Nota del editor: Sebastián Riomalo es un economista y abogado que trabajó como analista económico para el Fondo de Población de las Naciones Unidas en Beijing. Lideró proyectos en temas relacionados con política pública y el impacto socioeconómico de las transiciones demográficas. Tiene una Maestría en Políticas Públicas de la Universidad de Beijing y otra en Administración Pública y Gobierno del London School of Economics. Las opiniones expresadas en este texto son exclusivas del autor.
En China, cada vez es más difícil ser hombre. La historia de An Liang, un hombre soltero de 30 años, trabajador y desesperado por ahorrar lo suficiente para comprar una casa y un carro, es común en las calles de Beijing. Sus padres y abuelos le van a ayudar con una suma importante, pero ni con esto es suficiente. “No estoy persiguiendo los ladrillos, ni las ruedas. Estoy detrás de tener lo que cualquier mujer me pediría si quiera para considerar ser mi esposa”.
En una cultura donde proteger el linaje y construir familia están entre las principales virtudes, casarse y tener hijos es prácticamente un deber ser: quizá la única forma de honrar a los ancestros y convertirse en un miembro respetado del colectivo. El problema es que hoy día la demografía de ese país de 1.376 millones de personas, que representa un quinto de la humanidad, tiene muchos más hombres que mujeres, según cifras del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la ONU.
Las estadísticas de las Naciones Unidas así lo confirman: para el 2015, entre las personas de 15 a 40 años, había 20,8 millones más de hombres chinos que mujeres.
Ante tanta sobreoferta, las leyes económicas son implacables: en el despiadado mercado matrimonial, ellos están en desventaja. De ahí que la mujer china moderna sepa que puede ser más exigente: espera que el pretendiente le ofrezca un ascenso en la escalera social o, como mínimo, le asegure una vida cómoda. En las ciudades, esto implica necesariamente que el hombre, a sus 30 años, tenga ya casa y carro; en el campo, al menos una parcela para labrar. Dadas las condiciones, inevitablemente los solteros involuntarios terminan siendo los millones que son los más pobres y vulnerables.
Detrás del desbalance demográfico y social, está una política pública instaurada hace décadas. En 1981, el gobierno chino decidió aprobar, como medida de Estado, una estricta política de natalidad que limitaba el número de hijos que una familia podía tener. Esta, que llegaría a conocerse de forma simplista como “la política del único hijo” (a pesar de que a ciertas familias no les ponía el límite de un hijo), se justificó en su momento como una medida necesaria, casi científica, para evitar que la explosión demográfica en el país obstaculizara el desarrollo social y acabara con los recursos naturales.
Una aproximación que tenía tanto de inédita como de radical estaba llamada a tener consecuencias inintencionadas. Fue así como, aparte de acelerar vertiginosamente el proceso de envejecimiento de la población, la política de natalidad incentivó un fuerte desbalance en la tasa de género. El Gobierno no anticipó que, para algunos padres, la preferencia por tener un niño era tal que estaban dispuestos a abortar a una niña en camino con tal de tener otra oportunidad para engendrar al hijo. En consecuencia, hubo un aumento de los abortos selectivos motivados por el sexo: entre el 2005 y 2010, cuando la proporción de los nacimientos por sexo del mundo estaba en 108 niños por cada 100 niñas, en China era de 117, según la ONU. La más alta del mundo.
En un país eminentemente rural y patriarcal, esto no es del todo sorprendente. La familia promedio de los años 80 consideraba más “valioso” tener un niño por varias razones. La costumbre dictaba que cuando una pareja se casaba, la mujer se iba a vivir a la casa del hombre y su familia, y no al revés. Es decir que el núcleo familiar que tenía un hijo ganaba un trabajador, mientras que el que tuviera hija perdía uno. El Fondo de Población de las Naciones Unidas indica que para labores de campo, además, el hombre y su fuerza física eran más útiles. Sin mencionar, claro está, que el hijo aseguraba que el apellido familiar y el linaje pasará a la siguiente generación.
No es menor el problema. Tiene incidencia en muchas de las preocupaciones actuales del Gobierno, como lo son asegurar estabilidad en la política, las relaciones internacionales y el mercado inmobiliario. Los jóvenes sin vida amorosa se sienten marginados de la sociedad y son una fuente potencial de violencia, terrorismo e inestabilidad política. Muchos de ellos están buscando su esposa en países aledaños, lo que ha aumentado el tráfico humano y la tensión diplomática con países como Camboya y Laos. Por último, hay analistas que argumentan que, detrás de las burbujas inmobiliarias en megaciudades está la necesidad casi irracional del hombre de comprar un apartamento sin reparar en si el precio es justo o no.
El Gobierno, a su manera, ha tratado de corregir el desbalance, pero solo con resultados parciales. La política de natalidad fue rápidamente reformada para permitir hasta dos hijos por familia en el campo, cuando la primera fuera una niña (desde 2015, todas las familias pueden tener hasta dos hijos). El aborto, aunque permitido, no puede hacerse por razones del género del feto. Inclusive, se prohibió por ley el uso de ultrasonidos para determinar el sexo del bebe gestante. Pero estas medidas o fueron insuficientes o no llegaron a tiempo: los hasta 20,8 millones de hombres solteros, pobres y desesperanzados así lo atestiguan.
Sin embargo, no todo es negativo. La difícil situación de los hombres solteros ha hecho que muchos padres tomen nota de las ventajas que da hoy día el tener una hija. Paradójicamente, una de las víctimas de la espiral demográfica terminó siendo uno de los factores que dio inicio a ella: la preferencia social por los niños.
An Liang lo sabe: “Una vez me case, voy a querer en definitiva tener una hija. No le deseo a nadie, tener que sufrir lo que yo en este momento. Mucho menos a un hijo mío”.