Nota del editor: Lev Golinkin llegó a Estados Unidos como refugiado infantil de la ciudad ucraniana de Kharkov (actualmente llamada Kharkiv) en 1990. Es autor de las memorias “A Backpack, a Bear, and Eight Crates of Vodka”. Las opiniones expresadas en este comentario son de su propia responsabilidad.
(CNN) – Escuché por primera vez el silencio en la noche del martes, mientras buscaba en mi teléfono alguna reacción de Jared Kushner e Ivanka Trump sobre los más recientes comentarios del presidente Donald Trump sobre los neonazis luego de la manifestación de supremacistas blancos en Charlottesville (Virginia), y la muerte y caos derivados de este acontecimiento.
Después de que el presidente tratara de comparar a los neonazis con lo que él describió como una “ultra izquierda”, al asegurar que creía que había “culpa de ambos lados”, no se había percibido ninguna protesta por parte de Jared o Ivanka.
Lentamente, a medida que las horas pasaban, el silencio descendía.
Muchos piensan en el silencio como la ausencia de ruido, pero ese es sólo un tipo de silencio. Hay una variedad diferente, más oscura, que los judíos y los afroamericanos han conocido a lo largo de los siglos. Este silencio no suprime el sonido, sino que lo amplifica. Es el rechazo hacia el MS St. Louis (un barco que transportaba a refugiados judíos en 1939) que tuvo que partir hacia una Europa amenazada por el nazismo después de serle negada la entrada puerto tras puerto. Es el movimiento de los abanicos de las damas sureñas en subastas de esclavos. Es la presencia de apatía en medio de la injusticia y el horror.
Hace mucho tiempo que escuché este tipo de silencio. Lo oí en la Unión Soviética, en las pisadas de maestros y compañeros de clase caminando tranquilamente alrededor mío y del otro judío de mi clase mientras recibíamos nuestras palizas diarias. Lo había oído en el efecto Doppler de los autos que pasaban a mi familia y otros refugiados mientras hacíamos autostop a lo largo de frías carreteras austriacas.
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Pero el silencio que emanaba de Jared e Ivanka era exponencialmente más poderoso que cualquiera de los que hubiera escuchado antes. Para mí, como judío, no ver nada más que dos tuits de Ivanka me lleva al mismo tipo de dolor del que estoy seguro se hacen eco los afroestadounidenses cuando Ben Carson defiende al presidente Trump, o los asiático-estadounidenses cuando se equivocan Elaine Chao y Nikki Haley al condenar el odio en términos generales evitando cuidadosamente criticar al mismo gobierno del que forman parte.
No hubo rueda de prensa, ni rechazo a las palabras de Donald Trump. No hubo ninguna declaración de Jared sobre el horror a que sus abuelos habían sobrevivido. Nada de Ivanka, que había hablado de defender a las madres durante la campaña electoral, de defender a los niños judíos de hoy en día (sus hijos), todos los niños, de la intimidación y la violencia. No hubo nada, sino el sonido de un constante chasquido en el dispositivo electrónico de Ivanka mientras escribía dos tuits.
Fue como escuchar el tejido del judaísmo desgarrarse a sí mismo.
Bajo los rituales judíos, costumbres y reglas subyace una idea simple y sagrada: la preservación de la santidad de la vida. Es por eso que los enfermos están absueltos de ayunar en los días de penitencia. Es por eso que las reglas de no electricidad y no trabajo del sabbat salen por la ventana en el momento en que golpea una emergencia que amenaza la vida. De hecho, se considera un pecado grave poner a alguien en riesgo al guardar ciegamente el sabbat, porque pone a la justicia por encima de la humanidad. Este enfoque ético en preservar la vida es el sustrato fundamental del judaísmo.
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El silencio de la Casa Blanca atentó contra este principio sagrado, asaltándolo a un nivel casi elemental. Si dos judíos en el pináculo del poder estadounidense (uno, nieto de sobrevivientes del Holocausto, y la otra, una mujer que había dedicado años de estudio riguroso a convertirse en creyente de esta religión) se niegan a denunciar los equívocos de Trump sobre los neonazis, uno podría preguntarse si ellos aún son judíos.