(CNN) – Esto casi termina.
Las asombrosas hazañas de su increíble carrera. La muestras de duelo de sus fans y compañeros de equipo. El sombrío juego conmemorativo, con un momento de cuento surrealista que ya está en los libros.
Pero el impacto no se ha ido, y la pérdida de José Fernández fue tan repentina como para aceptarla sin más.
Cuesta creer que el lanzador superestrella de 24 años de los Miami Marlins esté muerto, que haya fallecido en un trágico accidente en su bote el domingo por la mañana.
El una vez Novato del Año no solo deja atrás una joven familia, con su novia con cuatro meses de embarazo, sino también un legado que a la ciudad de Miami le costará reemplazar.
Uno de nuestros héroes, símbolo de lo que esta ciudad y este país significan para muchos, se ha ido. Desde las bodegas de la Calle Ocho y los almacenes de Hialeah al estadio de béisbol de la Pequeña Habana y los campos de de la liga infantil en Westchester, Miami está angustiada y con incredulidad.
La ciudad está angustiada porque la muerte de José Fernández trasciende lo deportivo. Esto va más allá del béisbol. Es sobre la familia. Es sobre la identidad cultural.
El béisbol es más que un pasatiempo para los cubanos. Es una tradición que empezó en la isla más de 20 años antes de que se jugara oficialmente la primera Serie Mundial y continúa hasta hoy. La pelota es un ritual que para nuestra gente históricamente ha servido de puente sobre profundos huecos en cuanto a la cultura, la raza y la política.
Por ejemplo, podría decirse que el amor de Fidel Castro por el juego no tiene comparación entre otros líderes políticos. Él alguna vez soñó con jugar en las Grandes Ligas y en varias ocasiones lo usó para promover la política internacional cubana alrededor del mundo.
También es la historia de mi abuelo, José Sánchez, cuya pasión por el béisbol permaneció pese a una sentencia de 20 años por activismo anticomunista.
Él finalmente fue liberado y su obsesión por el juego continuó mucho después de obtener asilo político en Estados Unidos.
Su historia es la que muchos cubano estadounidenses -y muchos otros que huyeron de la opresión y la pobreza- conocen de corazón.
Y también es la historia de José Fernández.
Es por eso que su muerte prematura ha apagado la luz de esta comunidad. Su historia simboliza a la gente de Miami más que la de la mayoría de los atletas que alguna vez hayan representado a la ciudad en la que juegan. José era uno de nosotros.
Él luchó, como muchos en Miami lo han hecho, contra la miseria y el sufrimiento en su tierra.
Como mis padres, él se intoxicó con el sueño americano. Como miles de refugiados e inmigrantes en el sur de Florida, arriesgó todo y dejó a sus seres queridos por un poco de libertad.
“Estando allá era como estar en prisión”, dijo Fernandez a ESPN en 2013 acerca de su crianza en Cuba. “Tenía que irme”.
Él se dispuso a conquistar esa implacable franja de 90 millas de mar que hay entre Key Wet y La Habana. Tres veces lo intentó y tres veces falló.
No tuvo miedo al ir a prisión, cuando fue arrestado durante varios meses a los 14 años y cumplió su condena entre asesinos -típica consecuencia para los cubanos que escapan y son capturados en el mar. Cuando fue liberado, a los 15 años, volvió a lanzar sus sueños al océano. Su madre casi no lo logra. En medio de un mar agitado, él tuvo que zambullirse en el agua para salvarla.
Cada vez que fallaba, cada vez que subía de nuevo a la lancha y volvía a intentarlo.
Cuando finalmente logró llegar a Estados Unidos, Fernández hizo lo que mis padres y millones de otros recién llegados han hecho desde el primer día: trabajar sin descanso para hacer sus sueños realidad.
Apenas cinco años después de salir de una prisión cubana, el novato no solo estaba listo para las Ligas Mayores, ya estaba en el Juego de Estrellas.
A sus 20 años, lanzando entre los mejores del béisbol, jugó el partido con el espíritu de un niño.
No solo era divertido verlo en el montículo. Sus animadas celebraciones en la banca animaban el estadio cada vez que su compañero Giancarlo Stanton pulverizaba la pelota. Él levantó a una franquicia y a toda una base de fanáticos muchas veces inconformes.
Él representaba nuestras batallas, nuestros triunfos y nuestra ruidosa forma de ser también.
Mi abuelo hablaba de José Fernández como si fuera un familiar. Nunca vacilaba para recordarme que ese número 16 había nacido en Santa Clara, justo en medio de la isla.
Cuando mi abuelo de 85 años murió en enero, lamenté que no hubiera vivido para ver ganar a los Marlins otra Serie Mundial de la mano de Fernández- Tampoco yo lo veré, desgraciadamente.
Es una pena que Fernández nunca pueda cumplir la promesa de su talento y dedicación. Nunca podremos compartir ese momento triunfante entre el héroe y el espíritu de la comunidad para la que jugaba.
La estrella de los Miami Marlins fue la personificación de todo lo que es posible cuando atraviesas “la puerta dorada” y te dedicas sin descanso a tu sueño.
La historia de Fernández es nuestra historia. Y aunque él se ha ido, no debemos dejar nunca de contarla.