Por Stephanie Gallman
Nota de editor:El comediante Robin Williams murió en su casa en el norte de California el lunes. Williams tenía 63 años. Su representante dijo: “últimamente había estado luchando contra la depresión”. Si sufres de depresión, bipolaridad o tienes pensamientos suicidas, puedes llamar a la línea para prevención del suicidio en tu país:Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Costa Rica, Colombia, Ecuador, España,Estados Unidos y Puerto Rico (1-877-784.2432 Línea de ayuda en español sobre el suicidio), El Salvador, Guatemala: Red de Prevención del Suicidio tel.: 5392 5953, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay (Emergencia: 149), Perú, Uruguay, Venezuela.
Para más información puedes visitar las páginas: Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio (IASP) y BeFrienders Worldwide (en español).
(CNN) — Tras asistir con un terapeuta y un psiquiatra durante varios meses, en agosto de 2013 me diagnosticaron depresión.
La noticia fue impactante.
“No estoy deprimida”, respondí desafiante mientras negaba con la cabeza cuando la médica dedujo que eso era lo que tenía.
“Odio a la gente deprimida”.
Ella sonrió ante mi reacción extraña, pero yo hablaba en serio. No quiero caer en esa categoría de personas. Todo lo que absorben y emiten exuda negatividad y es difícil estar cerca de ellos. Desprecio a esta gente. Pero conforme recorría la lista de síntomas, noté que todos estaban presentes: falta de apetito, problemas para dormir, oleadas de ansiedad irracional, llanto sin razón, pérdida del interés en el trabajo y los pasatiempos, aislamiento y reclusión. Tenía casi todos.
Ella repasó mis antecedentes, que incluían ataques de ansiedad graves durante la niñez, la adolescencia, cuando estudiaba en la universidad y en los primeros años de mi adultez. Le dije que yo asumía que todos los niños tenían miedo de morir, que todas las adolescentes tenían problemas con su peso y trastornos alimentarios, que todos los estudiantes sufrían al dejar el nido y que todos tenían una crisis a los 25 años.
Las altas y bajas pronunciadas que padecí durante largo tiempo eran señales de alarma.
Cuando le conté el historial de enfermedades mentales en mi familia —que incluye al menos un suicidio— arrojó su pluma como si por fin hubiera resuelto un misterio ancestral.
“Me parece que tu cuerpo no produce suficiente serotonina”, afirmó.
Su diagnóstico sonaba bastante clínico. Solo habíamos hablado durante una hora, pero parecía que estaba segura, con base en nuestra conversación y la información que había recibido de mi terapeuta, de que la función química de mi cuerpo no estaba bien y provocaba que me sintiera desanimada. Por precaución incluyó un leve trastorno obsesivo compulsivo (TOC), lo cual rechacé mientras pensaba en las prendas esparcidas por toda mi casa.
“Tu TOC está en tus pensamientos: piensas en cosas al punto de que te obsesionas”.
Bueno, eso es simplemente grandioso.
LEE: No temas decir que tienes depresión… ¡No estás solo!
Coincidí con ella en que había estado pasando por un bache pero me pregunté si su diagnóstico no había sido un poco dramático. Siempre he creído firmemente en que la felicidad es una elección. Soy optimista, así que si no soy feliz, tiene que haber una razón. ¿Estos sentimientos podrían ser el resultado del estrés laboral? ¿De la relación intermitente que había intentado hacer funcionar durante casi un año?
Ella asintió cuando le hice estas preguntas y dijo: “Seguro, es posible que todas estas cosas contribuyeran a que te sientas así. Pero también es posible, y en tu caso es bastante probable, que no tengan nada que ver”.
Me aconsejó que siguiera haciendo ejercicio y comiendo alimentos saludables antes de que dijera lo que más me temía.
“Creo que un antidepresivo podría ayudar a estabilizar algunas de las sustancias químicas de tu cerebro”.
Seguí desafiándola porque quería saber por cuánto tiempo tendría que tomar medicamentos. Ella notaba que me sentía ansiosa y que buscaba una solución a este problema que no implicara fármacos. Pero ella ya estaba escribiendo una receta y programando nuestra siguiente visita.
“En el caso de algunas personas —explicó— la felicidad no es una elección. El que tú quieras ser feliz y que esperes que simplemente ocurra equivale a que una persona que tiene ojos cafés quiera tener ojos azules y espere que eso ocurra simplemente”.
No me entusiasmó el diagnóstico, pero su explicación me pareció sensata y me hizo sentir mejor.
Sin embargo, me negué a permitirme pensar que había resuelto el problema y mientras salía de su consultorio, emprendí un viaje de autodescubrimiento para identificar la forma en la que mis actos habían contribuido a que me sintiera así, un viaje que pronto se convirtió en el confuso e interminable juego del huevo y la gallina.
¿Me aislé de mis amigos porque estaba deprimida? ¿Acaso me deprimí porque me había aislado de mis amigos?
Dudaba más que nunca en reservarme lo que me estaba pasando, en decirles solo a mis familiares y a mis amigos más cercanos lo que la médica me había dicho. Pronto se hizo evidente que necesitaba el apoyo de más que unas cuantas personas selectas si quería superar esto. Además, no es mi estilo reservarme lo que ocurre en mi vida. Sospechaba que el aislarme era parte de la causa por la que estaba en esta situación. Así que empecé a dar la noticia de mi depresión en los lugares más inadecuados y en los momentos más inoportunos.
Usualmente iniciaba la conversación diciendo: “Pues tengo algo que decirles. Tal vez les caiga como una bomba, pero está bien, todo está bien”. Mientras empezaba a hablar de ello empezaba a sentirme más como yo, como la Stephanie a la que no le avergüenzan los reveses de la vida, la que enfrenta las dificultades con humor y honestidad.
No sorprende que la gente maravillosa que hay en mi vida haya sido muy amable y empática, que me consolaran y me apoyaran, aunque la reacción y la disposición a hablar abiertamente sobre la enfermedad han variado.
Me criaron un una familia que cree en “sacarse adelante uno mismo”, así que aunque dolía que algunas personas dudaran inmediatamente de que en realidad estaba enferma, me identificaba más (y sigo identificándome) con la gente que no cree que la depresión sea una enfermedad.
La tristeza que surge de la depresión no nace de algo real. No estoy triste por alguien o por algo. No sé por qué estoy triste. Simplemente lo estoy. No sé por qué me preocupo por cosas que están tan fuera de mi control. Simplemente lo hago y desearía no hacerlo.
La mayoría de las personas que no creen en la depresión tampoco creen en tomar medicamentos para ello. Sus advertencias abarcaron desde una reserva consciente hasta el franco temor de que me hiciera adicta a las píldoras y me volviera un zombi. En vez de tomar fármacos —decían—, “¿por qué no tratas de hacer más de las cosas que disfrutas hacer?”.
“Cuida tu jardín”.
“Encuentra un proyecto, algo a qué dedicar tu atención”.
“Lee el libro El secreto”.
Váyanse al diablo.
Estos remedios condescendientes (El secreto, ¿en serio?) me hacían enfurecer, como si no fuera feliz porque no lo había intentado lo suficiente.
Muchas personas reaccionaron a la noticia de mi depresión de la misma forma que yo: “¿¡Estás deprimida!? ¿Tú? ¿Stephanie Gallman? ¡Pero si eres una de las personas más alegres que conozco! ¡Juegas con los Hula-Hoop en Walmart! (En efecto, juego con los Hula-Hoop cada vez que voy a Walmart).
Estas son las personas a las que quería abrazar; me hicieron sentir como si no me hubiera transformado en una persona negativa.
Es cierto, al mundo exterior le parece que soy feliz. Me doy cuenta de que esto es difícil de entender, incluso para mí, pero estoy feliz la mayor parte del tiempo. Estoy terriblemente consciente de lo bendecida que es mi vida y expreso mi gratitud a diario. He trabajado duro para no dejar que lo que pasa en mi interior afecte la forma en la que me proyecto al exterior.
Supongo que podrías decir que me he vuelto una chica que por fuera juega con los Hula-Hoop en Walmart y que por dentro solo quiero acurrucarme en la cama; hasta ahora, la depresión había sido mi sucio secretito.
Mi actitud alegre es el elemento de mi personalidad del que más me enorgullezco. Esta otra parte —la que se obsesiona por cosas que no puedo controlar, que se odia y duda— también es parte de mí; desafortunadamente es la parte que ha estado haciendo más ruido últimamente.
La tercera reacción a mi noticia (y probablemente la más popular) ha sido la marea de amigos que divulga su relación personal con las enfermedades mentales.
“Mi mamá tiene trastorno bipolar… mi tío ha tenido depresión clínica durante años”.
Estaba sumamente asombrada. Quería gritar como Adam Sandler en la cinta The Wedding Singer: “Vaya, tienes esa información… ¡realmente me habría sido más útil ayer!”. ¿Por qué nadie habla de estas enfermedades que afectan a la parte más importante de nuestro cuerpo: nuestro cerebro?
El año pasado compré un cartel en el que se leía: “Todo está bien. Tal vez no hoy, pero tarde o temprano”. Lo enmarqué y lo colgué cerca de mi cama, donde puedo verlo todos los días al levantarme.
En mis mejores días creo que esa frase es totalmente cierta. Ataco este diagnóstico con cada gota de energía y cada recurso que tengo.
En mi peor día, me siento como una persona distinta, cansada, dispersa y ansiosa por sentirse como la Stephanie real, divertida y positiva que sé que está atrapada en algún lugar en mi interior. Siento que el mundo me he decepcionado pero me siento demasiado agotada como para salir a cambiarlo.
El reconocer que tengo depresión y ansiedad me ha hecho sentir débil en ocasiones, como si estuviera reconociendo una derrota. Soy dura conmigo sin razón alguna. Me enfurece que a pesar de que tengo todas las razones para estar feliz, a veces no lo estoy. Mis relaciones han sufrido —algunas se arruinaron totalmente— a causa de esta enfermedad; algunas se arruinaron por mi culpa, por no confiar en mis seres queridos y por no pedir ayuda cuando la necesitaba. Algunos se retiraron porque no les interesaba emprender este viaje difícil y a menudo impredecible. No puedo culpar a nadie por tomar esa decisión, pero me gustaría pensar que aún en mi peor momento merezco honestidad, compasión y comprensión.
De cualquier forma, probablemente no me interesaría trabajar o salir con cualquier persona que me juzgue por esta debilidad que he identificado y que estoy atendiendo.
Soy una persona que lucha con su cerebro de la misma forma en la que otros luchan con su corazón.
Amo profundamente y me río estruendosamente.
Trabajo duro y juego con aún más pasión. Y siempre juego con los Hula-Hoop en Walmart.
Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Stephanie Gallman.