Por Andrew Cohen

Nota del editor: Andrew Cohen es un popular escritor y periodista; escribe una columna para el sitio web The Ottawa Citizen. Su libro más reciente esTwo Days in June: John F. Kennedy and the 48 Hours that Made History

OTTAWA, Canadá (CNN)— Fue una sorpresa, aun cuando soy periodista, ir conduciendo por la calle Wellington, el solemne camino principal de la ciudad, y haber sido arrastrado por las caóticas consecuencias de un desastre. Iba a toda prisa a un estudio de televisión a media mañana y pasé por el Monumento a la Guerra Nacional unos minutos después del tiroteo. Un soldado había muerto.

La policía cerraba las calles, detenía el tránsito, gritaba órdenes, blandían ametralladoras con el dedo en el gatillo. Pronto habían levantado un cerco que duró hasta media tarde. Desde ese encierro empecé a escribir esto.

Esto no debería ocurrir en Canadá, mucho menos en Ottawa, su capital somnolienta y ensimismada.

Los centinelas no mueren en cumplimiento de su deber en el Monumento a la Guerra Nacional en esta temporada conmemorativa. Los políticos no se acurrucan para protegerse en las salas de los comités del Parlamento mientras los disparos resuenan en los corredores góticos. Los francotiradores no toman posiciones en los tejados cercanos en busca de hombres con armas largas.

Esto es Canadá, país que fue conocido como “el reino pacífico”. Ahora entendimos, al igual que tantos otros países, la terrible y fría realidad del siglo XXI: puede ocurrir aquí.

Cuando un pistolero mató a ese soldado solitario frente al monumento, cuando él (y sus posibles cómplices, en este momento no sabemos si los tenía, quiénes y cuántos eran) atravesó a toda prisa la entrada principal del Parlamento canadiense y empezó a disparar, algo cambió.

Cuando cientos de legisladores que habían asistido a las reuniones semanales de su partido empujaron las sillas de cuero y las mesas contra las puertas y se atrincheraron dentro de sus salones y oficinas, algo cambió.

Cuando el centro de la ciudad quedó cercado, se estableció un perímetro fuera del recinto parlamentario y más allá y miles de personas quedaron encerradas en sus oficinas y establecimientos, algo cambió.

Sería muy trillado decir (como muchos seguramente lo harán) que Canadá perdió su inocencia hoy. Canadá ciertamente no es inocente. Un país que marchó a las fauces de dos guerras mundiales y perdió 100,000 de sus hijos en Europa entiende algunas cosas. Esto se hace particularmente evidente en esta época del año, cuando los canadienses llevan amapolas rojas en sus solapas hasta el 11 de noviembre, el Día de la Conmemoración.

Sin embargo, podríamos decir que Canadá perdió su ignorancia hoy y probablemente una buena parte de su complacencia.

Este país ahora está escalofriantemente consciente de que aquí pueden ocurrir cosas malas, aún en la sede de su democracia. Muchos de nosotros pensábamos alegremente que no podía ocurrir o que no ocurriría. En 147 años de democracia, nunca hemos tenido una revolución, una guerra civil o una invasión. No hemos librado guerras de conquista en el extranjero, nunca hemos tenido colonias, nunca hemos luchado solos. Durante años fuimos los principales guardianes de la paz en el mundo y proyectábamos al exterior la sensación de compromiso que ponemos en práctica en casa.

Nuestra sociedad es abierta y diversa y cuenta con uno de los niveles de inmigración más altos del mundo. Tal vez pensábamos que éramos inmunes a las patologías y prejuicios locales y extranjeros. Eso no podía ocurrir aquí. No a nosotros.

Pero ¿por qué Canadá habría de ser inmune? Los canadienses lucharon en Afganistán. Pertenecemos a la OTAN e históricamente hemos sido aliados de Estados Unidos. A principios de octubre, nuestro Parlamento aprobó por votación la incorporación a la campaña aérea en contra del Estado Islámico en Iraq. Esta semana o la siguiente, nuestros aviones de guerra entrarán en acción en ese país.

No deberíamos sorprendernos. Ha habido indicios ominosos. Hace unos años se frustró una conspiración para hacer estallar el Parlamento y decapitar al primer ministro. En años más recientes, han aumentado los reportes de musulmanes canadienses “radicalizados” que se han unido a los yihadistas en Medio Oriente.

Si lo que ocurrió aquí es de hecho un atentado terrorista organizado (o incluso si es algo menor, basado simplemente en el fervor religioso o ideológico), es un recordatorio más de los peligros que siempre acompañan a una sociedad exitosa aunque compleja que aspira a tener un lugar en el mundo.

A diferencia de Estados Unidos, en Canadá hay pocos delitos violentos. Es uno de los países industrializados más seguros. En Toronto, Montreal y Vancouver, las tres mayores ciudades, pueden ocurrir y ocurren asesinatos y masacres. Pero son inusuales.

Ottawa es la cuarta mayor ciudad de Canadá y es la sede del gobierno. Es como Canberra en Australia o Sacramento en California. No es como Londres, París o Roma. Es un lugar provinciano cuyo alcalde cree que reemplazar una biblioteca pública en ruinas o construir un tren ligero, años después de que se ha hecho en otras ciudades en Canadá, es una idea audaz.

Así que es desconcertante, alarmante y triste que esto haya ocurrido aquí, de entre todos los lugares. Pero fue ingenuo pensar que un país de 35 millones de habitantes, que va rumbo a la guerra en Iraq, no se enfrentaría a esta clase de violencia algún día.

Ya nos ocurrió. Nuestra larga y dulce temporada de ignorancia ha terminado.

Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Andrew Cohen.