Nota del editor: José Miguel Vivanco es director para las Américas de Human Rights Watch. Las opiniones expresadas en este artículo corresponden exclusivamente a su autor.
Los derechos humanos existen para proteger al individuo frente a los abusos de poder e imponen obligaciones afirmativas de protección a los estados. Sin embargo, en la actualidad, una nueva generación de populistas autoritarios está desafiando este concepto universal.
Con la excusa de hablar en nombre del “pueblo”, tratan a los derechos como un obstáculo para imponer la voluntad de la mayoría y defender a la nación de las amenazas y los males que la aquejan. En aquellas sociedades donde los sistemas de control son endebles, resulta particularmente difícil frenar a estos iluminados.
Mientras Donald Trump se prepara para asumir la presidencia de los Estados Unidos, muchos se preguntan si terminará siendo uno de ellos.
El populismo autoritario avanza peligrosamente, en gran parte debido a que políticos demagogos explotan el descontento popular por preocupaciones legítimas, tales como problemas económicos, la inseguridad o la inequidad. El temor generalizado que causa el terrorismo o el malestar que pueden provocar la inmigración y la diversidad ofrecen un motivo perfecto para aceptar mentiras y prejuicios y arremeter contra quienes son señalados como responsables. Estos personajes autoritarios usualmente recurren a la xenofobia, al racismo y a un discurso que sacrifica, incluso veladamente, los derechos de minorías y opositores.
En Latinoamérica, al margen de las dictaduras militares de los años ‘70 y ’80 y la dictadura del gobierno cubano, hemos tenido nuestra cuota de autoritarismo. Por ejemplo, Alberto Fujimori orquestó un autogolpe, disolvió el Parlamento, corrompió las instituciones y cometió gravísimas violaciones de derechos humanos. Rafael Correa, que dejará la presidencia este año, ha perseguido a la prensa independiente y ha intimidado a la sociedad civil en Ecuador. Daniel Ortega está iniciando su tercer mandato consecutivo como presidente nicaragüense, habiendo utilizado a la Corte Suprema para consolidarse en el poder.
Lejos, el caso más escandaloso en la región es, sin duda, Nicolás Maduro. Desde su ajustada y cuestionada victoria en 2013, el presidente venezolano ha hecho poco y nada para solucionar serios problemas —que afectan mayormente a los más pobres— como la inseguridad y la grave escasez de medicamentos, insumos médicos y alimentos. Por el contrario, emplea a los servicios de inteligencia para perseguir a políticos opositores y a críticos, y despliega redadas policiales y militares contra comunidades inmigrantes y populares en las cuales se cometen gravísimos abusos. Aprovechándose de su control absoluto del poder judicial, Maduro ha bloqueado la Asamblea Nacional y logró suspender un referéndum revocatorio sobre su presidencia.
Los demagogos del pasado eran los fascistas, comunistas y otros que pretendían saber qué era lo que le convenía a la mayoría, y terminaron aplastando al individuo. Estas pretensiones de mayoritarismo sin límites, y las embestidas a las instituciones de control que limitan el poder del Estado, son el mayor peligro que hoy amenaza el futuro de la democracia en las Américas.
En nuestra región hemos construido un consenso a favor de los derechos humanos, producto de nuestra historia reciente de dictaduras draconianas, pero ese consenso es muy frágil. Ante amenazas reales, la tentación de la mano dura es fuerte, y si desde la Casa Blanca hay luz verde para ello, tendremos unos años muy difíciles por delante. Para poder hacer frente a este preocupante escenario, es indispensable romper la apatía y defender nuestros derechos ciudadanos y, ante todo, velar por el pleno ejercicio de la libertad de expresión y una prensa independiente.