Por Claudia Palacios

Entrar en La Casa de los Espíritus, literal y figuradamente, fue hacer otra lectura de los libros de Isabel Allende.

La casita donde escribe, ese lugar sagrado en el que no hay ni teléfono pero sí zapatos de bebés, conocer los rostros de los miembros de esa familia de los que Isabel ha contado tanto de bueno y de malo… o de difícil; entender su evolución como escritora de la mano de su desarrollo como mujer con los mismos desafíos de todas: criar hijos, enfrentar dificultades económicas, luchar por el reconocimiento de género, encontrar el amor… todo eso fue una experiencia como mujer de inspiración, como inmigrante de aprendizaje y como periodista de reflexión.

Isabel dice que los escritores son gente rara, que no caza en ninguna parte, que su exmarido no aparece en sus libros porque “tiene tanto sentido común que no sirve para personaje”.

Isabel me cuenta que arma una familia con gente con la que no comparte genes porque es inmigrante, que lucha como feminista igual que hace 40 años pero con más eficiencia, que aún llora por Paula, esa hija que, aún muerta, da muchas alegrías a su familia.

Isabel cocina pasta con mariscos, sirve y bebe vino mientras los miembros de su familia me cuentan de ella, y sin ponerse de acuerdo, todos coinciden. Isabel Allende, más que una escritora, una feminista o una inmigrante, es una generosa.

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