asumen por ejemplo, la venta de armas, la legalización de ciertas drogas, las intervenciones militares en el extranjero, y un largo etcétera que no nos deja bien parados como ciudadanos ni ante Dios ni ante nadie. Ya que, en casi ninguna parte, el poder ha logrado garantizar a sus ciudadanos una vida digna, que al menos no les moleste cuando esa vida llega a su final.