Nota del editor: Laura Coates es analista legal de CNN. Fue asistente del fiscal de Estados Unidos para el Distrito de Columbia y abogada en la División de Derechos Civiles del Departamento de Justicia. Sígala en su cuenta de Twitter @thelauracoates. Las opiniones expresadas aquí son de su propia responsabilidad.
(CNN) – La pregunta no es si el exdirector del FBI James Comey debería haber sido despedido, sino cuándo.
La exsecretaria de Justicia, Loretta Lynch, debió haber despedido a Comey en el momento en que la desafió y dio una conferencia de prensa divulgando información despectiva sobre un tema de una investigación criminal. Sus acciones no eran simplemente cuestionables: eran la definición de insubordinación. Pero el hecho de que Comey mereciera perder su trabajo no significa que la gente no debe estar indignada por la manera y el momento de su despido sin contemplaciones.
Es importante entender que el presidente Trump y el subsecretario de Justicia, Rod Rosenstein, autor de la carta en la que se explican los motivos del despido de Comey, probablemente tengan motivos muy diferentes.
La justificación del gobierno de Trump para el despido de Comey (que manejó muy mal todo lo relacionado con escándalo de los correos electrónicos de Hillary Clinton) es una hoja de parra transparente y falsa. El mal manejo por parte de Comey de la investigación de los correos electrónicos fue sin duda una de las razones para despedir a Comey, pero desafía el sentido común el creer que fue la única razón.
La alabanza previa de Trump como candidato al manejo de Comey de esa investigación desmiente a todas luces su justificación declarada. La referencia del presidente Trump a las supuestas tres ocasiones en la que Comey le había dicho que él no estaba bajo investigación es increíble e injustificada en el mejor de los casos.
El hecho de que Trump despidiera a Comey, el hombre que supervisaba la investigación para determinar si su propia campaña estaba en connivencia con la interferencia rusa en las elecciones del 2016, simplemente para detener la investigación, habría sido un flagrante abuso de poder al estilo Richard Nixon. El motivo de Rosenstein, sin embargo, es discutiblemente justificable. Trump capitalizó el hecho en la disponibilidad de un motivo aparentemente imparcial.
Aunque la conferencia de prensa de julio pasado fue escandalosa, la gota que colmó el vaso fue el testimonio más reciente de Comey. Recordemos que la semana pasada, el ahora exdirector del FBI tuvo la oportunidad de aclarar su motivación para romper con la política del Departamento y revelar los detalles de la investigación por los correos electrónicos de Clinton.
En lugar de estar arrepentido por una usurpación obvia del poder de la fiscalía, se mostró descarado, arrogante y farisaico. Su ilusión de que la credibilidad del Departamento de Justicia y del FBI descansaba directamente sobre sus hombros no sólo fue contraproducente para cualquier esfuerzo por demostrar que el FBI es apolítico, sino también un claro acto de bravuconería.
Concretamente, Comey explicó que tuvo la audacia de llamar a la entonces secretaria de Justicia Lynch e informarle que iba a llevar a cabo una conferencia de prensa y que ni siquiera iba a darle la cortesía profesional de decirle lo que iba a mencionar en ese encuentro con los medios. Además, explicó que lo haría de nuevo.
Por si eso no fuera suficiente, demostró que todavía no había aprendido la lección de publicar comentarios despectivos sobre sujetos objetos de investigación cuando afirmó falsamente que Huma Abedin, asesora de la entonces candidata Hillary Clinton, envió cientos o miles de correos electrónicos que contenían información clasificada a su esposo Anthony Weiner. La confluencia de insubordinación e imprudencia por parte de Comey eran alarmas que simplemente no podían ser ignoradas.
Pero para Trump y Rosenstein, la idea de que el comportamiento pasado puede ser predictivo fue probablemente una parte clave de su cálculo. En la investigación de los correos electrónicos de Clinton, Comey se describió como un no partidista que estaba dispuesto a llevar a cabo una investigación incluso si conmocionaba al presidente o a sus designados políticos.
Si esa descripción fuera cierta, Trump podría razonablemente temer la misma investigación implacable, independientemente de sus deseos o la credibilidad de su gobierno. Trump quería echar a Comey y su testimonio fue música para sus oídos.
Por el lado de Rosenstein, se podría imaginar que él basó su recomendación no en una petición presidencial quizás nefasta para proteger a Trump de las consecuencias de una investigación seria sobre Rusia, sino por su temor de que dependiera de un director del FBI que le había demostrado que no tenía ninguna intención de serle fiel cada vez que la credibilidad de una investigación sensible fuera incluso remotamente cuestionada.
Si Comey estuvo dispuesto a desafiar descaradamente a Lynch, seguramente también estaría dispuesto a hacerlo con Rosenstein. Esa era una posibilidad que, como subsecretario de Justicia, Rosenstein debería estar poco dispuesto a considerar. Cuando testificó, la semana pasada, ante el Senado, James Comey se montó en una trampa política con un caballo muy alto. Ahora, en detrimento del pueblo estadounidense, ese caballo lo llevará a la puesta del sol.