Nota del editor: Jeb Bush, quien aspira a la candidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos, fue el gobernador 43 de Florida, de 199 a 2007. Las opiniones recogidas en este texto pertenecen exclusivamente a Jeb Bush.
(CNN) — Millones de estadounidenses católicos como yo están emocionados de que el papa Francisco esté en su primera gira en Estados Unidos. Nuestro Padre Santo es un ejemplo de santidad personal y de interés profundo por los más vulnerables de nosotros. Nos recuerda que hay que hablar en nombre de los perseguidos, defender a los no nacidos, consolar a los afligidos y dar la bienvenida a los desconocidos.
Los entendidos quieren retratarlo como un político, pero su cargo es mucho más grande que eso: él es el líder espiritual del grupo de cristianos más numeroso de la Tierra y la inspiración de la gente de buena voluntad.
La Iglesia que Francisco encabeza nunca se cansa de proclamar la dignidad de todas las personas, una verdad que también yace en el corazón de nuestra forma de gobierno, que busca la libertad y la justicia para todos. Subyace a la libertad esencial de nuestra Constitución: la libertad de cultos, una libertad que demasiados miembros de nuestro gobierno han perdido de vista en años recientes.
Espero que la visita del papa Francisco a Estados Unidos sea un recordatorio poderoso de que en un país tan grande y diverso como el nuestro, podemos proteger la libertad de cultos y la libertad de consciencia al tiempo que respetamos a quienes tienen opiniones opuestas.
El catolicismo le ha dado cimientos a mi vida. La Iglesia católica siempre ha unido a mi familia.
Aun antes de mi propia conversión íbamos juntos a misa, compartíamos en familia el mensaje de esperanza y amor, orábamos por la paz y la gracia. Mi esposa creció con la religión católica, nos casamos en un centro para estudiantes católicos y criamos como católicos a nuestros hijos.
Después de haber perdido la primera vez que me postulé a gobernador de Florida, en 1994, evalué mi vida y mis creencias y decidí aceptar totalmente la religión que había guiado a mi familia y a mí durante tantos años. Asistí a las clases del Rito de Iniciación Cristiana para Adultos. Comprendí más los sacramentos de la Iglesia y la gracia que imparten. Estudié la doctrina de la Iglesia católica y cómo se renueva en cada era. Entre más aprendía, más apreciaba la rica historia de la Iglesia y sus enseñanzas, y la mano de Dios cambió mi corazón.
En los 20 años que han pasado desde que me convertí, la Iglesia me ha dado fe y esperanza para lidiar con los muchos desafíos de la vida.
Mis familiares tuvieron la bendición de conocer al papa Juan Pablo II, uno de los auténticos santos de nuestro tiempo. Recuerdo claramente el año de 1979, cuando san Juan Pablo, en solidaridad con el pueblo polaco, dio la comunión a más de un millón de católicos en Varsovia, nutrió su fe y alimentó su determinación de vivir en la verdad. Dio fuerza a una libertad que llevó a la liberación de Polonia y al fin del dominio soviético.
A solicitud de mi hermano (el expresidente de Estados Unidos, George W. Bush), recibí la bendición de encabezar la delegación estadounidense en la misa de nombramiento del papa Benedicto XVI en 2005. Fue verdaderamente un honor y una inspiración conocer a un líder espiritual tan devoto y considerado.
He sido testigo del poder de Dios a través de su Iglesia para influir en las vidas y transformar el mundo, tanto en el escenario mundial como en mi propio corazón. La Iglesia ha afianzado mis sentimientos y mis ideas de forma profunda a través de las ideas de la piedad, la penitencia y la dignidad y del potencial de cada vida, joven o vieja, rica o pobre, nacida o no nacida.
El poder de esa fe católica puede verse hoy, no solo en las multitudes que recibirán al papa Francisco en los próximos días, sino en los millones de hombres y mujeres que sanan a los enfermos, consuelan a los solitarios, trabajan por la paz y alimentan a los hambrientos. Es una fe que conmueve corazones y mentes y que trae alivio a quienes escuchan su mensaje de esperanza. Es, además, una fe que me enorgullece considerar propia.