Fort Bliss, Texas (CNN) — Las fotografías en las paredes en la casa de los Dukellis cuentan la historia del tiempo que la pareja ha estado junta… y separada.
Ahí está Nathan, vestido de uniforme con sus compañeros. Ahí está Raquel, con sus hermanas. Nathan en servicio en Iraq. Raquel trabajando.
Ocasionalmente están retratados juntos: claro, en su boda, y en una foto reciente, durante unas vacaciones en las montañas.
A primera vista, Raquel y Nathan Dukellis parece una pareja extraña. Ella es extrovertida; él es reservado. Ella tiene una familia numerosa, amplia; él es hijo único. Ambos lucen tatuajes en su brazo: Herman Monster está en el de ella; el brazo de él tiene su nombre y un cráneo.
Pero son sus diferencias lo que los unieron, dicen sus amigos. Eso y la pasión por la aventura.
¿Qué podría ser más aventurero que unirse al ejército y ver el mundo? Así es como se conocieron y se casaron. Y en marzo de 2003, la pareja se encontraba sentada, juntos en una tienda de campaña en el desierto de Kuwait, tan sólo unas horas antes de la invasión a Iraq.
Raquel finalmente saldría del Ejército. Pero Iraq no ha dejado de moldear sus vidas. El más reciente despliegue de Nathan -“apagar las luces” en las bases de EU antes de la retirada de las tropas estadounidenses- fue el cuarto en su lista.
La misión significaría todavía otra prueba para un matrimonio que ha estado al borde y se ha recuperado. Raquel pidió el divorcio en el 2007, antes de que la pareja decidiera darse otra oportunidad. Aunque casados durante 11 años, han estado separados cerca de la mitad de ese tiempo entre entrenamientos y despliegues.
Esta nueva misión hizo sentir a Raquel incómoda por otra razón también. El camino a través de Iraq, esta vez llevaría a Nathan, de 33 años, a la Base de Operaciones Avanzadas de Marez, en las afueras de Mosul, cerca de las fronteras con Turquía y Siria.
Mosul fue donde los hijos de Saddam Hussein, Uday y Qusay, fueron asesinados durante un tiroteo con la entonces unidad de Nathan, la 101 aerotransportada. También fue el lugar que casi cayó ante los insurgentes, después de que la policía iraquí huyó de sus puestos, dejando solos a los soldados estadounidenses para defender la ciudad.
Fue esta ciudad, de cierta manera, la que angustió al matrimonio Dukellis. No es el lugar en sí mismo, o sus 1.8 millones de habitantes. Sino más bien lo que ella significaba: el tiempo, la distancia y los horrores de la guerra.
Esa ciudad, dice Raquel, sacudiendo su cabeza.
Amor en sobres
Raquel, de 30 años, se unió al ejército poco después de graduarse de la preparatoria. Esto encajaba perfectamente a la chica testaruda de Torrance, California, quien nunca siguió los convencionalismos.
Mientras los amigos se casaban y tenían hijos, ella estaba en la formación básica del ejército. Mientras otras chicas iban de compras al centro comercial, ella empleaba su tiempo libre en una base, en Alemania, para recorrer Europa.
En ese entonces no sabía que su servicio militar -y su vida de casada- se definiría por Iraq.
Era una su vida, previo a la invasión, cuando era una soldado pensando en hacer una carrera de 20 años en el Ejército. Y fue otra vida después de la invasión, una época definida por el miedo: por su vida, por la de su marido y por la de su matrimonio.
En la víspera del 20 de marzo del 2003, fecha de la invasión, en una lejana base en Kuwait, Nathan fue tienda de campaña tras tienda de campaña, en busca de Raquel.
Habían sido asignados a diferentes bases en Kuwait y no se habían visto durante semanas. Pero pronto, Nathan realizaría un asalto aéreo en Iraq, con la División 101 Aerotransportada y enfrentaría los feroces combatientes fedayines de Hussein, cerca de la venerada ciudad santa chiíta de Najaf, al sur de Iraq.
Él había sido reubicado en las horas que antecedieron a la invasión, a la misma base en que estaba Raquel. Hizo los rondines, preguntándole a todos: ¿Has visto a mi esposa?, ¿la conoces?
Un soldado se encontró a Raquel después de hablar con Nathan. La reconoció por la etiqueta en su uniforme, misma que tenía su nombre.
“Creo que alguien le está buscando”, le dijo. “Él tiene su mismo apellido”.
Minutos después, la pareja se abrazó.
Había tanto que decir, y tan poco tiempo. Nathan entregó una carta a Raquel. Después se marchó.
Ella siguió sus pasos una semana más tarde, en una ofensiva a través de la frontera entre Kuwait e Iraq, como parte de una caravana que transportaba equipo de comunicaciones para las tropas. Empezó a escribirle cartas a Nathan.
No sabía si él las recibía o cuándo. Pero el escribirlas hizo que se sintieran más cercanos; ella quería decirle lo que pensaba, lo que sentía.
Leyó y releyó la carta que él le envió. En ésta, él prometió su amor y le dijo: (que si él) no regresaba, ella debe seguir adelante y vivir una vida plena.
Espera ansiosa
Transcurrieron meses antes de que volvieran a verse. Fue a partir de una carta que Nathan se enteró de que su esposa estaba a tan sólo unos kilómetros de distancia, en Marez, cerca de Mosul.
Dejó su puesto militar de avanzada, y se reunieron en la base.
También fue en Marez que Nathan, quien era de Perris, California, se despidió de Raquel, cinco meses después de la invasión. El periodo de servicio de ella había concluido; salía del Ejército. Fue una decisión que habían tomado a distancia, en un intercambio de cartas.
Raquel regresó a Fort Campbell, Kentucky, donde esperó noticias de su marido. A veces se negaba a salir de casa, preocupada porque podría no contestar una llamada de su marido. Siguió las noticias sobre los enfrentamientos armados, vio los informes de bajas. Sabía de primera mano que las condiciones eran duras.
Eran los primeros días de la guerra, cuando los actos de terroristas suicidas y las bombas en las carreteras -conocidas como AEI, o artefactos explosivos improvisados- eran en las armas preferidas por los insurgentes.
Los noticieros nocturnos estaban llenos de imágenes de muerte y devastación. Raquel tenía pesadillas sobre Nathan.
Después llegó la llamada telefónica desde Mosul, temprano, una mañana de septiembre del 2003.
La patrulla de Nathan había chocado contra un AEI. La fuerza de la explosión había volado el parabrisas de su vehículo, provocando que cristales y demás piezas impactaran en su rostro.
“Estoy bien”, le dijo. “Son sólo algunos cortes”.
No le comentaría sobre los demás horrores.
Sobre el ver el cuerpo de su amigo, el sargento Morgan D. Kennon, de Memphis, Tennessee. Murió por una granada propulsada por un cohete mientras hacía guardia en un banco, en el centro de Mosul.
O que otro amigo, Alex Leonard, de las fuerzas especiales, había perdido sus piernas.
Dichas conversaciones se produjeron después. Mucho después.
Vida en suspenso
Raquel quedó sorprendida por el aspecto de Nathan cuando él regresó de su primera despliegue militar. Tenía círculos oscuros bajo sus ojos. Pequeñas cicatrices marcaron su rostro por la explosión.
Pero era lo que ella no podía ver lo que le preocupaba.
Estaba agitado, nervioso. No había dormido mucho. Y cuando lo hizo, a veces se despertaba gritando órdenes.
No portaba o mostraba su Corazón Púrpura (una condecoración militar en EU), y no habló del tema.
“Volvió con mucha ira”, comentó. “Le preguntaba sobre qué pasó en Iraq, y no me respondía”.
Raquel también pasaba por apuros.
La violencia en Iraq iba en aumento, y se esperaba que los soldados que apenas hace unos meses habían llegado a casa fueran enviados otra vez. Raquel decidió que ella y Nathan debían posponer el formar una familia.
“La gente piensa que soy egoísta porque no quiero traer a un niño en esta situación”, manifestó. “No quiero que mi hijo crezca sin papá, porque ello puede pasar”.
En un principio, Nathan no entendió.
En los meses que antecedieron su segundo despliegue, en el 2005, la pareja empezó a pelear. Su relación siempre había sido tempestuosa, marcada por discusiones apasionadas. Pero esta vez fue diferente. Las palabras hirieron. Tenían la intención de lastimar.
Nathan opuso resistencia a decirle lo que sentía, bajo el razonamiento de la protegía de “las cosas malas”. Ella se sintió excluida de su vida, ajena.
Aferrándose al matrimonio
En el 2007, después de que Nathan regresara de su segundo despliegue, durante todo un año, en la álgida ciudad de Kirkuk, al norte de Bagdad, su matrimonio estaba en un punto de quiebre.
No fue solamente un factor, dirían ambos después. Fue sólo más de lo mismo.
Claro, hubo un “período de luna de miel” posdespliegue, cuando las parejas vuelven a conocerse y las típicas presiones cotidianas parecen tan insignificantes.
Pero meses adelante, se da paso a la realidad.
De nuevo, Raquel hizo preguntas. Una vez más, Nathan batalló con qué decirle, y qué guardarse.
Ella se enteró por uno de los camaradas de su esposo que él por poco había recibido un impacto de bala en la cabeza. Cuando le preguntó a Nathan sobre el tema, este le restó importancia.
“No podía entender por qué no me decía”, comentó.
Nathan estaba en casa, pero realmente no estaba ahí, dijo más tarde Raquel. “Se volvió totalmente distinto”.
Entonces a Nathan le ofrecieron la oportunidad de ascender en su carrera, para convertirse en parte del cuerpo de oficiales subalternos. Dicha medida significaba trasladarse a Fort Sill, Oklahoma.
Raquel llegó al punto de quiebre.
“Quiero el divorcio”, dijo. Semanas después, presentó la documentación para ponerle punto final a su matrimonio.
Los momentos a solas en Fort Sill, una pujante base militar al suroeste de Oklahoma City, dieron a Nathan la oportunidad de pensar.
Amaba a esta mujer. No quería que terminara su matrimonio. No sin luchar.
Tomó el teléfono, le pidió que se uniera a él y que pelearan por lo que tenían. Del otro lado de la línea, Raquel lloró.
El amor, ambos sabían, nunca fue el problema. Tenían mucho. En algún punto, durante los años de guerra, los años de separación, se habían perdido.
En esa llamada, separados por cientos de kilómetros, se comprometieron a sacar adelante su matrimonio.
De regreso a Mosul
El paisaje posterior al 11-S, con sus repetidos despliegues, ha visto un aumento en las tasas de divorcios entre los matrimonios de militares.
Durante la década anterior, en coincidencia con las guerras en Iraq y Afganistán, la tasa de divorcios entre integrantes activos del servicio se ha incrementado de 2.6%, en el 2001, al 3.6%, en el 2010. En el 2009, hubo más de 27,000 divorcios, según las cifras del Pentágono. En el 2010, hubo cerca de 30,000.
“¿Qué quiere decir? Si el Ejército quería que tuvieras una familia, ellos te la habrían prestado”, dice Raquel, entre risas mientras recita la broma que a menudo se dice entre los cónyuges de los integrantes de las fuerzas armadas.
La unión de los Dukellis resistió, a pesar de un tercer despliegue, en el 2009; Nathan estuvo lejor durante otros 12 meses, como parte de una misión para entrenar a las fuerzas de seguridad iraquíes, en la zona sur del corazón territorial chiita. Su trabajo era hacer funcionar el radar, siguiendo en la base la pista de ataques con proyectiles.
Con las nuevas de que habría una cuarta misión -para cerrar las bases estadounidenses- Raquel se preocupó. Nathan tendría que regresar a Mosul, lugar de tan mala suerte.
Días antes de su partida, en julio, Nathan hizo explícito lo que su esposa sentía: “Se siente como si se presionara la suerte de uno”.
Un sentir distinto
Si Nathan se preguntó cómo sería el volver a la ciudad en la que había sido herido y en la que perdió a su amigo, no tuvo que esperar mucho tiempo para una respuesta. A tan sólo días de su llegada, hubo un ataque con proyectiles contra la base.
“No tuve un mal presentimiento sobre ello, ni nada. Pero sí, lo pensé”, comentó.
La base en Mosul era diferente a como la recordaba Nathan. Era más grande, con más edificios. Pero también pudo ver la transición que estaba en marcha.
Las tiendas locales cerradas. Después, las instalaciones del comedor en la base. Más adelante, la lavandería. Incluso el campo de aviación donde se había despedido de su esposa durante todos estos años fue entregado a las fuerzas de seguridad iraquíes.
Era tranquilo, muy tranquilo.
Durante los despliegues del 2003 y 2005, cuando Iraq se calmaba era una señal para los soldados de que los insurgentes estaban tramando algo. Esta vez, sin embargo, parecía como si fuera “una especia de final”, manifestó.
Como consecuencia, tenía más tiempo libre. Más tiempo para hablar con Raquel.
A lo largo de esas conversaciones, por mensajes de texto y correos electrónicos, Raquel le dijo que mientras duraba el despliegue había decidido hacer otras cosas, además de trabajar. Estaba pensando en ser voluntaria en un refugio para animales en donde estos eran sacrificados si no eran reclamados.
“¿Por qué te harías eso?”, Nathan preguntó a través de un correo electrónico.
“Porque quiero que vean un rostro amable antes de que los maten. Quiero que sepan que el mundo no está lleno de odio”, le dijo.
Esa era su Raquel, comentó después. No se sorprendió cuando ella le dijo que había adoptado un perro. Le puso el nombre de CoCo, por una de sus diseñadoras favoritas, Coco Chanel.
“¿Has oído hablar de la Iglesia Baptista de Westboro?”, preguntó ella en un mensaje de texto.
Se indignó porque el grupo conocido por protestar en los funerales de los soldados se dirigía a El Paso, Texas, para manifestarse durante la ceremonia de un joven asesinado en Afganistán.
Se sumó a un llamado para que voluntarios se colocaran entre los manifestantes y la ceremonia religiosa, formando un escudo humano para la familia en duelo.
Su esposo estaba en Iraq, arriesgando su vida. Y si el joven fuera su marido, no dejaría a quien quiera que fuese hiciera eso a su familia, le dijo a Nathan.
Él sonrió. Esa era su Raquel.
A pesar de que la pareja tenía acceso a internet y servicio telefónico en la base, agregaron otra forma de comunicarse.
“Hey jefe, tiene una carta”, exclamó un soldado en la oficina de Nathan.
“¿Una carta? Querrás decir un paquete”, dijo. Raquel enviaba con regularidad cajas llenas de golosinas.
No, una carta.
Se trataba de una carta de amor, un mensaje de esposa a esposo, diciendo lo mucho que lo extrañaba. No se mencionó a Mosul, no se habló de Iraq.
Cerrando y abriendo
Sentado en un tráiler muy amplio, el cual alberga al Starbucks para el campamento militar denominado Camp Virginia, en Kuwait, Nathan reflexiona sobre el impacto en su matrimonio de más de ocho años de guerra.
Era la víspera del aniversario de la muerte de Kennon, su amigo muerto en Mosul. Nathan admitió que todavía no ha compartido con Raquel todos los detalles de ese día.
“Sabe lo que le pasó. Se lo comenté. Pero no tiene por qué saber todo lo demás. No quiero que se preocupe”, manifestó.
Tras insistencias, Nathan reconoció que todavía no muestra su Corazón Púrpura. No habla de sus roces con la muerte.
“Sería egoísta de mi parte hablar sobre eso”, comentó. “Tengo que irme a casa con mi esposa.
“Algunos de ellos tuvieron que aprender de nuevo a caminar, aprender de nuevo a hablar. Yo regresé a casa”.
El camino para salir de Iraq hizo que pasara por Mosul, Kirkuk y la zona sur del corazón territorial chiita, siendo cada uno de ellos un lugar que le había afectado profundamente.
En cierto modo, dijo, este despliegue era como volver al punto de partida, con la guerra y con su matrimonio.
“Al principio, casi nos separó”. Ahora, “es una especie de volver a unirnos”, dijo.
Esta vez, ellos hablaron.
En esta ocasión, él compartió y ella escuchó.