(CNN Español) – “¿Qué está pasando en América Latina?” es la pregunta que me han hecho en las últimas semanas personas que no están muy familiarizadas con la región, pero que han notado un aumento en titulares sobre América Latina sobre la inestabilidad que han experimentado países como Ecuador, Chile, Bolivia y, más recientemente, Colombia.
Sería demasiado simplista señalar una causa o denominador común para este fenómeno que ha estallado en democracias mayormente estables de la región. Sin embargo, hay algunas claves para entender por qué la agitación en un país puede exacerbar la inestabilidad en otro y a su vez complicarse por la forma en la que reaccionan los gobiernos.
El pueblo está furioso
Lo que hemos escuchado de la gente en los diferentes países que han pasado por esta situación es que está furiosa. En Ecuador, el detonante fue la eliminación del subsidio a los combustibles; en Chile, el aumento en la tarifa del metro; en Bolivia, la causa fue la insistencia del ex¬presidente Evo Morales de mantenerse en el poder; y en Colombia, fue la desigualdad y falta de oportunidades en general. Y aunque las protestas han mermado, las causas de la inestabilidad siguen sin resolverse.
¿Cuál es el común denominador? La gente siente que sus gobiernos no actúan motivados por la defensa de los intereses del pueblo; ya sea porque los líderes de un país se han corrompido por una ideología que no funciona para nadie, excepto para aquellos que ostentan el poder (como sucede con los socialistas de Venezuela); o porque las políticas del gobierno solo han beneficiado a algunos, tal como los manifestantes en Chile le han dicho a gritos a todo el mundo.
Hace varios años, varios estudiantes en Santiago, la capital, me dijeron que “la torta es suficientemente grande para todos, pero lo que están en el poder no quieren compartir con las clases media y baja”.
Los encontré en las afueras de la Universidad de Chile, la más antigua en el país, en julio de 2013 cuando Sebastián Piñera estaba en su primer mandato presidencial. Entonces como ahora, se le criticaba por no hacer lo suficiente para combatir la desigualdad. El modelo económico chileno ha sido prácticamente el mismo desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en 1990, algo que no cambió ni siquiera cuando la socialista moderada Michelle Bachelet estuvo en la presidencia.
Ideologías en choque
Hay dos ideologías en choque que se disputan el poder en la región. Los peronistas populistas de Argentina se aprovecharon de las medidas de austeridad implementadas por el presidente Mauricio Macri, de centro-derecha, para derrotarlo en las elecciones de octubre. Numerosos seguidores del expresidente de Ecuador, el izquierdista Rafael Correa, también realizaron violentas protestas cuando su sucesor, Lenin Moreno, anunció el fin de los subsidios a los combustibles. No perdamos de vista que Moreno viene del mismo partido que Correa y que fue su vicepresidente, pero que tras llegar a la presidencia denunció las políticas de su antecesor.
Pero no todas las exigencias por un cambio de este año vienen de la izquierda. En Bolivia, Evo Morales se vio obligado a renunciar a la presidencia, lo que abrió la posibilidad de que legisladores de derecha formaran un gobierno interino.
El caos es contagioso
¿Fue la ola de protestas en Bolivia y el paro nacional inducida por movilizaciones similares en Ecuador y Chile? ¿Obedece la agitación social a un fenómeno de contagio?
Uno podría deducir que las protestas en Ecuador que forzaron al presidente Lenín Moreno a suspender los planes para eliminar los susidios a los combustibles pudieron haber sido interpretados por algunos en Chile como una señal de que ellos podrían obtener resultados similares saliendo a las calles. El caos estalló cuando el presidente de Chile, Sebastián Piñera, favoreció un aumento a las tarifas del metro. Y en Colombia, sindicatos y grupos indígenas y de derechos humanos, entre otros, decidieron lanzarse a un paro nacional poco después de las movilizaciones en otros países.
El fantasma de la intervención extranjera
Desde que la inestabilidad inició en Ecuador a principios de octubre (seguida de Chile, Bolivia y Colombia), todos los gobiernos, en un momento u otro, han culpado a la injerencia extranjera por la inestabilidad, por lo menos parcialmente.
Los gobiernos de Bolivia y Colombia han arrestado a decenas de extranjeros argumentando injerencia. Las autoridades colombianas, hasta la semana pasada, habían detenido y expulso a 61 ciudadanos de otros países, aunque CNN no ha podido confirmar ninguna acusación de su supuesto papel instigador. ¿Se trata de paranoia o de buscar a chivos expiatorios para deslegitimizar la disensión democrática? Los gobiernos de derecha argumentan que la injerencia es real, mientras que los de izquierda dicen que es una cortina de humo (y viceversa, dependiendo del caso).
Todavía no había cumplido 24 horas en su cargo cuando Arturo Murillo, el nuevo ministro de gobierno de Bolivia, le dijo a CNN que durante el gobierno de Evo Morales hubo agentes extranjeros en Bolivia. “Estamos encontrando que durante estos últimos 14 años ha habido gente a la que se le ha dado protección en el país a cambio de que puedan trabajar haciendo subversión en determinados momentos”, dijo Murillo.
Morales, exiliado ahora en México, no se ha referido al tema.
Karen Longaric, la nueva canciller de Bolivia boliviana, anunció a mediados de noviembre que su país había determinado expulsar a 725 ciudadanos cubanos que vivían en su territorio. Entre los 725 había algunos doctores y personal médico que trabajaban en Bolivia bajo un acuerdo con el gobierno de Morales. Brasil fue otro país que recientemente expulsó a miles de doctores cubanos que habían estado trabajando en su territorio.
En forma inusual, el gobierno colombiano decidió el mes pasado cerrar sus fronteras en forma temporal con todos sus vecinos (excepto Panamá), incluyendo Ecuador, Venezuela, Brasil y Perú. Las autoridades dijeron que estaban tratando de impedir que agentes de esos países se internaran en Colombia con el propósito de actuar como agitadores en las protestas a nivel nacional.
En los últimos días antes de las protestas las autoridades colombianas anunciaron los arrestos de más de 10 extranjeros y los acusaron de tratar de infiltrar las marchas con el propósito de crear caos.
Por otra parte, el gobierno de Venezuela ha acusado a Colombia por años de enviar “mercenarios” a su territorio con el propósito de desestabilizar el país, aunque la evidencia siempre ha sido escasa.
El analista político colombiano Vicente Torrijos dice que la injerencia extranjera es un factor en la agitación social de Sudamérica, pero advierte que no podemos ignorar la indignación popular real. “Por supuesto que hay un modelo de insurrección en América Latina patrocinado por agentes muy relaciones con la revolución bolivariana y con Nicolás Maduro, pero sería un error catalogar esta situación colombiana como si estuviese promocionada desde afuera”, dijo Torrijos.
En otras palabras, dice Torrijos, si las poblaciones estuvieran satisfechas de que sus líderes defienden efectivamente sus derechos, la intervención extranjera sería menos efectiva. Todos los países que han experimentado agitación social recientemente tienen en común una gran insatisfacción e indignación por asuntos como pensiones, derechos laborales, salarios y acceso a la educación superior.
Culpar al otro funciona en política
Al igual que otras regiones en el mundo, Latinoamérica se esta convirtiendo en una región cada vez más polarizada. Los que ostentan el poder se han dado cuenta de que culpar a sus enemigos políticos por cualquier mal que afecte a sus países es una buena movida política. Esta situación puede exacerbar la agitación social; lo que, a su vez, crear la apariencia de mala administración del gobierno y aumenta la insatisfacción social. Así se genera un círculo vicioso.
El régimen cubano ha repetido por muchos años la propaganda de que la perpetua crisis de la isla no se debe a la mala administración, la corrupción o las fallidas políticas socialistas, sino al “poder imperialista” del norte. Los “revolucionarios bolivarianos” de Venezuela han adoptado la estrategia cubana y le han añadido su propio sabor local, calificando a la oposición de “derecha oligárquica” y de “títeres del imperio”. El fallecido Hugo Chávez llamaba “escuálidos” a sus opositores. Más recientemente, Venezuela le ha atribuido la hiperinflación y la devaluación del bolívar, la moneda nacional, a varias sanciones del gobierno de Estados Unidos.
En México, como escribí en agosto, “aquellos que apoyan su política nacionalista y populista se llaman orgullosamente “chairos”. El presidente [Andrés Manuel López Obrador] mismo llama a los que votaron en su contra ‘fifís’, un término despectivo, aunque no obsceno. Esta división refleja las tensiones socioeconómicas y raciales que han existido en México durante siglos. Pero ahora los epítetos surgen desde el puesto más alto en el país y de una manera muy pública”.
Esta situación crea un ambiente político tóxico en el que se desprecia el consenso y se favorece el antagonismo y la discordia. ¿Les suena familiar?
Culpar al otro y aprovecharse de la indignación popular puede resultar beneficioso para partidos políticos o algunos líderes, pero el reciente caos ha probado que la agitación puede ser extremadamente costosa para las economías locales. Ibo Blazicevic, presidente de la Cámara Nacional de Industrias de Bolivia, reportó el mes pasado que el sector industrial de su país perdió US$ 1.100 millones en las primeras tres semanas de la crisis tras las elecciones del 20 de octubre.
Los daños al transporte público, comercios e infraestructura en Chile tras semanas de violentas protestas que incluyeron actos de vandalismo generalizado han sido devastadores.
Y en Colombia, los actos de vandalismo fueron más allá de la plaza pública: algunos criminales se aprovecharon de los disturbios y el hecho de que las fuerzas de seguridad estaban comprometidas para robar domicilios privados.
La violencia ha hecho que aumenten las acusaciones entre las partes. Christian Krüger Sarmiento, director de Migración Colombia, le atribuyó la violencia a extranjeros, diciendo que docenas de detenidos durante las protestas estaban “afectando la seguridad y el orden para protagonizar actos de vandalismo durante las marchas” que empezaron el 21 de noviembre.
Y el general Óscar Atehortúa, director de la Policía Nacional de Colombia, aseguró el 16 de noviembre en una conferencia de prensa que la inteligencia de su país encontró que el Ejército de Liberación Nacional (ELN) “ha logrado infiltrar 20 universidades del país, tratando de hacer cooptación de nuestros estudiantes para que ellos apliquen la ideología anarquista, anti-fascista y violenta”. Atehortúa también dijo que la policía había reforzado la seguridad en las universidades donde se había detectado la presencia del ELN. Y aunque no mostró evidencia en la conferencia de prensa, las autoridades ya habían asegurado que este año han encontrado seguidores de la guerrilla en universidades de todo el país.
Obstáculos para una solución
Esta mezcla tan volátil dificulta la posibilidad de un diálogo nacional en el que las diferentes facciones de un país puedan encontrarse en búsqueda de soluciones. ¿Quién se atrevería a dialogar con un manifestante enmascarado y armado con una bomba molotov? Un policía con uniforme anti-motines tampoco invita a un acercamiento.
Si bien es cierto que las protestas masivas han producido resultados democráticos y cambios en gobiernos en el pasado, también es cierto que la región corre el riesgo de caer en un circulo vicioso en el que las preocupaciones legitimadas de una sociedad sean convertidas en razones para la discordia por aquellos interesados en desestabilizar a un país y crear un ambiente en el que se vuelve prácticamente imposible resolver problemas.
Independientemente de si las protestas se agravaron por injerencia extranjera o facciones políticas empecinadas en desestabilizar a un país, hay que reconocer que hay muchos retos legítimos que han sido expresados a gritos y en forma inequívoca. Ignorar esos reclamos puede ser costoso para cualquier país, no solo en términos de la destrucción causada por el vandalismo durante las protestas, como mencioné antes; sino (y más importante aún) en términos de la estabilidad y crecimiento a largo plazo.