Nota del editor: Camilo Egaña es el conductor de Encuentro. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor.
(CNN Español) – La mañana que murió Gabriel García Márquez en Ciudad de México, ya era la tarde en Barcelona y sabrá Dios por qué la única señal de televisión que llegaba a mi cuarto de hotel venía de Alemania.
Jamás me resultó tan claro y doloroso un idioma desconocido.
El hombre que se inventó un mundo en el que todos cabían, por estrafalarios que fuesen; y que defendía esto de contar la vida como el mejor oficio del mundo, había muerto.
Y con él se moría un poco más si cabe, el periodista peleón que recela hasta de su sombra y que al mismo tiempo, vive la agonía cotidiana de no hacer literatura cuando no resulta pertinente.
Quien quiera ser periodista a los 15 años, puede quemarse en el fulgor demasiado rutilante de ese Hemingway —que parece salido de una película de la Metro Goldwyn Mayer— contando la guerra civil española. O quedarse empantanado en la atosigante esgrima de estilo y sintaxis de Capote, Talesse, Mailer y los otros apóstoles de eso que llaman el Nuevo Periodismo y que sin embargo, ya hacía en el siglo XIX Jose Martí, sentado en un café de Madrid.
Pero quien tenga 15 años y se lea con cuidado lo que Gabo escribía cuando era un periodista mal comido pero bien vivido, entenderá entonces por qué él mismo diría, muchos años después que el periodismo es ”una pasión insaciable”, alimentada siempre por ”el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso”.
A García Márquez lo que más le gustaba en la vida era cantar en un bar aunque fuera de mala muerte, acaso por eso decía como en los boleros que “nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso”, puede entender este oficio “incomprensible y voraz”, que muere y revive cada vez que estalla una noticia.
Y mejor, si uno tiene la certeza de que alguien está dispuesto a atender lo que se va a contar. Eso es sencillamente, glorioso.