Nota del editor: Frida Ghitis, exproductora y excorresponsal de CNN, ahora es columnista de asuntos internacionales. Contribuye frecuentemente a los editoriales de CNN y colaboradora del Washington Post y World Politics Review. La pueden seguir en Twitter @fridaghitis. Las opiniones expresadas en este comentario le pertenecen a su autora. Pueden leer más opiniones en CNN.
(CNN) – Todavía nos falta saber mucho sobre lo que sucedió en Bolivia. Pero una cosa es clara: Evo Morales, quien renunció a la presidencia el domingo pasado bajo una gran presión —algunos dicen que fue un golpe, otros que la restauración de la democracia— hubiera podido dejar su cargo de mandatario después de casi 14 años en el poder como un personaje aún reverenciado por la mayoría de los bolivianos. Pero se rehusó a aceptar los límites democráticos de su poder.
Morales trató de mantenerse en el mando contra de la voluntad de su pueblo. Ahora su legado está en ascuas, como también el futuro de Bolivia.
La historia de Morales, el primer presidente indígena del país, fue el comienzo de un periodo de esperanza y optimismo que luego quedó abrumado por el ego y la desilusión.
Y es un recordatorio de que los latinoamericanos no están buscando salvadores. La era de los caudillos ya terminó. Quieren un gobierno para todo el pueblo y una democracia que produzca resultados.
Morales asumió la presidencia en 2006, en plena “marea rosa”, en que presidentes de izquierda estaban ganando elecciones por toda la región. Prometió eliminar siglos de explotación, racismo y desigualdad y, en gran medida, mantuvo su palabra. Sus políticas redujeron la pobreza y trajeron consigo crecimiento económico. Pero aún los que más lo apoyaban comenzaron a preocuparse por su apego al poder.
Bajo su dirección, Bolivia puso en vigencia una nueva Constitución en 2009 que limitaba a dos las reelecciones presidenciales. Fue reelegido en 2009 y por tercera vez en 2014, con la excusa de que su primer período bajo la antigua Constitución no contaba. También prometió que no se volvería a postular, pero este año rompió esa promesa.
Nunca había perdido una elección y cada vez acumulaba más poder, aumentando en tándem su autoestima. Su Movimiento al Socialismo (MAS) había logrado el control de todas las ramas del gobierno y de gran parte de los medios.
Algunos bolivianos empezaron a verlo con recelo cuando construyó un deslumbrante palacio presidencial de 29 pisos en la capital empobrecida del país, y luego un museo multimillonario en su honra.
Después de 10 años en el cargo, muchos se preguntaban si su presidente accedería a dejar el poder. Habían visto la destrucción de la democracia en Venezuela y Nicaragua. La supermayoría del MAS en el Congreso, sometida al presidente, empezó a tratar de permitirle tener otro período. Un legislador aymara protestó intensamente, poniéndose una corona de cartón en la Asamblea Nacional y haciendo campaña con el lema sarcástico: “Quiero ser el rey”.
Morales, que insiste que es un hombre del pueblo, decidió someter la pregunta al electorado, seguro de que lo apoyarían. Pero en un referéndum de 2016, el “No” a un cuarto período ganó por estrecho margen.
Pero el presidente se rehusó a aceptar la negativa. Apeló ante el Tribunal Constitucional, también considerado a favor del presidente, el cual ofreció un argumento novedoso que podía potencialmente mantener a Morales en el poder para siempre. Falló que los límites al cargo eran una violación a los derechos humanos.
Pero Morales aún tenía que ganar las elecciones. Según las reglas, si no ganaba con una mayoría absoluta -necesitaba 10% más votos que su contrincante- tendría que haber una segunda vuelta. Después de cerrar las urnas el mes pasado, Morales estaba ganando, pero no con los votos suficientes como para evitar una segunda vuelta, en la cual probablemente perdería.
De pronto el conteo se detuvo y por 24 horas nadie sabía qué estaba pasando. Cuando se reanudó el conteo, Morales contaba con el margen necesario y declaró la victoria.
En las calles estallaron clamores de fraude. Observadores internacionales concordaron. El exministro de relaciones exteriores, encabezando una misión de observación de la Organización de Estados Americanos, lo describió como un “cambio de tendencia inexplicable”. La Unión Europea, las Naciones Unidas, EE.UU. y otros países respaldaron a la OEA.
Con protestas masivas por todo el país, una auditoría de la OEA descubrió “manipulaciones en los sistemas de cómputo” en los resultados preliminares y los totales de votos en lugares que excedían el número de electores registrados. Según la OEA la evidencia que el conteo no era verosímil era irrefutable.
A esas alturas, Morales aceptó que se celebrarán otras elecciones, pero su pérdida de confianza fue irreparable.
En una situación ideal, Bolivia hubiera llevado a cabo una investigación más completa y nuevas elecciones con resultados más creíbles. Pero las fuerzas armadas han sacado a Morales del poder. Él insiste en que ha sido un golpe de Estado. Pero sus críticos dicen que sacarlo salvará la democracia en Bolivia. En los próximos días se verá si el país puede volver a la paz y a un camino democrático, o no.
La saga de Bolivia y de Morales es un recordatorio para el resto de América Latina -y de hecho para el mundo- de que, a pesar de todos sus defectos, la democracia sigue siendo el sistema que prefiere la mayoría. Incluso un presidente que ha tenido buenos resultados los puede echar a perder si hace caso omiso a ese hecho. Muy pocos quieren a un mandatario todopoderoso. Nadie, por carismático, hábil o bienamado que sea, puede quedarse en el poder para siempre.