Nota del editor: Jennifer Le Zotte (@jennylezotte) es profesora asistente de historia en la Universidad de Carolina del Norte Wilmington. Es autora de “From Goodwill to Grunge: A History of Secondhand Styles and Alternative Economies”. Jacob Steere-Williams (@steerewilliams) es profesor asociado de historia en el College of Charleston y autor del libro que está por lanzarse “The Filth Disease: Typhoid Fever and the Practice of Epidemiology in Victorian England”. Las opiniones expresadas aquí pertenecen a los autores. Lee más opinión en CNNe.com/opinion
(CNN) – Las pandemias, incluso cuando causan un sufrimiento incalculable, hacen más que crear nuevos problemas. Revelan actitudes culturales de larga data, enfoques de la fe en la gobernanza y creencias diferentes sobre los derechos individuales y la confianza en la ciencia. Hablando históricamente, estas innumerables respuestas resurgen de una pandemia a otra en patrones de reciclaje de truismos aparentemente históricos. Ignoramos, negamos, culpamos.
En medio de la pandemia de covid-19, una sugerencia escandalosa del presidente Donald Trump el jueves pasado –acerca de que inyectar desinfectantes domésticos podría ayudar a quienes padecen la enfermedad– ha encontrado el rechazo vehemente de los científicos e incluso de los fabricantes de los productos. Poco después de las declaraciones de Trump, Reckitt Benckiser, la compañía británica que fabrica Lysol y Dettol, emitió una declaración que refuta esa idea: “Como líder mundial en productos de salud e higiene, debemos tener claro que bajo ninguna circunstancia nuestros productos desinfectantes deben ser administrados en el cuerpo humano (por inyección, ingestión o cualquier otra ruta)”.
Es fundamental que todos presten atención al mensaje sobre cuán peligrosa es esta sugerencia, pero también es importante darse cuenta de que esta no es la primera vez que aparecen desinfectantes en el centro de una crisis de salud o como parte de una resistencia politizada a un consejo médico sólido. Aquí hay una historia más larga que puede ayudar a enmarcar la última desconfianza y desconcierto ante los comentarios del presidente.
Una historia oscura, alimentada por la xenofobia
A finales del siglo XIX, cuando se descubrieron los gérmenes responsables de enfermedades infecciosas peligrosas como el cólera, la fiebre tifoidea y la tuberculosis, el ácido carbólico surgió como el primer desinfectante ampliamente utilizado para combatir la propagación de las enfermedades. Un derivado de la producción de gas de carbón, el ácido carbólico fue utilizado por funcionarios escoceses para tratar los peligrosos olores miasmáticos que emanan de las alcantarillas. En la década de 1860, el conocido cirujano Joseph Lister fue pionero en las técnicas de cirugía antiséptica y aséptica utilizando vendajes empapados en ácido carbólico para las heridas y el aerosol carbólico durante las operaciones. Los investigadores de laboratorio, como el bacteriólogo alemán Robert Koch, coincidieron en que “mata si tiene una fuerza considerable y actúa durante un largo período”.
Pero rápidamente hubo un reconocimiento generalizado de los peligros del ácido carbólico: tejido dañado en las manos del cirujano, envenenamiento accidental y suicidios. Samuel Rideal, un oficial de salud inglés, químico y autor de la “Desinfección y desinfectantes” de 1895, señaló que el ácido carbólico había sido inhalado, ingerido y absorbido a través de la piel humana “con efectos peligrosos e incluso fatales”.
La pandemia de peste bubónica a mediados de la década de 1890, que mató a más de 12 millones de personas en todo el mundo, proporcionó el escenario para que el ácido carbólico se elevara a un uso sin precedentes, a pesar de las advertencias de los científicos. El combustible a menudo era la xenofobia, estigmatizando a los pueblos no occidentales como propagadores únicos de la infección.
La incertidumbre de la pandemia produjo resultados terribles
Los funcionarios de salud de Gran Bretaña obligaron a innumerables pueblos indígenas en ciudades portuarias de Asia y África a sumergirse en depósitos de ácido carbólico. La inmersión fue una práctica veterinaria utilizada para controlar enfermedades de la piel en ganado y ovejas. Pero, en un momento de incertidumbre pandémica, los gobiernos occidentales recurrieron a la cura carbólica. Fue violento, dañino y opresivo.
Una fotografía que sobrevivió, publicada en el periódico británico ilustrado semanal “Black and White”, de 1898 en Karachi ofrece un vistazo inusual: “Todos los nativos sospechosos de haber estado en contacto con fuentes de contagio deben visitar uno de estos tanques, y sumergirse en el agua “, señalaba el artículo,” los nativos, por regla general, no toman amablementeimagen el proceso, pero se insiste en ello “. Sumergir a los humanos en tanques de ácido carbólico que quema la piel fue sin duda un momento oscuro en la historia moderna, pero no fue un evento aislado.
A principios del siglo XX, funcionarios de salud de Estados Unidos erigieron estaciones de desinfección a lo largo de la frontera de 3.200 kilómetros entre California y Texas. Durante un brote particularmente explosivo de fiebre tifoidea en 1915, los médicos de EE.UU. ordenaron a todas las personas que intentaban ingresar al suelo estadounidense desnudarse y rociarse con desinfectante. Entonces, hubo una reacción violenta entre los sometidos a esas prácticas tan intrusivas, como demuestran los no tan conocidos disturbios de baños de 1917 en el puente de Santa Fe.
Aunque la pandemia se calmó, el fervor carbólico no lo hizo, a pesar de la evidencia médica de que esta sustancia era perjudicial y en algunos casos mortal. Durante los mismos años de principios del siglo XX, en los que también se vivió el surgimiento de la pandemia de influenza de 1918, aparecieron en el mercado desinfectantes domésticos comercializados en masa. El carbólico crudo ahora se vendía con un “veneno” claramente marcado y “no se debe tomar”, pero surgió una gran cantidad de productos similares: polvos, aerosoles, líquidos, jabón carbólico (“jabón Lifebuoy”), pasta de dientes (Calvert’s) y productos de aceite de serpiente como Carbolic Smoke Ball solían “tratar” la influenza.
Una alternativa “más segura” a usos inseguros
Lysol apareció en la escena durante este período como una alternativa más segura al ácido carbólico, que promocionaba su reemplazo del ácido carbólico tóxico con una sustancia llamado cresol, una sustancia menos venenosa y más efectiva para matar gérmenes. Durante más de 70 años, Lysol se vendió a profesionales médicos y consumidores como un producto seguro, cuyos usos (a veces indirectamente) iban desde la desinfección de heridas hasta la anticoncepción. A partir de la década de 1920, el Lysol de ducha vaginal se promocionó encubiertamente como un anticonceptivo en Estados Unidos y Canadá, así como un medio para disipar los “olores femeninos”, a través del lenguaje apenas velado de la “higiene femenina”.
Según la historiadora Andrea Tone, para 1911 los médicos ya habían registrado cinco muertes –y muchas más quemaduras y lesiones– por la llamada “irrigación uterina” con Lysol. Sin embargo, en 1940, las duchas vaginales comerciales, incluyendo a Lysol, lideraron el mercado de métodos anticonceptivos. Las mujeres respondían a las afirmaciones de los anunciantes sobre el valor de Lysol para mantener una juventud fresca y disipar los “temores de calendario”. A pesar de las repetidas quejas y demandas, anuncios como este continuaron prometiendo que Lysol era lo suficientemente “gentil” para “no dañar el tejido delicado”. Lysol para prevenir el embarazo simplemente no funcionó. Según Tone, un estudio de 1933 mostró que más de la mitad de las mujeres que se duchaban como método anticonceptivo quedaron embarazadas. Tone también cuenta que una corte determinó que el fabricante de Lysol no fue declarado responsable de las lesiones presuntamente infligidas por el producto (en 1935, la compañía impugnó una demanda argumentando que las quemaduras de una persona fueron el resultado de “una alergia a Lysol”).
Cuando en 2018 se le preguntó sobre el uso pasado de Lysol como un producto vaginal y anticonceptivo, el director de mercadeo de Reckitt Benckiser emitió un comunicado: “Durante más de 100 años, Lysol se ha dedicado a proteger a las familias de las consecuencias nocivas de los gérmenes –desde el cólera a finales del siglo XX al virus de la gripe en la actualidad–. Al igual que muchas marcas de consumo doméstico, a medida que el conocimiento de la salud y el cuidado personal evolucionó durante el siglo pasado, también lo hizo el uso de Lysol. Lysol ha evolucionado de una marca de cuidado personal y cuidado de superficie a principalmente una marca para el cuidado de la superficie, con limpiadores, desinfectantes y jabones de manos Lysol que se utilizan ampliamente en hogares, escuelas y negocios en todo el mundo “.
Sexismo y desconfianza en la ciencia sólida
Entre aquellas en el público objetivo de Lysol de mujeres blancas jóvenes de clase media, la vergüenza inducida por la sociedad frente las funciones femeninas naturales apoyó el uso de Lysol como un desodorante vaginal refrescante. Las duchas vaginales tienen muchas más probabilidades de erradicar las bacterias buenas en el ecosistema vaginal que de “mantener una juventud saludable”, como sugerían los anuncios de Lysol. Es importante tener en cuenta que la fórmula de Lysol se cambió en 1952 para eliminar el cresol. Sin embargo, incluso hoy en día, las duchas vaginales persisten en muchas partes del mundo, impulsadas en gran medida por normas culturales persistentes y publicidad de una variedad de productos, junto con la creencia de que las regiones inferiores de las mujeres son de alguna manera problemáticas.
Pero más que tabú o costumbres, fueron leyes frías y duras que ayudaron a promover la creencia popular de que las duchas de Lysol podrían prevenir el embarazo. La Ley de Comstock de 1873 que prohíbe la difusión de materiales “obscenos” significaba que la información anticonceptiva simple, así como los productos reales, era ilegal en todo Estados Unidos. Los defensores de la pureza consideraron que la actividad sexual para fines distintos de la procreación (léase: mujeres que tienen relaciones sexuales por placer) es “antinatural”. Con la ayuda de la Ley Comstock, buscaron erradicar por completo los anticonceptivos. En cambio, estos defensores de la pureza alentaron el florecimiento de un mercado físicamente punitivo de desinfectantes corporales. En este caso, el combustible fue la resistencia sexista a dar a las mujeres un control educado sobre sus vidas reproductivas.
A pesar de las sugerencias del presidente Trump (que después intentó desviar como sarcasmo), todavía no se han recibido informes de experimentos individuales con inyecciones de lejía o cócteles Lysol desde el jueves. Quizás haya suficiente sentido común y memoria histórica para saber que estas son sugerencias erróneas o incluso actos políticos en sí mismos. Menos que una búsqueda urgente de una cura, las reflexiones peligrosas de Trump demuestran desconfianza en la ciencia sólida y un Ave María política.