Nota del editor: John McTernan escribió discursos para el ex primer ministro británico Tony Blair y fue director de Comunicaciones de la ex primera ministra australiana Julia Gillard. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
Un dictador ha muerto. Los ciudadanos de otro país pueden estar listos a abandonar la desacreditada y económicamente desastrosa ideología del comunismo. Pueden esperar que la libre expresión, la libertad de prensa y los derechos humanos se conviertan en prioridad.
Un momento para celebrar, ¿verdad? No para la izquierda. Para ellos, la muerte de Fidel Castro es un momento de tristeza. Veamos el ejemplo de Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista británico, quien dijo: “La muerte de Fidel Castro marca la partida de una gran figura de la historia moderna, la independencia nacional y el socialismo del Siglo XX”.
De verdad, la única parte acertada de ese pronunciamiento es el último pedazo. Castro es una nota de pie de página en la historia mundial, un hombre que hizo a su país uno subordinado más que uno independiente. Demostró de forma concluyente que por más de cinco décadas que una economía socialista es buena sólo para una cosa: dejar en la miseria a toda una nación.
Los homenajes han emanado de los sospechosos de siempre: los presidentes Nicolás Maduro, de Venezuela, Evo Morales, de Bolivia, y Rafael Correa, de Ecuador, fueron muy efusivos. ¿Qué explica las abyectas apologías hacia un brutal dictador? ¿Un hombre que ejecutó a miles de cubanos?
Lo primero es un instintivo sentimiento antiestadounidense. Para muchos en la izquierda, la regla es “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Con Fidel como enemigo de Estados Unidos, había que apoyarlo en lo que quisiera hacer. (Aunque esa clase de relativismo moral fue comúnmente condenado por la izquierda cuando el presidente Ronald Reagan lo extendió a los regímenes autoritarios de la derecha).
Sin ironía alguna, se elogia la longevidad y cómo él sobrevivió a tantos presidentes estadounidenses, sin consideración alguna de lo que contribuyó a su extenso gobierno el hecho de nunca haber llevado a cabo elecciones.
Lo segundo es la opinión según la cual el fin justifica los medios. Los sistemas cubanos de educación y salud son muy alabados, como si sus éxitos justificaran los abusos de a los derechos humanos, que son resaltados regularmente por Amnistía Internacional y otros observadores independientes.
En el mundo actualmente abundan los ejemplos de países que se las arreglan para combinar la excelencia en la salud y la educación con la democracia. De hecho, la Cuba pre revolucionaria tenía una baja sustancial en la mortalidad infantil en comparación con el resto de América Latina.
Eso no debería una sorpresa, era un país relativamente bien acomodado, de ingresos medios, con riquezas comparables a las de estados sureños de los Estados Unidos. Fue un trabajo duro y tomó mucho tiempo y compromiso de las empresas coordinadas por el Estado para destruir la creciente prosperidad cubana.
Sin embargo, ninguna de estas posiciones explica plenamente el fanatismo de la izquierda por Fidel. La tercera y más molesta razón para este apoyo es el fetiche izquierdista por la violencia. Las revoluciones y las dictaduras son brutales y violentas. Para los apologistas de Castro, estas no son más que infortunadas y lamentables consecuencias del cambio y que son parte esencial de su atractivo.
El traje militar y el culto al ‘Che’ Guevara son aspectos de esto. Hay algo atávico este amor izquierdista por Cuba, que está indudablemente conectado al sentimiento según el cual el derrocamiento violento es un camino más fácil para la victoria que ganarse los corazones y las mentes en una elección democrática.
La muerte de Castro debería ser la muerte de cualquier persistente creencia de comunismo como una distintiva y benéfica forma de organización económica. Pero, en vez de eso, ha sido usada como la oportunidad para celebrar a “un campeón de la justicia social”. Eso no debería plantearle dudas a la izquierda. Debería ser una fuente de vergüenza.