César Montealegre caminó cinco horas por la selva. El corazón le latía con fuerza de pensar que después de ocho meses vería a su esposa de nuevo. El guerrillero que lo escoltaba le dijo que se arrodillara y cerrara los ojos. Pensó que lo iban a matar, que era otro truco cruel de la guerrilla y que lo habían hecho caminar tanto para no enterrarlo cerca del campamento.
Pasaron 20 minutos. “Levántese, compañero”, le dijo el guerrillero poniéndole una mano en el hombro. “Ya va a ver a su esposa. Allá arriba hay dos motos. Súbase en una que yo voy en la otra y más adelante nos encontramos con un compañero en un rancho”.
Montealegre dice que nunca estuvo tan seguro de que las FARC eran un grupo desalmado como cuando llegó a esa casa donde el guerrillero le dijo que su esposa no estaba. “Compañero, nos tocó retenerla porque hizo falta una platica”. Su mujer había ido a pagar su rescate, pero las FARC consideraron que el dinero no era suficiente, por lo que la secuestraron a ella para que Montealegre fuera a buscar el resto de lo que pedía la guerrilla.
“¿Qué tienen contra nosotros? Pégueme un tiro, yo ya no sé qué hacer. Présteme la pistola y me lo pego yo”, le dijo Montealegre llorando a los dos guerrilleros. Ese día pudo regresar a Florencia, capital de Caquetá, un departamento al sur de Colombia. Había recobrado su libertad después del secuestro, pero pasarían dos meses más antes de que pudiera conseguir el dinero para liberar a su esposa.
Años después, por esas mismas tierras de Caquetá, Luis Moreno montó a su hijo y a su sobrino al lomo de una mula y huyó. Llevaba 500 mil pesos en el bolsillo y unas pocas provisiones: lo único que tenía para comenzar una nueva vida. Montaron las bestias durante cuatro horas entre la selva, lejos de la carretera para evitar a los vigías que pudieran avisarles a las FARC que estaba escapando.
Llegó a Puerto Arango, una población sobre el río Orteguaza, en Caquetá, a pocos kilómetros de la capital. Sabía que tenía que entregarse a las autoridades, pero no sabía cómo hacerlo. Envió a los niños donde su hermana en Florencia y le pidió a ella que la ayudara a desmovilizarse y que cuidara a los niños mientras pasaba todo el proceso.
Moreno había sido guerrillero por 16 años pero se agotó del combate, de la vida en el monte, “de lo absurdo de la guerra” y de temer por su hijo, a quien a veces montaba en las ancas de una mula mientras el Ejército los perseguía.
Llegó a ser jefe de finanzas del Frente 3, una unidad de las FARC que durante décadas sembró el terror en los departamentos de Caquetá y Huila en Colombia. El mismo frente que mantuvo secuestrado durante ocho meses a César Montealegre.
Moreno conocía a Montealegre, pues como jefe ecónomo general del Frente 3 sabía dónde estaban los secuestrados, las provisiones que se les enviaban, y cuánto tiempo llevaban en cautiverio. Sabía perfectamente quién era cuando lo saludó en el restaurante La Cascada en Florencia después de desmovilizarse y le pidió trabajo. Pero Montealegre no sabía quién era él, salvo que era hermano de una de sus empleadas.
Una oportunidad
Moreno volvió a Florencia tras ocho meses de estar en Bogotá culminando su proceso con la Agencia Colombiana de Reintegración. No tenía empleo y debía cuidar a dos niños. Muchos que conocían su pasado se rehusaban a darle una oportunidad.
Para Montealegre las cosas tampoco iban bien. Habían pasado casi siete años desde que recobró su libertad, pero el secuestro le quitó todo: le entregó a la guerrilla casi todo su capital, en su ausencia sus negocios quebraron, sus hijos tuvieron que viajar al exterior pues había amenazas de muerte en su contra, la división de impuestos de Colombia le estaba cobrando mora por los meses que no pagó y debía millones de pesos a los casi 300 empleados que llegó a tener como el próspero comerciante de la región que fue antes de caer en poder de las FARC.
Se hicieron amigos porque Moreno pasaba regularmente por La Cascada a hablar con su hermana. Hablaban de cultivos, bestias, y fincas pues comparten la pasión por las tierras del Caquetá. El exguerrillero se ganó la confianza de Montealegre y este no dudó en darle trabajo en la finca que había recuperado tan pronto tuvo la oportunidad.
“Luchito, ¿usted dónde vivía?”, le preguntó Montealegre en la finca un día de tantos en los que pasaban hasta 10 horas trabajando juntos. “Allá en Cordillera”, le respondió el exguerrillero. “¿Sí? Por allá me tuvieron secuestrado”.
“Éramos amigos. Me tenía que quitar el peso de encima, entonces le conté”, recuerda Moreno. “Le dije: ‘Don César, tengo algo para decirle y me he sentido muy mal porque he evadido sus preguntas. Yo soy desmovilizado. Yo sabía que usted era el secuestrado, estuve muy cerquita de usted, miré cómo lo pasaban’. Se sorprendió… Pero yo le dije: ‘Yo vengo aquí a cambiar’”.
“Lo mejor es que salgamos de él. Quién sabe qué nos va a hacer. Ya no va a ser sólo con usted sino con toda la familia”, le dijo a Montealegre su esposa cuando le contó lo que Moreno le había confesado.
El exsecuestrado pensó lo mismo.
Ocho meses en el infierno
César Montealegre, como muchos comerciantes de Caquetá, pagaba dineros a las FARC, a los paramilitares y a la delincuencia común: las llamadas ‘vacunas’, el costo extorsivo de vivir en medio de la guerra. “Yo venía pagando vacunas a la guerrilla prácticamente desde que empecé a trabajar. Siempre me tocaba ir dos veces al año y pagar 10, 15, 20 millones (de pesos) para poder hacer mi función como comerciante aquí en Florencia”.
“En una ocasión no pudimos llegar a ningún acuerdo con el frente tercero de las FARC. Me castigaron por no haber pagado la vacuna y fue cuando empezó mi calvario y el de mi familia: en el año 99 efectivamente me secuestraron”.
A los seis meses de estar secuestrado, Montealegre se decidió: “A las siete de la noche me voy a degollar”. Tomó la máquina de afeitar que la guerrilla le daba de dotación, le sacó la cuchilla y la guardó en el bolsillo.
“Le pedí perdón a Dios por darme por vencido. Estaba cansado de vivir, no quería más. Le pedí perdón por todo lo que alguna vez hice que pudo haber estado mal. Lloré todo el día”, recuerda con la voz quebrada Montealegre.
“Estaba listo, pero Dios me iluminó y me puse a pensar que me estaba portando como un cobarde, que había gente que me necesitaba”.
Tomó la cuchilla y la partió en pedazos. Los arrojó por el barranco en el que terminaba la franja de 50 centímetros que tenía para caminar; el único espacio en el que la guerrilla le permitía moverse.
Tiempo después un comandante del frente se acercó y le dio una pica y una pala. “Me dijo: ‘Necesito que abra un hueco’. Empecé a hacerlo y le pregunté que para qué lo necesitaba. ‘Es que ahí lo voy a enterrar a usted’”.
Montealegre empezó a llorar sin dejar de cavar. El guerrillero le pidió varias veces que se acostara en el hueco para ver si iba a caber bien. Cuando el espacio fue suficiente el comerciante se arrodilló junto a la que iba a ser su tumba y le pidió a dios que no le permitiera sentir rabia contra el hombre que lo iba a asesinar.
“Me eché la bendición y oré en voz alta para que Dios perdonara a este tipo porque él no sabía lo que estaba haciendo. Cuando me di cuenta el guerrillero también estaba llorando. Ese día supe que a él también le dolía y entendí que sólo estaba cumpliendo órdenes”.
Máquinas de guerra
Luis Moreno dice que terminó en la guerrilla por necesidad.
“Me fui con las FARC porque mi papá murió de cáncer cuando yo era muy niño y nos tocó rebuscarnos la vida. Primero hacía los mandados, luego me empezaron a decir que aprendiera a manejar un radio, me dieron un arma y cuando uno menos se da cuenta ya es miliciano”.
“Cuando era el encargado de abastecer a las tropas hubo un enfrentamiento terrible en Santiago de la Selva (Caquetá). Había muchos, muchos muertos. Yo entraba con 18 mulas con provisiones y regresaba con dos muertos cargados en cada bestia”.
Cuenta que a los muertos había que enterrarlos rápido, envolverlos en lo que encontraran y cavar un hueco en la tierra para esconderlos. “Ellos hacen que uno se convierta en una máquina de guerra, uno se vuelve duro, muérase el que se muera… da lo mismo”.
Un día de tantos, un guerrillero joven estaba armando una mina y le explotó en las manos. Moreno lo vio todo. “Se voló la mitad del cuerpo. Lo amarramos a una vara como un animal y nos dijeron que fuéramos a enterrarlo … no tuvo ni siquiera un cajoncito. Eso sí me dolió”.
Moreno, como muchos guerrilleros y secuestrados, padeció paludismo, conocida como la enfermedad del monte. Durante su tiempo enfermo quiso buscar a uno de sus seis hermanos. Con ayuda de la guerrilla lo encontró y con ayuda de la guerrilla arregló un encuentro.
“Él llegó muy nervioso porque pensó que lo iban a matar. Me vio pero no me reconoció. A mí me dio risa y entonces me dijo: ‘Yo a usted lo conozco’, y se puso a llorar. Yo siempre he sido muy rudo, pero ese día nunca se me va a olvidar, se me hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo me iba a reconocer si yo salí de mi casa siendo un niño y ahora estaba barbado?”.
Durante su enfermedad pasó un tiempo en una población de Caquetá y conoció a una mujer con quien tuvo un hijo. Cuando el niño tenía meses un comandante le ordenó a Moreno volver al monte y dejó a su familia. Los visitaba cada dos semanas, o cada vez que podía, hasta que su pareja se cansó y le dejó al niño.
Moreno no tuvo otro remedio, según cuenta, que llevar al bebé consigo a los campamentos. En esa misma época también le dejaron a un sobrino para que lo cuidara, relata sin dar detalles de los padres del niño. “Yo andaba con los dos. A veces los dejaba en alguna finca para que me los cuidaran. Pero andábamos escapando. De ver a los niños pasando necesidades no pude más”.
El perdón
César Montealegre decidió hacer algo que para muchos sería impensable: aceptó que un exguerrillero del mismo frente que lo tuvo secuestrado por ocho meses trabajara junto a él y a su familia.
“Decidimos dejarlo y ver qué nos ofrecía la vida. Así empezó todo. Lo perdoné porque para mí tener paz era ser capaz de quitarme el rencor de encima”, recuerda conmovido. “Ese muchacho necesitaba una oportunidad, si los colombianos no hacemos eso, en qué estamos, en qué mundo vivimos. Si nos toca asumir eso, algo como lo que hice yo, hagámoslo”, dice Montealegre.
“Yo le he dicho muchas veces: Don César, si en algún momento a usted le hice daño porque sabía o participé, no en forma directa, pero hacía parte de ese frente de la guerrilla, le pido perdón de corazón”, responde Moreno. “Desde que le conté me quité un peso de encima y lo quiero mucho, muchísimo”.
Aunque ya no trabajan juntos siguen siendo amigos. Cada vez que puede, Montealegre les da empleo a los desmovilizados de todos los bandos que se han establecido en la región.
El comerciante dice que aún no ha superado el secuestro, que todos los días se acuerda de algo, de las caminatas, de cómo extrañaba a su familia o de cómo agradecía el día que le permitían bañarse –cada quince días–, y bajo el chorro de agua rezaba por los guerrilleros.
Ahora es Moreno el que reza por él, todas las mañanas. Lo primero que hace cuando amanece es darle gracias a Dios por César Montealegre. Porque él le dio una oportunidad.