Cuando Lino Daza Martínez vivía en Colombia tuvo que soportar que un paramilitar invadiera su casa, sintió terror cada vez que la guerrilla lo llamaba para amenazarlo de muerte e intentaba conciliar el sueño mientras caían bombas del cielo.

Entonces decidió irse con su familia del país.

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La familia Daza Ortíz vivió en carne propia la crudeza de la guerra en Colombia a finales de la década de los noventa, cuando el conflicto armado protagonizado por las guerrillas, el Ejército y el grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) estaba en pleno apogeo en el departamento del Valle del Cauca, situado en el suroccidente de Colombia.

Una zona que desde los años sesenta experimentó la crueldad no sólo del narcotráfico, sino también de grupos guerrilleros como el M-19, que tenía su centro de operaciones en este departamento, y que treinta años después volvería a ver la crueldad de la guerrilla con secuestros masivos como el de la iglesia La María en Cali o el del kilómetro 18 de la vía al mar del Pacífico llevados a cabo por el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

La zona, rodeada de montañas y con un geografía selvática, es propicia para la instauración de estos grupos armados. También, en el Valle del Cauca, impera la actividad industrial constructora.

Lino Daza era uno de esos empresarios que recorría toda la zona del Valle del Cauca y los departamentos aledaños con sus obras. Era el director técnico y subgerente de la empresa Construcciones Bonaire Limitada, una compañía que fundó junto a su familia y que tenía su oficina principal en Cali y sucursales en varios departamentos del centro y sur de Colombia.

Durante el inicio de los ochenta, uno de los mayores problemas de la zona era la actividad del movimiento guerrillero M-19, que aunque continuaban cometiendo actos sangrientos, registró en 6 años (de 1986 a 1991) una disminución de su actividad.

La familia Daza llegó en 1986 a Jamundí, una ciudad ubicada 25 kilómetros al sur de Cali.

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A pesar de la continua actividad guerrillera y de la violencia en los noventa por los enfrentamientos entre el Cartel de Cali y el Cartel de Medellín, los Daza nunca pensaron que iban a estar en una situación como la que vivieron en 1998 y que los obligó a abandonar su hogar y su patria.

Las heridas de la guerra, aunque presentes, no impiden que Daza sueñe con regresar a Colombia luego de un acuerdo de paz. Daza y su familia actualmente viven en Toronto, Canadá, país que los acogió en condición de refugiados.

La primera llamada

El 23 de enero de 1998, Daza estaba trabajando en la ciudad de Santa Rosa de Cabal, ubicada en el departamento de Risaralda al norte de Jamundí. Debido a la distancia (casi 4 horas en carretera), dormía en la constructora.

Recuerda la primera llamada amenazante: un viernes de enero, cuando un camión volcador de la compañía desapareció.

“Me dijeron que era el comandante Marcos de las FARC, que tenían retenida una volqueta [camión volcador] y que necesitaban una contribución mía”, dice.

En un principio Daza se negó a acceder a sus peticiones. “Les dije que no, que mi volqueta estaba asegurada, que se podían quedar con ella si querían”, y luego de un intercambio de palabras con el supuesto guerrillero, Daza le envió un mensaje al comandante Marcos: “Ya que usted me está diciendo que tiene mi equipo, si quiere tráigamelo aquí, le doy dos millones de pesos (1.500 dólares a la tasa de cambio de en ese entonces), pero se lo recibo aquí”.

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El supuesto guerrillero consultó con su superior pero la oferta no fue aceptada: eran 10 millones de pesos colombianos (7.500 dólares en ese momento) o no había trato, y así fue, no llegaron a un acuerdo.

Daza denunció el hecho ante el Gaula (Grupo Antisecuestro y Antiextorsión de la Policía Nacional de Colombia), sin embargo, el hecho de colocar una denuncia por extorsión de un presunto guerrillero ya era una tarea complicada.

Según Daza, la Fiscalía de Colombia adjudicó el secuestro a una banda delincuencial de Chinchiná, Caldas, llamada ‘Los Sepultuteros’. “A mí se me identificaron [como] que eran FARC”, recuerda.

Un cambio de vida

Daza dejó su trabajo en Santa Rosa del Cabal y por un tiempo mantuvo bajo perfil y trataba de no volver a la zona, y si lo hacía tenía que ser “muy cuidadosamente y dejando pasar tiempo, sin horarios fijos”.

Ocho meses pasaron desde la primera llamada. Daza se encontraba en Buesaco [al sur de Colombia], cuando el 28 de septiembre de 1998 recibió otra amenaza de un supuesto grupo de las FARC.

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Los guerrilleros llegaron directamente a la empresa, “querían otra vez llevarse el equipo, que les prestara la volqueta”, recuerda el constructor.

Aunque Daza no habló directamente con los hombres, que se identificaron como guerrilleros de las FARC, su capataz de confianza recibió el recado, un llamado directo a “colaborar” con los supuestos insurgentes.

Daza y la compañía no cedieron ante las presiones. Los supuestos guerrilleros insistieron y en el segundo contacto las intenciones del grupo fueron claras.

“La segunda vez ya me dejaron [una] amenaza diciendo que si yo no colaboraba, me buscaban y me mataban, así de sencillo”.

“Al saber de las amenazas, el miedo y temor se apoderaron de mí. Decidí abandonar esa obra y ateniéndome a las consecuencias económicas, por el temor que nuevamente me invadió, no quise volver a ese sitio de trabajo”, dice.

“Era una zona de guerra”

Con dos amenazas sobre los hombros, Daza regresó al Valle del Cauca para instalarse en un lugar seguro.

La oficina principal de Construcciones Bonaire Limitada se encontraba en un centro comercial ubicado en una zona acomodada de Cali, el barrio Ciudad Jardín.

“Ahí yo me sentía seguro, no tenía mayor problema porque la oficina del edificio tenía vigilancia las 24 horas”, relata.

Durante dos años, no hubo amenazas directas, pero el flagelo de la violencia no terminó allí para la familia Daza.

Según el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos, durante los años 1999-2001, la actividad armada en el Valle del Cauca llegó a su nivel máximo.

En ese entonces, Daza cuenta que la zona era “muy influenciada por los paramilitares, después de la toma de la iglesia La María en Cali”, en el barrio Ciudad Jardín, uno de los secuestros masivos que marcó para siempre el Valle del Cauca.

Era un domingo cualquiera para los caleños, quienes jamás se imaginaron que la vida les iba a cambiar para siempre en plena misa. El 30 de mayo de 1999, un hombre vestido con un traje camuflado y un fusil tomó como rehenes a los feligreses y al párroco. Eran casi 200 personas. Fue el primer secuestro masivo del ELN.

A las afueras de la iglesia, un grupo de aproximadamente 30 guerrilleros esperaba a los rehenes para transportarlos a los Farallones de Cali, una región boscosa a los pies de la cordillera occidental de Colombia.

“Todos esos rehenes que cogieron, los transportaron desde la iglesia La María [que está] en una avenida que se llama Cañas Gordas y pasa luego por la vía Chipaya, que es la vía que pasa por el condominio en donde yo vivía… por ahí transportaron a esa gente”, recuerda.

La presencia del ELN en la región fue incrementando. Un año y dos meses después, un segundo secuestro masivo en el Valle del Cauca reabrió las heridas del departamento que aún no se reponía de lo que pasó en La María.

También un domingo, el 17 de septiembre de 2000, hombres armados de la compañía Lucho Quintero Giraldo y del frente José María Becerra recorrieron el kilómetro 18 (al sur de Cali) y asaltaron tanto restaurantes como fincas secuestrando a 70 personas a su paso, de acuerdo a un reporte especial sobre el secuestro de la Fundación Seguridad y Democracia.

En ese entonces el presidente Andrés Pastrana llevaba a cabo un proceso de negociación entre su gobierno y tanto las FARC como el ELN. Sin embargo, la muerte de tres rehenes del kilómetro 18 cerró –al menos temporalmente– la puerta a estos diálogos, según dijo Pastrana a los medios. Unas declaraciones que dieron pie a la liberación de todos los rehenes a tan solo semanas del hecho.

“Ahí es fue cuando comenzó esa incursión de paramilitares, guerrilla, y comenzó a llegarnos a las casas panfletos de las FARC, diciéndonos que teníamos que unirnos a ellos y colaborarles”, recuerda Daza.

Los paramilitares también pedían lo mismo: “Se unen a nosotros –decía el panfleto– o se van de la zona, porque sino van a ser objetivo militar”, relata Daza.

La actividad de la guerrilla obligó al Ejército a incrementar su presencia en el Valle del Cauca, desencadenando así el conflicto entre FARC, ELN, paramilitares, Policía y Ejército.

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Leonardo, el hijo menor de Daza, tenía tan solo 8 años cuando el Ejército intervino activamente en el conflicto armado en la zona.

“El Ejército comenzó a bombardear y nosotros oíamos de noche”, dice.

“Eso era aterrador, sinceramente era como una zona de guerra”, cuenta Daza. “De noche, los helicópteros y toda esa cosa, él lo escuchaba. Por ejemplo un día, se dice que pasó un grupo de paramilitares por dentro del condominio, se saltan los cercos. Cuando yo me di cuenta de eso llamé al Ejército –porque pensábamos que eran militares– y [nos] dijeron no, no son militares… ¿entonces qué? ¿Estamos a manos de quién? Todo esto lo escuchaba el niño”.

Contrario a los deseos de su padre, Leonardo, hoy de 24 años, no quiere regresar a Colombia: “tanto será que mi hijo menor no quiere ir a Colombia. ¿Quedó traumatizado? yo creo que sí”.

“¡Yo no aguanto más… no se puede vivir así!’”

El 4 de julio de 2001 Daza estaba en su oficina en la Ciudad Jardín en Cali cuando recibió un panfleto por debajo de la puerta.

“Decía que les tuviera listo el equipo de carreteras con los operarios porque ellos lo necesitaban; decía que como yo colaboraba con el partido del gobierno [Partido Conservador Colombiano], tenía la obligación de colaborar con ellos”, recuerda.

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El panfleto, según Daza, no lo amedrentó. Pero dos días después vivió uno de los momentos más agobiantes de su vida.

Daza se encontraba en su oficina cuando “me hicieron una llamada [preguntándome] que si les tenía listo lo que me habían pedido [un equipo de carreteras]. Yo les dije que no, que yo no tenía por qué darle mis cosas”. El hombre se identificó como miembro de las FARC.

“Le conteste que se fuera al diablo y enseguida colgué el teléfono”, cuenta.

El hostigamiento no cesó. Una semana después recibió otra llamada “y con voz amenazante me dijo que si no entregaba lo que me habían pedido me mataban a mí y a mi familia”.

Daza cuenta que, a pesar de estar asustado, no cedió.

Ese mismo día abandonó su oficina alrededor de las 6 de la tarde y un auto trató de interceptarlo mientras se dirigía a su casa.

“Yo reaccioné, aceleré mi carro y me dirigí a la estación de policía que estaba cerca, el cual yo conocía bien porque era mi ruta diaria. Dos agentes me atendieron y me mandaron a un lugar donde debía poner la denuncia”.

Daza y su familia tuvieron que cambiar una vez más su rutina. Tomaron medidas extremas de seguridad, cambiaron rutas y horarios de trabajo.

“Esto no paro allí, el 19 de julio del 2001 mi esposa recibió una llamada en mi casa de Jamundí. Un hombre le dijo: ‘Dígale a su marido que la próxima vez no se escapa, porque con las FARC no se juega’”.

Daza dice que ese día sintió mucho temor y le dijo a su esposa: “Si eso es así y hasta mi casa me están llamando, tenemos es que irnos”.

A la par de estas amenazas, Daza cuenta unos hombres que se identificaron como miembros de las AUC entraron a su condominio.

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“Le prendieron candela a la oficina de la administración, sin importarles que habían dos empleadas adentro. Ahí fue cuando yo dije: ‘No, yo ya no doy más. Me voy, porque aquí ya no hay nada que hacer’. Ya yo sentía que no era capaz de soportar más, y me daba miedo por mi familia”.

Era una situación insostenible.

“Sufríamos mucho el sentir y saber que esa zona donde vivíamos muy tranquilamente, se transformó de un momento a otro en zona de combate, el Ejército de Colombia contra grupos de la guerrilla y las AUC. Los bombardeos, el ruido de los helicópteros y el traqueteo de las armas eran persistentes”.

Daza recuerda que estas amenazas, además de casos como el secuestro de La María y el Kilómetro 18, fueron el detonante para decidir dejar toda una vida detrás.

El 21 de julio de 2001 la familia Daza Ortíz abandonó Colombia con destino a Estados Unidos, país en el que permanecieron durante dos años. Pidieron refugio y que luego de dos años les fue negado porque no calificaban de acuerdo a los estatutos de inmigración.

El Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos le dio 30 días a la familia para abandonar el país. Y a pocos días de recibir la carta del gobierno estadounidense, los Daza Ortíz emprendieron de nuevo otro viaje.

El 13 de noviembre de 2003 llegaron a Canadá, país que se convirtió en su segundo hogar durante 13 años.

Daza y toda su familia residen en la actualidad en Toronto. El país les abrió las puertas otorgándoles el estatus de refugiados y poco tiempo después recibieron la ciudadanía canadiense.

Desde la distancia esperan que en su natal Colombia se pueda firmar un acuerdo de paz, algo que el mismo Daza describe que sería hermoso para el pueblo colombiano.

“Sería muy bonito que el gobierno le diera algunas facilidades a uno como desplazado por la guerra, que regrese a Colombia a [recuperar] la empresa que tenía, o por lo menos a iniciar algo”.