(CNN) – Uno de los datos más interesantes en el nuevo libro de Esther Perel, “State of Affairs: Rethinking Infidelity” (“Estado de las Aventuras: Repensando la Infidelidad”) llega casi al principio.
Desde 1990, hace notar la psicoanalista y escritora, la tasa de mujeres casadas que reportan que han sido infieles se ha incrementado un 40%, mientras que la tasa de hombres sigue siendo la misma.
Más mujeres que nunca están engañando, nos dice, o están dispuestas a admitirlo. Y aunque Perel utiliza mucho de su libro para examinar el significado psicológico, la motivación y el impacto de las aventuras, ella ofrece poca revisión de lo que significa el aumento en sí mismo.
¿Así que qué está pasando exactamente en los matrimonios para cambiar los números? ¿Qué ha cambiado sobre la monogamia o la vida familiar en los últimos 27 años para explicar el cierre de la brecha? ¿Y por qué tantas mujeres empezaron a sentirse con derecho al tipo de comportamiento largamente aceptado (aunque no aprobado) como una prerrogativa masculina?
Estas preguntas se me ocurrieron primero hace algunos años cuando empecé a cuestionarme cuántas de mis amigas eran de verdad fieles a sus esposos.
A la distancia ellas parecían felices, o al menos contentas. Como yo, ellas estaban en eso de la familia. Tenían hijos adorables, hipotecas, una vida social muy ocupada, vajillas. En la superficie, sus esposos eran razonables y sus matrimonios, modernos y equitativos. Si estas amigas estaban enfadadas, insatisfechas o resentidas, ellas no lo mostraban.
Luego un día, una de ellas me confió que había tenido dos aventuras al mismo tiempo en un periodo de cinco años.
Un poco antes de que terminara de procesarlo, otra amiga me dijo que era 100% fiel a su esposo, excepto cuando salía de la ciudad por trabajo cada mes. No mucho después, otra me dijo que aunque nunca había tenido relaciones sexuales con otro hombre, sí había tenido tantas aventuras emocionales e intercambios de e-mails inapropiados a lo largo de los años que había tenido que comprar un disco duro aparte para almacenarlos todos.
Lo que me sorprendió más de estas conversaciones no fue que mis amigas estuvieran engañando, sino que muchas de ellas eran tan despreocupadas en la forma que describían sus aventuras extramatrimoniales. Había engaño pero poco secreto o vergüenza.
A menudo ellas amaban a sus esposos, pero sentían de alguna forma fundamental que sus necesidades (sexuales, emocionales, psicológicas) no se estaban cumpliendo al interior del matrimonio. Algunas incluso se preguntaban si sus esposos sabían que les eran infieles y preferían mirar a otro lado.
“El hecho es”, me dijo una de esas amigas, “soy más amable con mi esposo cuando tengo algo especial que es solo para mí”. Ella se dio cuenta de que era más amable, más paciente, menos resentida, “menos perra”. Se me ocurrió mientras que escuchaba que estas mujeres describían la infidelidad no como una transgresión, sino como un acto creativo o hasta subversivo, una protesta contra una institución que habían llegado a sentir como sofocante u opresiva.
En una generación anterior, esto habría tomado la forma de una separación o divorcio, pero ahora, al parecer, más y más mujeres estaban poco dispuestas a abandonar sus matrimonios y las familias que construyeron durante años o décadas. Ellas tampoco estaban dispuestas a soportar el estigma de un matrimonio públicamente abierto o tener que pasar por el esfuerzo de negociar un acuerdo tan complejo.
Estas mujeres estaban girando hacia la infidelidad no como una forma de hacer estallar un matrimonio, sino como una forma de quedarse. Mientras que las narrativas convencionales de la infidelidad femenina muy seguido colocaban a la mujer infiel como un objeto pasivo, las mujeres con las que hablé parecían tener el control de sus propias transgresiones. Parecía haber algo nuevo sobre este acercamiento.