Nota del editor: Peggy Drexler es una psicóloga investigadora y autora de “Our Fathers, Ourselves: Daughters, Fathers, and the Changing American Family” (algo así como “Nuestros padres. Nosotros: hijas. Padres, y la cambiante familia estadounidense”) y “Raising Boys Without Men” (algo así como “Criando varones sin hombres”). Actualmente trabaja en otro libro sobre cómo las mujeres están condicionadas a competir entre ellas y qué hacer acerca de eso. Las opiniones expresadas en este comentario son propias de la autora.
(CNN) - Charles Duhigg, periodista y autor, recuerda que hace 15 años, cuando recibió su título de la Escuela de Negocios de Harvard, él y sus compañeros estaban entusiasmados por su “buena suerte”, como escribe en la revista de The New York Times. “Una maestría en administración de empresas de Harvard parecía un boleto de lotería ganador, una autopista dorada a la influencia a cambiar el mundo, riquezas fantásticas … una vida de trabajo profundamente significativo”.
Esa presunción era mayormente errónea.
En “Wealthy, Successful and Miserable” (algo así como “Rico, exitoso y miserable”), parte de una serie de artículos en The New York Times sobre el futuro en el trabajo, Duhigg escribe que una generación de personas sobresalientes y ambiciosas que parecen haber obtenido todo lo que quieren son, de hecho, más infelices que nunca; y que el problema está en los trabajos poderosos con elevados salarios por los que tanto trabajaron (y por los que pagaron tantas cuotas universitarias). “Siento que estoy desperdiciando mi vida”, señaló un inversor bancario que se siente atrapado en su empleo de 1,2 millones al año.
La insatisfacción laboral, por supuesto, no es un fenómeno nuevo. En estos días, sin embargo, hay más en juego con esos enormes salarios y los estilos de vida ligados a ellos, y son mayores las expectativas. Y vivir en la era de la atención y el empoderamiento propios hace que muchos crean que tienen derecho a tenerlo todo, “auténticamente” también. Entretanto, las redes sociales alimentan la idea de que todos los demás son más felices que uno. Lo que arroja una nueva fuerza laboral estadounidense cada vez más definida no por lo que ha logrado sino por lo que siente que le falta.
Sin duda las anteriores generaciones no siempre encontraban el verdadero “sentido” en su labor, ya fuera como médicos o abogados, vendedores de automóviles o instaladores de alfombras. El trabajo es lo que uno hacía. Uno estaba feliz de tener empleo, o al menos se resignaba al hecho, y por eso se presentaba a trabajar. Volvía a casa a la hora de la cena y rara vez se quedaba hasta después de hora en el trabajo.
Un estudio de la Universidad Erasmus de Roterdam de cuatro generaciones de trabajadores halló que las generaciones anteriores valoraban la seguridad laboral y querían evitar el riesgo. En otras palabras, la generación de postguerra era leal y respetuosa la jerarquía. A medida que ingresaron las nuevas generaciones a la fuerza laboral, y “el equilibrio trabajo/vida” se convirtió en parte de la cultura vernácula, aumentó la probabilidad de que la gente expresara su descontento, o esperara que las condiciones cambiaran. Y, más recientemente, una encuesta de Gallup del 2017 halló que solo el 15% de la gente productiva del mundo se sienten comprometidos con su trabajo.
La diferencia, en cambio, es que en estos días el trabajo lo es todo. Los estadounidenses trabajamos largas horas y nos retiramos más tardes, si es que lo hacemos. El trabajo es nuestra identidad y nuestra fuente de realización. También es cómo nos juzgan los demás. Un artículo reciente en The Atlantic definía “el vivir para trabajar” como “la creencia de que el trabajo no solo es necesario para la producción económica sino también la pieza central de la propia identidad y propósito en la vida; y la creencia de que cualquier política que promueva el bienestar humano debe siempre incentivar más el trabajo”. Y el “vivir para trabajar”, escribió el autor del artículo, Derek Thompson, está haciendo desdichados a los estadounidenses.
Lo novedoso, también, en la generación actual de trabajadores, es que por muy desdichados que se sientan, tienen el lujo de poder expresar su insatisfacción cuando surge y lo hacen. Los empleados de hoy y en especial los que asistieron a universidades prestigiosas y consiguieron puestos prestigiosos, tienen la expectativa de que la satisfacción debería ser parte del paquete.
Una encuesta de 2018 sobre 5.000 profesionales realizada por el Instituto Korn Ferry, una consultora sobre organizaciones, halló que la principal razón por la que la gente deja su empleo es que se aburre. La segunda: están buscando un nuevo desafío. Nuestra era de autoempoderamiento le ha hecho creer a muchos que tienen el derecho a una vida feliz y gratificante, en especial los que tuvieron la fortuna de asistir a escuelas como Harvard.
El trabajo significativo trae aparejado asimismo un estatus. Altos salarios, beneficios laborales; eso importa, naturalmente. Pero estos días, en especial en una multitud del uno por ciento que todos ganan buenos salarios, y que todos ingresaron a la fuerza laboral, como escribe Duhigg, con la expectativa de tener “influencia que cambie el mundo (y) fantástica riqueza”, existe el deseo de poder decir que uno ama su trabajo, y poder decirlo de verdad.
Entretanto, si bien varios estudios a lo largo de los años han demostrado una correlación entre ingresos más altos y mayor felicidad; entre ellos, uno en particular del 2010 de la Escuela Woodrow Wilson de la Universidad de Princeton, decía que cuanto más bajos los ingresos anuales de una persona por debajo de los US$ 75.000, más infeliz se sentía la persona. Así y todo, la mayoría acepta, al menos en teoría, que el dinero no hace a la felicidad. Ese mismo estudio de Princeton señaló que la Felicidad influenciada por los ingresos llega a su tope a los US$ 75.000, es decir, que no está científicamente probado que su trabajo de US$ 1,2 millones anuales lo hagan más feliz que el de una persona con un salario de US$ 75.000.
Y, sin embargo, si las fuentes de Duhigg revelan sentirse atrapadas por sus atractivos trabajos, es porque en cierto sentido lo están. Se juega más para los más descollantes: trabajadores que se quedaron trabados en empleos de elevados salarios a temprana edad, que forman parte de sus expectativas y las de sus familias.
Por supuesto, no hay una solución fácil para la infelicidad profesional. Acomodar las expectativas, después de todo, es algo más fácil de concebir que de hacer, y requiere el trabajo no solo de semanas sino posiblemente de toda una vida. En última instancia, la solución a la desdicha laboral podría retomar la idea de obtener el equilibrio entre la vida y el trabajo. Si el trabajo le da menos sentido, quizás pueda encontrar ese sentido en otras aspiraciones: pasatiempos, esparcimiento en familia, ser voluntario. Asígnele sentido a algo más que a lo laboral, y dependerá menos de su trabajo para que su vida tenga sentido.