Por Frida Ghitis
Nota del editor: Frida Ghitis escribe sobre asuntos internacionales en el diario estadounidense Miami Herald y en la revista World Politics Review. Fue productora y corresponsal de CNN y escribió el libro The End of Revolution: A Changing World in the Age of Live Television. Síguela en Twitter en @FridaGhitis.
Amsterdam (CNN) – ¿Está mal ver el fútbol mientras el mundo está en llamas? ¿Está mal amar el Mundial, emocionarse por un gol que se anota en Brasil cuando reina el caos en Iraq, cuando hay destrucción en Siria, mientras las tropas rusas se acumulan cerca de Ucrania?
La respuesta es “no”. Disfruta el Mundial.
Cuando era niña creí haber tenido una idea brillante: en vez de librar todas esas guerras horribles, los países en conflicto deberían retarse a un partido de fútbol. El vencedor se declararía ganador sin todo lo desagradable de luchar en una guerra real.
El plan para la paz mundial de mi niñez no cuajó, pero el fútbol y el Mundial en particular siguen siendo la arena principal de los conflictos internacionales ficticios. Cautiva a las multitudes, provoca rivalidades intensas y llena a la gente de sentimientos sorprendentemente intensos.
Esto ocurre incluso con la gente que está atrapada en guerras reales. En Siria, en plena guerra civil, los combatientes rebeldes dejan a un lado sus armas para ver el Mundial. En Bagdad, conforme los implacables yihadistas de ISIS marchan hacia la capital iraquí, las cafeterías se llenan de gente que quiere ver el Mundial.
En Viena, las autoridades iraníes se tomaron un descanso de las negociaciones nucleares para ver a su equipo. Los refugiados, los astronautas, los políticos… todos ven el Mundial.
Está claro que no es necesario que todos los demás nos sintamos culpables. No es necesario tener sentimientos encontrados por dejar de ver el anuncio de Obama sobre Iraq para ver el partido entre Colombia y Costa de Marfil.
En Europa, en donde el nacionalismo adquirió mala fama tras la Segunda Guerra Mundial, el orgullo patriótico brota con una temeridad inusual cuando juega el equipo nacional.
Incluso la gente que nunca pone atención al fútbol aplaude y alardea sobre el espectacular gol de cabeza que Van Persie anotó a España.
Las calles de Amsterdam, en donde me encuentro ahora, están tapizadas con los colores reales, con pendones y banderas anaranjadas; sobre las calles peatonales y los botes de los canales penden balones de juguete. Cuando Holanda juega, todos miran.
La gente ama los deportes, pero aman el Mundial por razones especiales. Al igual que otras competencias, se parece a la vida en cuanto a que los resultados son producto de la habilidad, la suerte e incluso la injusticia. Toda la preparación del mundo puede terminar en nada a causa de un resbalón en el pasto, de un empujón inesperado, del error de un árbitro. A diferencia de otros torneos, en este compiten países de todos los tamaños. Los pequeños pueden derribar a los grandes.
Parece que países enteros se enfrentan. Ni toda la riqueza ni todo el poder del mundo pueden proteger a una escuadra. Estados Unidos no es de los favoritos. China no calificó. Inglaterra cayó ante el pequeño Uruguay.
El torneo destila sentimientos profundamente humanos. Con tanta pasión, cada punto desata una explosión de felicidad pura. ¿Qué puede capturar mejor los sentimientos humanos que esas imágenes de las reacciones en las gradas? En Amsterdam, cuando el equipo anota, silencio mi televisor para escuchar como ruge de emoción la ciudad entera.
El torneo puede tener un eco político ya que en ocasiones se enfrentan países rivales, pero también saca al niño que cada aficionado lleva dentro. He visto hombres adultos caminar por allí con pelucas de color anaranjado fosforescente, quienes sin duda desearían estar en las gradas en Porto Alegre, con el rostro pintado y con un sombrero de unicel en forma de queso. Todos somos niños.
Otro aspecto emocionante del Mundial es que el mundo entero mira, incluso en países que no participan. He trabajado en varios países durante el Mundial, a menudo en épocas de conflicto. Por alguna razón, parece que la gente de todas partes baila en las calles cuando Brasil gana un partido.
El orgullo nacional está íntimamente ligado al equipo de cada país. Cuando una actriz holandesa tuiteó una imagen manipulada en la que parecía que unos jugadores colombianos inhalaban la espuma con la que se marcan las líneas de tiro, Colombia protestó y la actriz, Nicolette van Dam, perdió su cargo como embajadora de UNICEF. La paz se restableció.
Sucede que la idea de que podría haber una relación entre el fútbol y la paz surgió mucho antes de que yo se lo mencionara a mi padre hace muchos años. Uno de los momentos más álgidos de la historia ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en diciembre de 1914 (hace casi 100 años), cuando se declaró una tregua navideña y los soldados alemanes y británicos dejaron a un lado sus armas para jugar un partido amistoso de fútbol. Cuando la tregua terminó, la matanza se reanudó.
Desafortunadamente, el fútbol no es la panacea. Incluso hay violencia relacionada directamente con el Mundial.
Para la mayoría de la gente, el Mundial es una distracción maravillosa de las dificultades de la vida diaria —desde la guerra hasta el trabajo—, de las circunstancias más difíciles y del saber que hay muchas cosas graves y preocupantes en el mundo.
No está mal mirar, mucho menos disfrutar el evento, aunque no ayude a evitar o a detener guerras reales.
En todo el mundo, el Mundial es fuente de emoción pura salvo por el momento en el que nuestro equipo favorito pierde. Pero lo bello es que cuando tu equipo pierde, la desilusión es profunda, la tristeza es real.
Entonces recuerdas que es solo un juego. En realidad no es el fin del mundo.
(Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Frida Ghitis)