Nota del editor: John Avlon es analista político sénior de CNN. Las opiniones expresadas en este comentario son suyas. Ver más opiniones en cnne.com/opinion
(CNN) – Más de 155 años después del fin de la Guerra Civil, Estados Unidos finalmente está teniendo un juicio moral más completo hacia la Confederación.
El problema es el legado de la supremacía blanca.
El vicepresidente confederado Alexander Stephens lo expresó en un discurso de marzo de 1861: “Nuestro nuevo Gobierno se basa en (…) la gran verdad de que el negro no es igual al hombre blanco; que la subordinación de la esclavitud a la raza superior es su condición natural y normal”.
Esta es una cuestión de odio, no de linaje.
Actualmente vemos estatuas confederadas derribadas en todo el país y banderas confederadas prohibidas en las carreras de la NASCAR. Las principales figuras militares dicen que ha llegado el momento de cambiar el nombre de las bases militares que llevan el nombre de los generales confederados, incluso cuando el presidente Donald Trump deja en claro su oposición.
Pero a medida que la nación enfrenta los aspectos más feos de su historia, debemos reconocer que existe una diferencia fundamental entre las estatuas de presidentes estadounidenses como Abraham Lincoln y las estatuas de traidores estadounidenses como el presidente confederado Jefferson Davis.
Se están haciendo progresos. En Charleston, Carolina del Sur, el alcalde John Tecklenburg anunció el miércoles que la ciudad removería la estatua del defensor de la secesión y la esclavitud John C. Calhoun y la colocaría en un museo.
Esto estaba pendiente y es para bien. Algunas de estas estatuas fueron levantadas por los hijos e hijas de los confederados, tal vez tratando de encontrar una dosis de dignidad en la derrota, mientras que también tenían como objetivo literalmente refundir la historia. Otras fueron erigidas en los años posteriores a que la Corte Suprema ordenara terminar con la segregación en Brown vs. el Consejo de Educación en 1954 para enviar un mensaje de desafío sureño.
Al final, todas eran estatuas en honor a las personas que cometieron traición armada contra Estados Unidos para perpetuar la esclavitud. Hoy estamos en medio de un ajuste de cuentas atrasado, pero a medida que avanza, siempre queda la cuestión de hasta dónde llegar. Como dijo el columnista conservador George Will, “las tres palabras más importantes en política son: hasta cierto punto”.
El domingo pasado, una estatua de Thomas Jefferson fue derribada en Portland, Oregon.
Aparentemente en respuesta a eso, un debate que tuve hace tres años con mi compañera comentarista Angela Rye en CNN fue recogido por medios conservadores y volvió a circular en internet. En él, Angela argumentó que los monumentos de los padres fundadores, incluidos Washington y Jefferson, deberían ser eliminados, porque poseían esclavos. Las buenas personas pueden estar en desacuerdo, pero sentí que esta posición se utilizaría para alimentar los argumentos por el derecho de resistirse derribando las estatuas confederadas. Ellos están haciendo exactamente eso.
En los últimos días, una estatua de Abraham Lincoln en Londres fue desfigurada por los manifestantes (junto con una estatua de Winston Churchill). En la ciudad de Nueva York, esta semana el orador del Consejo de la Ciudad pidió que se derribara una estatua de Thomas Jefferson. En Oregon, una estatua de George Washington fue derribada, incendiada y etiquetada con un grafiti que decía “colonialista genocida”.
Las personas han desfigurado y solicitado la eliminación legal de las estatuas de Cristóbal Colón erigidas por inmigrantes italianos como fuente de orgullo cultural, aunque algunos alcaldes, como Lori Lightfoot de Chicago, se han resistido a los llamadas para derrocar a Colón.
Pero en Boston, el alcalde Marty Walsh anunció su apoyo para derribar una estatua de Lincoln, cuyo original fue pagado con dinero recaudado por esclavos liberados y dedicado por Frederick Douglass en Washington, DC.
El viernes, en San Francisco, una serie de estatuas fueron derribadas, incluidas Saint Junipero Serra y Francis Scott Key, autor del himno nacional, pero fue la destrucción de una estatua para Ulysses S. Grant lo que realmente sorprendió. Él fue, por supuesto, el general de la Unión que derrotó a la Confederación, describiendo su causa como “una de los peores por los cuales un pueblo luchó, y una para la cual no había la menor excusa”. Siendo presidente, Grant presidió la aprobación de la decimoquinta enmienda, que otorgó a los hombres afroamericanos liberados el derecho a votar, y reunió fuerzas para someter al KKK. Grant era literalmente lo opuesto a los generales confederados cuyas estatuas están siendo removidas justamente y el hecho de que su busto quedara atrapado en la furia colectiva habla de los peligros de que la situación se lleve demasiado lejos.
La semana pasada, el 19 de junio, se celebró Juneteenth. Esa fecha marca el día en que los últimos esclavos fueron liberados en Texas, completando el trabajo de la Proclamación de Emancipación antes de la ratificación de la Enmienda XIII (contrariamente a las afirmaciones de Trump, el presidente no merece crédito por hacer que la celebración sea “muy famosa”).
Pero si en este momento de cambio tan esperado no podemos distinguir entre una estatua de Abraham Lincoln y una de Jefferson Davis –y mucho menos entre una de Ulysses S. Grant y una de Robert E. Lee– al debatir el legado de la esclavitud, entonces estamos en problemas reales.
Muchos de los padres fundadores eran dueños de esclavos. Algunos denunciaron la esclavitud de manera irregular, como lo hizo Jefferson en el primer borrador de la Declaración de Independencia (el párrafo fue eliminado debido a la oposición de los delegados sureños al Congreso Continental). Jefferson, por supuesto, tenía esclavos y fue el padre biológico de varios hijos de Sally Hemmings, la media hermana esclava de su esposa fallecida. Al final de su vida, se desesperaba porque la esclavitud destrozaría el país.
Washington hizo arreglos para liberar esclavos en su testamento. Otros fundadores, como John Adams, nunca tuvieron esclavos, mientras que Benjamin Franklin (que tenía dos esclavos y finalmente los liberó) y Alexander Hamilton abogaron por la abolición.
Washington y Jefferson, a pesar de todos sus defectos, intentaron crear y unir a la nación. Jefferson Davis y sus cohortes confederados intentaron destruirla para defender la institución malvada de la esclavitud.
La historia es desordenada y tenemos la obligación de corregir los errores y proporcionar el contexto crucial que falta a lo que queda. Deberíamos construir nuevas estatuas para los héroes olvidados de la Reconstrucción, para pioneros de la comunidad negra en el Congreso como Robert Smalls e Hiram Revels, así como darles a los soldados negros de la Unión la importancia que se les ha negado. Deberíamos tener más estatuas para Harriet Tubman y Sojourner Truth. Deberíamos cambiar el nombre de las bases del Ejército como Fort Bragg por héroes militares modernos como Colin Powell, que entrenó allí como soldado en 1962.
En este cálculo debemos tratar de encontrar una verdadera reconciliación. Todos somos personas imperfectas que luchan por formar una unión más perfecta, pero seguramente podemos estar de acuerdo en que hay una diferencia entre las estatuas de Jefferson Davis y Thomas Jefferson –y mucho más entre las de Abraham Lincoln y los generales confederados– en nuestros espacios cívicos.
Este artículo ha sido actualizado para reflejar las últimas noticias.