Cuenta la Biblia que cuando todos los hombres hablaban una misma lengua sobre la tierra, decidieron edificar una torre cuya cúspide llegara hasta el cielo. Aprendieron a quemar el barro y sustituyeron las piedras por ladrillos. Para pegarlos, utilizaron brea en lugar de argamasa. Dios (Jehová, Yahveh) bajó preocupado, y comprendió que nada impediría a aquellos hombres llevar adelante sus propósitos de llegar al cielo.
Para evitarlo, hizo que cada uno comenzara a hablar una lengua diferente. Nadie entendía al otro, la confusión fue total y los hombres, sin poder comunicarse entre sí, decidieron suspender la obra y dispersarse por todo el mundo, dando lugar a los diferentes idiomas. Esa es, en síntesis, la famosa leyenda de la Torre de Babel, una historia capaz de demostrarnos la negatividad de la incomunicación.
Pero no solo los idiomas provocan problemas de comunicación. En ocasiones, las actitudes humanas son las que tienden ese manto, con todas sus secuelas negativas. Si nos dejamos llevar por el enojo o el odio, creamos barreras infranqueables con los demás. Son emociones fuertes que nublan los sentidos y diluyen el razonamiento.
Los seres humanos soberbios e intransigentes nunca mantendrán una comunicación correcta y constructiva con sus semejantes. La soberbia y el fanatismo elevan muros, tienden a imponer ideas y hacen prevalecer puntos de vista no compartidos —y a veces hasta rechazados— por los otros.
En otro sentido, si no estamos dispuestos a escuchar, también abrimos el paso a la senda de la incomunicación humana. Otros factores también entorpecen la comunicación plena. Por ejemplo, cuando no decimos las cosas de la mejor manera, o en el momento o lugar adecuados. O cuando reprochamos, acusamos y exigimos sin motivos, o somos incoherentes, indecisos en el mensaje y utilizamos términos poco puntuales.
Lamentablemente, hoy día nuestro mundo es víctima de una incomunicación feroz. Vivimos en una Torre de Babel, pero no separados por lenguas distintas, sino por sentimientos encontrados, puntos de vista insalvables, intereses espurios, fanatismo y sed de violencia.
Vivo con la esperanza de que nosotros, los que habitamos la Tierra, seamos capaces de resolver estos problemas con nuestro propio esfuerzo, y no tengamos que esperar por otra intervención divina.