Nota del Editor: Jorge Gómez Barata es columnista, periodista y exfuncionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y exvicepresidente de la Agencia de noticias Prensa Latina. Las opiniones expresadas en este texto corresponden exclusivamente al autor.
En Turquía, los militares escenificaron un ensayo general; y Recep Tayyip Erdogan, un golpe de Estado. Obviamente, el objetivo del presidente no es el poder (que ya posee), sino purgar el estamento militar, jurídico, académico y mediático que obstaculiza su tendencia a la islamización.
Sofocada una rebelión ejecutada por aficionados, la policía y los cuerpos de seguridad turcos hacen el trabajo inverso al que dejaron de hacer los golpistas, quienes no detuvieron a ninguno de los jerarcas del gobierno, no neutralizaron a la Guardia Presidencial, ni paralizaron al mandatario que, sin la menor dificultad, vestido como para asistir a la ópera, se trasladó a la capital y aterrizó en el aeropuerto que los golpistas olvidaron tomar, para luego convocar a la prensa.
En las seis horas que duró el intento de golpe, ni un solo jefe militar, alto funcionario, líder religioso, ni político opositor expresó la menor muestra de apoyo a los sublevados, y es difícil saber cómo murieron las más de 200 personas mencionadas. En un país con 81 provincias, durante el evento, solo se aludieron dos ciudades.
Con pretextos perfectos, mediante una represión masiva y calculada, el gobierno refuerza el control sobre las fuerzas armadas, las entidades represivas y el poder judicial, descabeza a la oposición, anula la prensa independiente y paraliza toda resistencia.
Una hipótesis que adquiere fuerza es que, explotando el éxito, Erdogan pudiera depurar las instituciones y el Ejército, e intentar la reislamización de las estructuras de poder en Turquía, cosa no imposible en un país donde el 99 % de la población es musulmana.
Entre tanto, EE.UU., la OTAN, Rusia y la Unión Europea realizan las primeras movidas para ajustar sus prioridades políticas a situaciones imprevistas que obligan a improvisar. Obviamente, Moscú trata de ganar espacios y reposicionarse estratégicamente.
Por su parte, Washington se muestra cauteloso y para comenzar, el secretario de Estado, John Kerry, ha rechazado la retórica que sugiere alguna implicación en los acontecimientos, instando al gobierno turco a abstenerse de especulaciones, tanto en lo que se refiere a entidades del gobierno estadounidense, como al clérigo Fethullah Gülen, residente en su territorio, a que presente pruebas de cada afirmación.
Al contrario, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, quien hace unas semanas recibió disculpas de Erdogan por el derribo del caza sobre territorio sirio; enterado del intento de golpe, devolvió la cortesía al telefonear a su homólogo. La publicidad otorgada a la detención de los pilotos turcos que abatieron el aparato ruso, es otro gesto hacia Rusia.
Entre tanto, Alemania, la Unión Europea y el propio Estados Unidos han instado a Erdogan a mostrar moderación, exhortándolo a aplicar la justicia en el marco del estado de derecho. Europa ha sido clara en cuanto a que la aplicación de la pena de muerte cancelaría las opciones turcas de ingresar al bloque.
Es preciso tomar nota de que el exabrupto turco ocurre en un contexto global enrarecido por la situación en Siria y el Oriente Medio, donde la lucha contra el autoproclamado Estado Islámico parece estancada, el contencioso Ucrania se ha congelado y las sanciones contra Rusia no arrojan los resultados deseados.
Unido a ello, en Europa el terrorismo se muestra indetenible, en Estados Unidos se mezcla con la violencia racial y el Brexit británico provoca situaciones difíciles de administrar.
En ese caótico ambiente, la OTAN, regida por códigos militares y compromisos políticos ajenos a las coyunturas y las manipulaciones políticas, y cuyo mantenimiento es vital para la seguridad y defensa de todos los países europeos; es de pronto estremecida por las turbulencias creadas por el extraño golpe de Estado en Turquía.
Turquía, ideológicamente diferente a occidente, es el eslabón políticamente menos seguro de la OTAN, no por su condición musulmana, sino por las tendencias a la islamización y las inconsecuencias de sus gobernantes en la lucha contra el terrorismo en el Oriente Medio. Todo ello da lugar a pronósticos reservados.
Sería erróneo considerar el factor islámico como un atavismo que impide a Turquía la alianza con occidente, pero también es erróneo ignorarlo y dejar de observar el factor geográfico que la acerca a Asia Central, Oriente Medio y Rusia. No se trata de dogmas, sino de premisas.
En una coyuntura como la actual, cuando Estados Unidos está enfrascado en un cambio de mandos, cualquier matiz puede resultar trascendental.