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Nota del editor: Roberto Izurieta es director de Proyectos Latinoamericanos en la Universidad George Washington. Ha trabajado en campañas políticas en varios países de América Latina y España y ha sido asesor de los presidentes Alejandro Toledo de Perú, Vicente Fox de México y Álvaro Colom de Guatemala. Izurieta es analista de temas políticos en CNN en Español.

(CNN Español) – La portada de la revista semanal The Economist titula de manera alarmante: “Armas de trastorno o disrupción masiva”, describiendo los aranceles impuestos por el gobierno de Donald Trump y los que amenaza con imponer, sumado a la guerra tecnológica, las sanciones económicas y el aislamiento financiero hacia donde va EE.UU., como una nueva amenaza de disrupción de la economía mundial. Si a esto sumamos la posibilidad de que un desarrollo sostenible para evitar el daño irreversible en el medio ambiente mundial ya no es posible y solo podemos aspirar a una “retirada sostenible” como se manifiesta en la columna de opinión de El País, realmente es una situación alarmante.

Muchos se consuelan sabiendo que la economía del sector privado en los EE.UU. es suficientemente fuerte y que el rol y el poder del gobierno están limitados por las leyes y el poder judicial. En tal sentido tienen razón, pues un gobierno populista, demagógico y nacionalista no tendría el mismo efecto en EE.UU., como lo fueron en nuestra región Chávez, Maduro, Correa o los Kirchner.

Pero si vemos cómo ha reaccionado el mercado de valores a las amenazas arancelarias, sea a China o México, por parte de Donald Trump, nos damos cuenta que su efecto ha sido directo. Existe casi una correlación entre las amenazas de Donald Trump sobre tarifas y la caída del mercado. Ahora ha subido gracias a que su amenaza de imponer aranceles a México se ha pospuesto y también gracias la vuelta de la esperanza que la Reserva Federal pueda bajar las tasas de interés. O sea, gracias a la posibilidad de cómo pensaría la Reserva Federal ante un daño general a la economía de EE.UU. y mundial con una guerra comercial.

En mi opinión, tuvimos una rápida recuperación de la dramática crisis económica de 2008. En la segunda administración de Barack Obama se dio ya una bonanza y crecimiento. Con la elección de Donald Trump se dio un gran optimismo empresarial que se reflejó en Wall Street con la promesa cumplida de que como ahora los republicanos controlaban los “cuatro poderes” del Estado (Congreso, Senado, Corte Suprema y Casa Blanca), finalmente podrían conseguir un recorte de impuestos draconiano (a costa de financiar el presupuesto del Estado con más deuda). A eso había que sumarle el poder de desrregular la economía para impulsar sus actividades empresariales, aún a costa del medio ambiente y del fin de la regularización financiera, que fue impuesta luego de la última crisis de 2008 con el propósito que dicha crisis no vuelva a suceder. Todo esto dio enorme impulso al crecimiento, empleo y mercado de valores.

No he sido, ni soy profeta de desastres, pero temo que todos los elementos muy bien descritos en medios como The Economist de esta semana deben alertarnos a detener esta guerra comercial inútil, propia de un nacionalismo barato y populismo caro. Pretender detener el orden económico de un mundo globalizado (hoy potencializado por el desarrollo tecnológico y de las redes sociales) es imposible y su intento puede ser devastador.

Los excesos comerciales de China debieron y deben ser controlados con una enorme cooperación internacional pero no a través del aislamiento de EE.UU., con una guerra indiscriminada de aranceles. Tratar de imponer sanciones contra Irán a las compañías europeas cuando Europa aún reafirma y busca reformar el acuerdo actual solo aísla a EE.UU.; amenazar a México con aranceles solo aísla más a EE.UU.; lo mismo ocurre al tratar unilateralmente de controlar a empresas tecnológicas chinas.

Los aranceles son impuestos a la importación que pagan los consumidores (o sea todos). La ventaja política de promover estos impuestos es que la mayoría de los ciudadanos cree que ese impuesto no lo pagan ellos, sino que por el contrario lo paga otro país (México o China). El tiempo pasa rápido, pero hace décadas los ciudadanos también pensaban lo mismo del impuesto al consumo: creían que lo pagaban los comerciantes y los ricos; por eso era fácil acudir a ese impuesto. Ahora no. Quien lo intenta sufre una enorme presión hasta en las calles. Si no, pregúntenle a Macron.

La realidad es que a un gobierno populista le encanta subir impuestos (sobre todo cuando aparentemente no se notan de manera directa). Según la revista Forbes, el fisco de EE.UU. ha recibido por concepto de ingresos de los aranceles más de 55 mil millones de dólares por las importaciones chinas y podría recibir otros 27 mil millones si lograra imponer nuevos aranceles a México. Estas son cantidades muy atractivas para cualquier gobernante populista. Recordemos que el gobierno de EE.UU. se cerró parcialmente a fines de diciembre por más de un mes por las diferencias para llegar a un acuerdo que incluyera 5 mil millones de dólares para financiar el muro en la frontera largamente prometido por el presidente Trump. Esa es la magnitud de esta pelea.

La economía global funciona y prospera por el comercio de bienes, servicios, información, ideas y dinero legítimo entre países. Volver al proteccionismo no abrirá las minas de carbón de Iowa o las fábricas que se cerraron en EE.UU., (sé de empresas textiles que se fueron a Bangladesh o de automotrices que se fueron a México). El sector privado no invertirá en fábricas o minas que no produzcan y no habrá dinero de impuestos arancelarios que los compense o incentive. No se puede hacer una inversión para una década pensando que el gobierno de turno está construyendo un nuevo orden económico que ya fue intentado en América Latina y fracasó.

El déficit industrial no se solucionará así. Por el contrario, de cada auto que se construye en México, muchas de sus partes van y vienen a través de la frontera, garantizando que la mayor parte del valor de cada vehículo, aquellas partes que requieren más valor agregado (y más tecnología) se sigan construyendo en EE.UU. Por eso ha subido el empleo: porque en EE.UU. hay más y mejores empleos en el área tecnológica que en las minas de carbón o en una fábrica textil.

Estoy convencido que si el sector privado de EE.UU., reflejado muchas veces por el crecimiento de la bolsa de Wall Street, está dispuesto a ser permisivo con políticas nacionalistas o populistas, sobre todo en un año preelectoral, no podremos compensar estos efectos con una economía que crezca solo bajo un estímulo falso, como la baja de la tasa de interés.