María Velásquez tenía la necesidad de trabajar. Con pocas posibilidades de salir adelante en La Paz, Bolivia, cuando le ofrecieron un boleto de camión para Argentina con un trabajo estable y un casa para vivir, no dudó en aprovechar la oportunidad.
Fue un viaje que la llevaría a las profundidades del comercio de esclavos en la industria de la confección.
“Me prometieron un trabajo de confección en Argentina con el que tendría un salario digno de 200 dólares al mes. Pero como a casi todas las víctimas, me engañaron”, dice Velásquez de 31 años de edad.
Rápidamente se convirtió en una víctima atrapada dentro de una red de trabajadores que son traídos de Bolivia a Argentina mediante promesas vacías.
La mayoría realizan viajes largos y duros antes de ser enviados a trabajar en fábricas clandestinas de ropa bajo condiciones represivas.
En el caso de Velásquez, ella, su marido y su hijo de un año, cruzaron la frontera de Argentina en el 2006 utilizando documentos falsificados que les dieron los contrabandistas. No tenían un pasaporte falso para su hijo, por lo que Velásquez le tuvo que cortar el pelo y ponerle un vestido rosa para que se pareciera a la bebé de la foto del pasaporte. Funcionó.
Una vez en Buenos Aires, Velásquez pronto se dio cuenta de que todo era un fraude. La llevaron a una fábrica calurosa y llena de gente, forzada a coser 18 horas al día, 7 días a la semana.
Ella comenta que rara vez la dejaban salir y que tenía que dormir en un pasillo junto con otros 20 trabajadores. Ganaba 25 dólares al mes.
“Mi hijo se sentaba bajo la mesa de coser y lloraba, mi jefe nos gritaba todo el tiempo”, afirmó.
Con poco dinero y ningún contacto en Argentina, sintió que su única opción era quedarse y ser explotada en la fábrica. Después de un año de maltrato, decidió que ya era demasiado y se fue con su esposo e hijo.
Eventualmente llegó a La Alameda, un centro comunitario que atiende a la creciente comunidad boliviana en Argentina. Velásquez se enteró pronto de que también hacían ropa y que había una demanda por habilidades de confección.
La cooperativa de confección de La Alameda se ubica en el ruidoso segundo piso de un edificio con un siglo de antigüedad en la colonia de clase media Parque Avellaneda de Buenos Aires. Ahí, Velásquez y una decena de hombres y mujeres –casi todos víctimas de la esclavitud en el pasado— confeccionan ropa en un buen ambiente.
En lugar de constantes abusos verbales y noches sin dormir, ahora pasan sus días cosiendo vestidos, blusas y uniformes para pequeñas compañías locales. Cada miembro trabaja turnos de ocho horas y gana alrededor de cuatro dólares por hora. Las reglas de la cooperativa son simples: no hay jefe, todos los problemas se someten a votación y las ganancias se dividen.
“Ahora tengo la libertad para ser parte de la vida de mis hijos. Tengo voz en las decisiones que se toman. Todos ganamos lo mismo. Es un cambio de forma de vida excelente para mí”, afirma Velásquez.
En el 2009, La Alameda decidió globalizarse. Se asociaron con una cooperativa similar en Tailanida, Dignity Returns, y comenzaron a producir conjuntamente camisas coloridas bajo la marca No Chains (Sin cadenas).
Las camisas tienen diseños de artistas de todas partes del mundo y se venden en línea a través de tiendas en Buenos Aires y Bangkok a 15 dólares cada una.
La iniciativa No Chains ha sido reconocida por atraer la atención a la esclavitud en Argentina y Tailandia, países donde el comercio está particularmente extendido, y promover paralelamente prácticas éticas de consumo.
En Argentina, la esclavitud se disparó durante la década pasada como resultado de la devastadora crisis económica del 2001, cuando incurrió en moratoria de pago de una deuda de 100,000 millones de dólares. La devaluación de la moneda que le siguió hizo que la importación de productos fuera prohibitivamente cara y consecuentemente, la industria textil de Argentina explotó.
“El negocio de la confección creció rápidamente aunque sin controles serios fiscales, políticos ni laborales”, afirma Gustavo Vera, director de La Alameda y principal defensor de los derechos laborales en Argentina.
“Actualmente hay 3,000 fábricas de confección clandestinas con alrededor de 25,000 trabajadores en la ciudad de Buenos Aires. Casi el 80% de la ropa que se produce en Argentina proviene de fábricas clandestinas”, afirma Vera.
Las autoridades de Buenos Aires dicen que en el 2010 identificaron 1,200 instalaciones donde se sospechaba de prácticas de esclavitud. Reconocen que es un reto cerrar estas fábricas de explotación y que no saben exactamente cuántas industrias clandestinas existan.
Ésta es la razón por la cual Daisy Cahuapaza, de 34 años de edad, valora tanto su empleo en La Alameda. Al igual que su compañera Velásquez, llegó a Argentina desde Bolivia y trabajó largas horas a cambio de un bajo salario en un fábrica clandestina.
Ahora como integrante de la cooperativa, está encantada con el hecho de que pueda ganarse un salario digno y mantener a sus hijos. Aunque destaca que muchos otros siguen cayendo fácilmente en esta trampa.
En un viaje reciente a Bolivia, afirma que vio a una decena de camiones en la estación de La Paz llena de mujeres jóvenes nerviosas con destino a las fronteras, y con futuros inciertos.
“Más gente es traída desde Bolivia diariamente. No sólo a Argentina, también a Brasil”, agrega. “La realidad es que las personas necesitan trabajar. Y por ello tienen que sufrir”.