Nota del editor: Edward Lucas es editor senior de The Economist, para la que trabajó en Moscú como jefe de oficina entre 1998 y 2002. Ha cubierto Europa central y del Este por más de 20 años. También es vicepresidente senior del Center for European Policy Analysis, un centro de pensamiento en Varsovia y Washington DC. Las opiniones expresadas en este artículo son solo suyas.
¡Uff! Esa, dicha crudamente, es la reacción de los aliados europeos de Estados Unidos tras la victoria de Donald Trump. Mientras tanto, en el Kremlin, Vladimir Putin está abriendo una botella de Shampanskoye, típica champaña soviética.
Desde hace mucho tiempo, el candidato republicano ha sido escéptico sobre la OTAN. En el 2000, en su libro ‘El Estados Unidos que merecemos’, abogó porque los países de Europa del Este resolvieran sus conflictos más viejos sin la intervención estadounidense.
Esa opinión debe haber sido impulsada por la guerra en la antigua Yugoslavia. Por estos días, las preocupaciones en materia de seguridad de Europa se enfocan en la amenaza del presidente ruso Vladimir Putin.
Trump no comparte esas preocupaciones. Durante la campaña, insinuó que Estados Unidos solo defendería a los aliados de la OTAN que hubieran pagado por completo su parte destinada al presupuesto de defensa.
Newt Gingrich, supuesto Secretario de Estado, incluso fue más allá al asegurar que no creía que Estados Unidos debiera defender a Estonia de un ataque de Rusia, porque la pequeña nación báltica estaba en “los suburbios de San Petersburgo”. (Nota para el profesor Gingrich: la frontera de Estonia está hoy a unas buenas 50 millas de la ciudad rusa. Estonia también es uno de los pocos aliados americanos en la OTAN que cumplen con el requisito de gastar el 2% de su PBI en defensa).
La presidencia de Trump sacudirá hasta sus cimientos el compromiso estadounidense con la seguridad europea, que data de 1941. Europa todavía depende de Estados Unidos para buena parte del músculo militar de la OTAN (especialmente armas nucleares, armamento pesado, poder aéreo y logística) y para la información de inteligencia y tener más peso diplomático.
Los europeos ahora tratarán, de manera desesperada, de llenar ese vacío. Muchos lamentarán no haberlo hecho antes. Altos funcionarios de Estados Unidos les han advertido, durante años, de las consecuencias de gastar muy poco en defensa (y de gastar mal ese dinero).
Putin, en cambio, ha recibido su mayor impulso en los 17 años que lleva en el poder. Su mayor objetivo siempre ha sido reescribir las reglas en las cuales está basada la seguridad europea.
Desde el punto de vista occidental, esta resolución posterior a 1991 parece escrita en piedra, e incuestionablemente buena. Los grandes países persiguen sus intereses nacionales con moderación, en un marco multilateral. Los pequeños países tienen voz en lo que sucede. No voto. Los enfrentamientos se resuelven en la corte o en una mesa de negociación, no por la fuerza ni por las armas.
Desde el punto de vista del Kremlin, este orden de seguridad es intolerable. Las reglas del juego se escribieron cuando Rusia era débil, tras el colapso de la Unión Soviética. Amenazan al país más grande del mundo y al de mayor población en Europa, como si fuera cualquier otro jugador.
Rusia lleva mucho tiempo buscando cambiar el juego. Ha probado la decisión de Occidente con su ciberataque a Estonia en el 2007, con la guerra en Georgia en el 2008 y con la anexión de Crimea, que era de Ucrania, en el 2014. Ha atizado la división y la desconfianza en la alianza Atlántica -mediante su patrocinio al desertor de la Agencia Nacional de Seguridad, Edward Snowden- y entre los países occidentales (notablemente en la campaña presidencial estadounidense).
Ha recibido pocos castigos por romper esas reglas. Y ahora se enfrenta a un presidente de Estados Unidos que tampoco cree en esas reglas. Juego y set para Putin. El partido está a su alcance, también.