Nota del editor: Ashley M. Jones es nativa de Birmingham, Alabama, y es autora de las recopilaciones de poesía “Magic City Gospel” y “Dark/Thing”. Las opiniones expresadas en el artículo son propias de la autora.
(CNN) – Yendo en auto a Birmingham a visitar a mis abuelas en Bessemer, Alabama y Greensboro, Alabama, pasábamos siempre por los bosques y cuando yo miraba las ramas me imaginaba que eran lo suficientemente fuertes para sostenernos a mí y a los otros cinco miembros de mi familia inmediata cuando el Ku Klux Klan nos colgara con una cuerda atada al cuello.
El día de San Valentín, Howard “Goodloe” Sutton, editor de The Democrat-Reporter, de Linden, Alabama, publicó un editorial reclamando que el Ku Klux Klan saliera otra vez a limpiar Washington y a barrer con los demócratas que están subiendo los impuestos en Alabama, comenzando una guerra y poniendo fin a la leva.
No es justo para el condado de Marengo, donde está ubicado Linden, decir que Sutton es su problema, que deberían haberle puesto un freno, que deberían haberlo silenciado cuando se refirió al presidente Barack Obama como a un huérfano keniata, cuando comentó sobre el trasero de la primera dama Michelle Obama, cuando apodó a Hillary Clinton una “cerda gordita”, cuando dijo que los jugadores de fútbol americano estaban haciendo lo que habían aprendido 200 años atrás (arrodillándose ante el hombre blanco) cuando se hincan durante el himno nacional.
Goodloe Sutton y otros como él no son el problema del condado de Marengo. Ni el problema de Alabama. Ni el problema del sur. Es parte de un problema estadounidense que se ha infectado y supura desde antes de 1776. Desde 1526, cuando los primeros africanos fueron robados y llevados al infierno de la esclavitud. La Constitución misma que Sutton afirma que “el ignorante” no entiende que originalmente fue escrita para permitirle a los hombres como él humillar y deshumanizar todos los que no son hombres blancos, terratenientes.
No puedo asegurar que haya entendido por completo el desacertado y aborrecible editorial de Sutton, porque su lógica es confusa. ¿Está enfadado con la gente rica o sólo con los demócratas ricos? ¿Está molesto con el mundo porque la promesa del sueño americano (blanco) no se hizo realidad en las diminutas y olvidables páginas de The Democrat-Reporter?
He leído un grupo de insultantes editoriales racistas, sexistas, nacionalistas en el periódico de Sutton, y creo que ese es el problema verdadero: todavía somos un país que le da un espacio y tiempo ilimitados al discurso del patriarcado blanco.
Sutton lleva décadas publicando editoriales repugnantes y sin embargo tan familiares. Nadie lo ha frenado. Se lo ha dado por perdido, como un hombre que ejercita la libertad de expresión. Pero este editorial y el comentario subsiguiente de Sutton es más que un comentario descolorido; sus palabras incitan a un acto repugnante, violento. ¿No era Bobby Frank Cherry, condenado por homicidio en el 2002 por su papel en el bombardeo de la Iglesia Bautista de la calle 16 en 1963, sólo un hombre que hablaba libremente con una lengua explosiva? ¿Cuántas personas negras han sido asesinadas en nombre de la libre expresión?
El día de las elecciones en el 2016 observé a gente llorar y preguntarse cómo podíamos superarlo. Muchas de esas personas eran blancas. El miedo que siempre tuve -desde la niñez, desde Rodney King, desde Sean Bell, desde Trayvon Martin, desde Sandra Bland, desde Nia Wilson, desde siempre, desde que a la orilla de nuestra propia casa, desde que el algodón nos ahogó hasta el silencio, desde 1963 y la iglesia sangrienta, desde que Emmett Till era un dulce niño negro a quien le molieron los ojos a golpes y le desdibujaron la sonrisa a rasguños, desde que la prisión nos robó, desde que Bill Clinton y Ronald Reagan nos encerraron, desde que Emantic Bradford Jr. fue asesinado en Riverchase Galleria en mi ciudad natal- se elevó un poco más en mi garganta.
¿Qué calle tomaría esa fatídica “equivocación”? ¿Dónde podría estar escondiéndose el Klan esta vez? ¿En una esquina oscura? ¿En un hombre de negocios bien trajeado? ¿En el Congreso? ¿En un uniforme de policía? ¿En una pastelería? ¿En la toga de un juez? ¿En un carcelero? ¿En el dueño de un arma? ¿En una gorra roja y una bandera estadounidense?
Goodloe no es el único estadounidense que quiere la muerte de otros estadounidenses o de otras personas que viven en Estados Unidos. Sus palabras deberían ser condenadas, sí, pero, ¿qué hay de los incontables intolerantes disfrazados cuyas túnicas blancas se parecen a las ropas que vestimos, a los uniformes en que confiamos?
¿Cómo podemos en esta vigorosa era de intolerancia vigorizada (no se equivoque, nunca erradicamos realmente el racismo, la opresión, la misoginia, la discriminación) desmantelar a los perpetuadores que están a plena vista de este sistema injusto y asesino?
No es suficiente resaltar las instancias flagrantes de racismo, no ahora, en un país cuya complacencia y entusiasmo por reivindicar el progreso ha resultado en este presidente, en esta cultura de división, en este ataque continuado contra la gente de color, contra la comunidad Lgbtq+, contra aquellos afectados por la pobreza y la gente discapacitada. Sí, debemos hacer responsables a aquellos que sostienen (o alientan) al que sostiene la soga del verdugo, pero, ¿y qué hay con la esposa que planchó su elegante cuello? ¿Qué pasa con el espectador que nunca abre su boca para decir basta?
Goodloe Sutton es un problema de todos. La pregunta ahora es: ¿qué haremos al respecto?