Más de 50 años de violencia continua dejaron en Colombia 7,8 víctimas registradas a diciembre 31 de 2015 según la Unidad Nacional para las Víctimas.
Una quinta parte de la población ha sido afectada directamente por el conflicto armado y resulta apenas obvio pensar que esta guerra tan prolongada y tan cruel solo puede ser comparada en sus efectos con un devastador tsunami o terremoto.
Colombia, al igual que Europa después de la Segunda Guerra Mundial, necesita de una especie de plan Marshall para poder reconstruirse y enfrentar su futuro como nación próspera y digna. Y, para tener éxito en este noble propósito, el apoyo de la comunidad internacional en todas las etapas será definitivo.
Son muchos y enormes los desafíos que implica el posconflicto entendido como nuestro sueño de nación, esa Colombia en la que la polarización política y la exclusión social sean cosa del pasado, en donde la corrupción y la impunidad no continúen haciendo estragos, ese país en el que podamos vivir y trabajar tranquilos resolviendo respetuosamente nuestras diferencias.
Es mucho lo avanzado en las negociaciones de La Habana para terminar el conflicto, pero muy poco en la pedagogía para lograr que esos acuerdos sean aceptados por la mayoría de la sociedad. El principal obstáculo ha sido, sin duda alguna, la polarización política. Durante los 8 años del gobierno Uribe el odio hacia las FARC fue el ingrediente esencial del discurso oficial y del lenguaje cotidiano y, la verdad sea dicha, las Farc, a punta de secuestros y masacres, hicieron todo lo posible para merecerlo. Ese sentimiento lo arraigaron y lo interiorizaron en la psiquis y en el corazón de los colombianos y los mismos medios de comunicación que hoy día están haciendo su mejor esfuerzo para lograr el efecto contrario.
Durante los últimos dos años, el discurso oficial giró 180 grados y los anteriormente llamados terroristas y criminales de lesa humanidad hoy día son pares del gobierno en una negociación de iguales. Este cambio tan brusco en la política y en el lenguaje ha traído enorme confusión popular, no ha sido bien entendido por un pueblo al que le enseñaron a odiar a las Farc, ha profundizado la polarización y requiere de un mayor esfuerzo pedagógico para ser aceptado y legitimado.
Así como resultaría mezquino negar los ingentes esfuerzos del actual gobierno para lograr la terminación del conflicto (planificación, leyes, recursos, cambios institucionales, desgaste ante la opinión pública por atreverse a negociar en medio de la guerra,etc), también resulta por lo menos ingenuo negar que las FARC no han estado a la altura del momento histórico. No han reconocido y menos reparado a sus víctimas, su permanente arrogancia desafía y transgrede los límites de la cordura y de la tolerancia del pueblo colombiano, y, en general, muy poco han hecho para lograr que la sociedad colombiana los acoja después de haberle causado tanto daño.
Sigo convencido de que el principal y más urgente desafío que tenemos los colombianos para avanzar hacia ese sueño de una Colombia en paz es superar la polarización que nos dejó la guerra.
Para algunos ello significa tolerancia frente a la impunidad que se avizora con la puesta en marcha de una Justicia Transicional negociada por los propios victimarios que se aplicará a los máximos responsables y que permitirá que delitos de lesa humanidad queden sin castigo.
Para otros, entre los que me cuento, significa perdonar lo imperdonable, convencernos de que más importante que el pasado y que todo el dolor que pudieron padecer nuestros abuelos nuestros padres, y el que sufrimos las tres últimas generaciones de víctimas, mucho más importante que todo eso es el futuro, y la inminente oportunidad de brindarle a nuestros hijos y nietos la posibilidad de conocer la Colombia en paz que las FARC y la maldita guerra nos negaron.
Solo a partir de un proceso de aprendizaje, que empieza con el ejemplo de las víctimas cuando de lo más profundo de su corazón otorgan unilateralmente el perdón a sus victimarios (aún sin estos haberlo solicitado), conviviendo con amor, determinación y respeto por la dignidad del otro y pensando siempre en las nuevas generaciones es que podemos construir a mediano plazo una cultura del perdón que nos permita alcanzar la reconciliación y avanzar hacia la verdadera paz.